South Beach, 5.45 am, suena el despertador en el celular (prefiero siempre la frialdad del teléfono a la del recepcionista del hotel). Abro un solo ojo para manotear y apagar la alarma, como si eso minimizara el calvario de tener que levantarse tan temprano. ¿Dije tener? No, no tengo necesidad de madrugar, por lo que maldigo mi excesiva responsabilidad y mi fanatismo por la noticia, aunque más no sea turística o de color. Es que a las 6 am se lanzan al agua los participantes del Triatlón de Miami y tengo intención de llegar a tiempo para capturar buenas imágenes. Sí, claro, fanático y un poco loco. Pero las fotos quedaron buenas, hay alguna colgada en mi Instagram. Corredor amateur y apasionado del deporte, el evento me atrae de manera singular. Sin embargo, la cita deportiva del día es la que se dará unas horas más tarde en Key Biscayne. Pero retrocedamos un poco en la historia.
Viajo a USA para conocer los atractivos turísticos de Central Florida, ese espacio inexplorado entre Orlando y Miami del que ya les hablaré en otra oportunidad. Me invitan tres días. O sea, voy a hacer 7.421 km para estar ¡tres días! En la desesperación, sí, desesperación por encontrar la forma de quedarme unos días más y que el viaje no sea una tortura, recuerdo el Miami Open. La alineación de los planetas, que en mi vida suelen estar desalineados, es total. Dos días después de mi visita se juega el Abierto y quienes me invitan acceden a retrasar mi pasaje de vuelta. Saco entrada para la final sin siquiera saber quienes jugarán. ¿Acaso importa?
El tema es ir, estar, ver una final de tenis de alto nivel. Es la primera vez que viajo a presenciar un evento deportivo. No es un viaje más. Es raro, porque el turismo pasa a ser una mera excusa. Uno espera el evento. O sea, todo lo que sucede hasta la cita es casi anecdótico. La movida de South Beach, su colorido, su magia. La mezcla, la opulencia exagerada, los brillos en autos, joyas, en cuerpos aceitados practicando deportes. Ocean Drive y el cúmulo de todo lo que uno puede ver en Miami, esa imagen incorporada a través de años de películas y series de TV. Ese mar azul, cálido. Esa arena casi blanca. Esas casetas de guardavidas tipo Baywatch. Toda esa gente corriendo, andado en skate, en bicicleta, patinando, con sus torsos bronceados. Y de noche, la congestión del tránsito, el reggaetón explotando los parlantes de un jaguar dorado o una limo blanca, gigante, deteniendo el tiempo y acentuando la espera para cruzar la calle.
Eso, el arte, la arquitectura, los restaurantes y bares enumerando estilos, temáticas y etnias de manera inimaginable, las palmeras, la playa, todo, absolutamente todo, pasa a un segundo plano porque lo que uno espera es el evento deportivo.
Lo único que perturba mi mente es cómo llegar a Key Biscayne. No deseo alquilar un auto por una mañana, el transporte público no es una gran opción, no quiero ni pensar lo que me puede costar un taxi. ¿UBER? Ni siquiera tengo la app descargada. 25 km aproximadamente me separan del estadio en Crandom Park. Son las 6.30 am, no sé si es el sueño o qué pero miro la bicicleta para huéspedes del Urbanica Hotel. ¿En serio vas a ir en bici? ¿En esa bicicleta de paseo estilo inglés? 25 de ida, 25 de vuelta, dos puentes kilométricos, el Downtown, Brickell, el tránsito, la bicisenda. Demencial. Es para mí.
A eso de las 10:00 arranco la pedaleada. Disfruto el paisaje y siento que descubro otra Miami. Me olvido de la distancia. El sol se siente, pero no tanto como lo sentiré después en la tribuna del estadio. La brisa del mar, el puerto, los edificios, el estadio de Miami Heat con la cita para esa misma noche. Vuelvo a enfocarme en mi partido. Y pedaleo. Después de Rickenbacker Causeway y el segundo puente ya me siento “El Pájaro”, aquel personaje de la obra “El amateur” que pedalea y pedalea; ya creo escuchar la gente que me alienta para llegar a la meta. Debo reconocerlo estoy cansado, transpirado, el calor del mediodía se hace más pesado. No sé si por efecto del mismo, equivoco el camino y me meto en el estacionamiento del parque, sumando un par de kilómetros al trayecto original. Pero llego, finalmente llego. Le pongo el candado a la bici, aún cuando los del hotel me dijeron que nadie toca nada que no sea suyo, cosa que comprobé con una simple gorrita que esperaba su dueño sobre un pilar dentro del complejo del estadio.
Llego temprano. Tengo un rato para disfrutar del ambiente del tenis, del glamour de las marcas y de esa gente que pertenece y esa otra que quiere pertenecer aunque más no sea por un instante. Qué raro es el ser humano.
De a poco, los invitados a la cita abandonan los stands y el patio de comidas, para mudar su humanidad al estadio. Me siento en la butaca. Me debato sobre a quién alentar. Salen a la cancha Roger y Rafa. Entran en calor, literalmente porque la temperatura ambiente no para de subir y a mí me cuesta imaginar lo que debe ser estar parado sobre ese cemento. Despliegan su magia desde ese instante y yo siento que todo el esfuerzo valió la pena. Veo a dos de los más grandes tenistas de todos los tiempos intercambiar golpes con una calidad y velocidad extraordinarios. Batallan contra el clima y el adversario. Luego de 1h 34m, Federer abraza la victoria y alza el trofeo. El confeti inunda la imagen y yo me llevo unas buenas tomas fotográficas para el recuerdo. ¡Como si hicieran falta! ¡Jamás olvidaré ese día! Sobre todo porque todavía me faltan 25 km de vuelta.
*Por Esteban Goldammer
Publicista, escritor y viajero. Autor de Relatos de un HDP que viaja gratis por el mundo.