Grotesco, absurdo e irreal. Esos son algunos de los términos que llegan a mi mente cuando pienso en Rodrigo Eguillor. Sin embargo, cuando dejo de lado el circo mediático en torno a este hombre -en cuya impune espalda pesan tres denuncias por abuso sexual, amenazas y grooming-,la realidad es que lo conozco a Rodrigo. Lo conozco muy bien. Fui al colegio con él. Trabajé con él. Me lo crucé doscientas veces en bares. Tengo miles de mensajes suyos en las redes sociales. Lo puteé en la calle. Lo padecí.
Rodrigo Eguillor, con nombre y apellido, no es un personaje exótico, eso es lo grave. Hay miles de “Rodrigos” dando vueltas. Todas lo sufrimos en algún ámbito. A todas nos arrinconó en un bar y nos insultó por decirle que no. “Forra, tarada, puta, ¿quién te creés que sos?”. A todas nos pidió una “vueltita” amparado en lo que creía era la impunidad de su cargo. A todas nos hizo sentir un mero pedazo de carne a merced suya. Rodrigo Eguillor no es un “loco suelto”. No es un “cheto tonto”. Es la representación mediática de un discurso y una forma de actuar mucho más habitual de lo que quieren reconocer.
Hace algunos días tuve la posibilidad de charlar con una chica que fue acosada durante cuatro años por Rodrigo Eguillor. Nos encontramos hablando del mismo hombre, pero con identidad cruzada. Celebramos, pese a la furia que nos genera que haya una chica de 22 años encerrada en su casa por el calvario al que fue sometida, el poder darnos cuenta “ahora” de todo lo que naturalizamos durante años. Cómo, de pronto, miramos hacia atrás y pensamos: “Puta madre, ¿cómo es posible que me haya parecido normal esto?”.
Y así, mientras hablábamos, Rodrigo Eguillor salía casi en cadena nacional desde el aeropuerto de Ezeiza denigrando y agrediendo con absoluta impunidad a la chica que lo denunció por abuso sexual. Nada más y nada menos, ¿no? En ese momento pensé en ella. La imaginé en su casa, todavía reponiéndose, viendo al hombre que denunció paseándose por todos los canales de televisión. Insultándola. Humillándola. Diciendo que era una mentirosa, una “floja de tanga”, una “paciente psiquiátrica”. Volviendo a vejarla una y otra vez.
Periodistas preguntándose en vivo si el abuso sexual existe solamente si hay penetración, cuestionando por qué había accedido a salir con alguien que había visto una sola vez, analizando con especialistas "cómo tiene que comportarse una mujer" para evitar "estas situaciones". Increíbles parábolas para no quedar mal y repetir la ya tan ridiculizada reflexión: ¿qué hacía a esa hora sola? Toda la maquinaria patriarcal activada en su máxima expresión.
Después de todo lo que vivió, esta chica estuvo cinco horas en una comisaría haciendo la denuncia. Él, según lo que cuenta, dejó sus datos y se fue a bailar con unos amigos. Después de todo, no había pasado nada grave. Una que le salió mal. Ella, mientras tanto, tenía que revivir ante absolutos desconocidos el calvario que culminó con la indignante postal que se viralizó en las redes: una chica, un balcón en San Telmo, un agresor y el desgarrador grito: “¡Me quiere matar!”.
No es menor la valentía de esta chica, no lo naturalicemos. Yo no pude hacer la denuncia. Sufrí un abuso en Juan B. Justo hace ya dos años y en su momento recibía amenazas a las tres de la mañana en la puerta de mi casa. Me tocaban el timbre. Me amedrentaban. Estaba “marcada”, según me confiaron algunos de los policías del barrio. En efecto: vivía a sólo dos cuadras del lugar en el que me habían abusado. No hice la denuncia. Tenía demasiado miedo. Me corrieron por todos lados. Me cuestionaron. Me atacaron. Incluso, un multimedio en el que trabajé durante casi cinco años llegó a publicar una insultante nota en la que cuestionaba a “la periodista abusada que no denunció”. Mi foto, robada de mis por entonces 'privadas' redes sociales, como nota destacada en su portal de noticias y mi integridad cuestionada con absoluta impunidad. Miles de lecturas y ni un llamado para preguntarme: ¿por qué? ¿Estás bien? ¿Cómo podemos ayudarte a que te sientas más segura y no cada vez más vulnerable?
Insisto: no es menor la valentía de hacer la denuncia. Soy la primera en saberlo. Esta chica -cuya identidad trascendió, pero elijo no exponer- mostró los golpes en su cuerpo a los peritos, entregó su teléfono celular para que se sumerjan en su intimidad, aportó datos, dio la identidad del hombre al que acusa de haberla violado horas antes. Les entregó todo y no pasó nada. Rodrigo Eguillor quedó detenido semanas después, pero por “resistencia a la autoridad”; por haberle roto una notificación en la cara a una fiscal. Irónico, ¿no?
Después de pasar una noche en un calabozo y otra en un hospital, Rodrigo Eguillor dejó la alcaidía de La Plata en un remís y con una orden de restricción. Nada más. Mientras tanto, la chica que lo denunció está encerrada en su casa, con “miedo a conocer personas nuevas” y a la espera de comenzar un tratamiento psicológico para intentar hacerle frente a los oscuros fantasmas que nos invaden cuando vivimos este tipo de situaciones. Fantasmas que no se borran, ni se olvidan.
Rodrigo Eguillor no es exótico. Rodrigo Eguillor es la cara del chico que el sábado te insultó en un boliche porque te negaste. Rodrigo Eguillor es la cara del flaco que se masturba en el colectivo mientras te mira fijo. Rodrigo Eguillor es la cara del “pesado” que te manda doscientos mensajes por las redes sociales para verte, pese a que ya le dijiste que no estabas siquiera interesada. Rodrigo Eguillor es la cara de tu compañero de trabajo que se queja porque ahora "ya ni se puede hacer un piropo". Rodrigo Eguillor es la foto de un pene erecto que te aparece de la nada en tu teléfono celular. Rodrigo Eguillor es el ex que te humilla delante de todos sus amigos. Rodrigo Eguillor no es un “personaje extravagante”. Rodrigo Eguillor está esperándote en la esquina y lo sabés.
Nos tocan a una, nos tocan a todas.
Ni una menos.
Se lo debemos a todas las pibas que no volvieron.