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El día que me despedí de mi prepucio: me circuncidaron, pero no me convertí al judaísmo

Una nota no apta para impresionables.

25 Abril de 2018 07:23
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Así empieza. Un día vas al urólogo. Le contás, no sin cierto temor, lo que te pasa: tenés irritado ahí abajo, te pica un poco. El urólogo te escucha, menos impresionado que vos: ha escuchado esta historia decenas, acaso cientos de veces.

 -A ver, pelá -dice, con la misma indiferencia con que le pide al mozo una porción de muzzarella: tal vez, incluso con más indiferencia.

Obedecés. El urólogo parece disconforme.

 -¿No podés pelar... más?

 Lo intentás. Te cuesta. El urólogo ya tiene su diagnóstico, pero reclama un último dato.

 -Más allá de la picazón, te duele un poquito cuando tenés sexo, ¿verdad?

 -Así es. 

 -Tenés fimosis, es una pavada. Hay que circuncidar y listo.

-¿Cómo "y listo"?

-Sí, claro, con eso se resuelve el problema para siempre.

-¿Y no hay otra solución menos quirúrgica, digamos?

-No. Lo malo es que es la única solución al problema. Lo bueno es que es definitiva.

Un año después, porque acostumbrarse a la idea lleva su tiempo, vas a un segundo urólogo, que, por supuesto, confirma el diagnóstico. Y explica cómo será tu nueva fisonomía.

-Te va a quedar una bufandita -afirma.

"¿No podés pelar más?", indagó el urólogo.

La frase te queda grabada para siempre, más allá de que lo tuyo parecerá más bien una polera. Finalmente, cuando el asunto no se puede estirar más, entrás al quirófano. Mientras tanto, aunque tengas una pareja estable tuviste que usar preservativo. Lo bueno es que no le contagiaste los hongos a ella. Lo malo, es que ese dolor, digamos, "mecánico" que tenías, fue un poco mayor.

¿Qué es la fimosis?

La fimosis es una enfermedad que consiste en la dificultad para retraer el prepucio. Esto ocasiona dolor  y, eventualmente, heridas en la zona afectada. Es una causa habitual de infecciones en la zona genital, generalmente por hongos (ay, las coincidencias fonéticas...). Somos muchísimos los adultos que hemos tenido esta enfermedad. Somos muy pocos los que nos atrevemos a contarlo. Es una pavada, pero nos da vergüenza. Como sucede habitualmente con las licencias y los reposos, he tenido que suspender reuniones, compromisos, etc. Algunos se animaron a preguntarme de qué me operaba. Cuando se los dije, unos cuantos me dijeron:

-Ah, a mí también me pasó. 

En el quirófano

El urólogo indicó ayuno, como en todas las operaciones, y no más que eso. El que diga que en los días previos no estuvo un poco nervioso, miente.  Llegué a la clínica, llené papeles inquietantes: esos que dicen que uno da su consentimiento, que todo puede salir mal, que toda cirugía tiene riesgos, etc. Me preguntaron si era cardíaco, si había tomado alguna medicación y todas esas cosas que supongo se preguntan siempre.

Me dijeron que me cambiara, que me quitara la ropa y me pusiera uno de esos humillantes camisolines verdes y descartables. Ahí fue cuando me despedí de mi prepucio. Le dije: 'Chau loco, gracias por todo'. Entonces saludé a mi novia, entré. No sé cuánto duró todo: me dieron sedación total y anestesia local y levantaron una cortinita ante mí.

Mientras tanto, me sentí adentro de Sgt. Pepper's, drogado y feliz, intentando elucubrar ideas que siempre derivaban en otra y otra y otra, viajando a través de la incoherencia hasta que alguien, el médico, una de sus asistentes, dijo ya está y puso, lo juro, música de David Bowie. Me dejaron una hora ahí (lo supe después) y luego me llevaron a una habitación, básicamente para que me fuera desdrogando. Quise hacer pis, me trajeron un papagayo, no pude. Pasé unas horas incómodo, con ganas de hacer pis y sin poder satisfacerlas. Supongo que mi organismo se estaba acostumbrando. Cuando estuve más o menos lúcido me mandaron a casa. 

En casa

Lo único tremendo es el primer día. ¿Cómo explicarlo? Seré breve: hay una canción de los Rolling Stones que se llama "Demasiada sangre". Ese día te querés matar, te preguntás si era necesario, si valió la pena, si dejarás de sangrar alguna vez, si no se habrán olvidado de cerrar algo. Todo forma parte de un proceso lógico, pero el primer día, igual, te quiero ver. El segundo día es más sencillo. La medicación prescripta por el urólogo fue sencilla: ibuprofeno para el dolor, antibióticos para prevenir infecciones, lavarse la zona con jabón neutro, secarla bien, usar polvo cicatrizante, descansar una semana, cambiarse la venda todos los días hasta que te canses de esa rutina. En algún momento te animarás a investigar tus heridas: descubrirás que tenés más puntos que el Barcelona. Tranqui: nadie te los va a sacar, se te irán cayendo solos. Te sentirás un poco inseguro al caminar, y mejor que no camines demasiado. Lo ideal es que los puntos se caigan cuando se tienen que caer, digamos, y no antes. Una semana de descanso es lo normal, pero puede ocurrir que el urólogo note la zona un poco hinchada, y entonces así, como quien no quiere la cosa, te indique que te tomes un par de días más de los previstos y te pongas hielo. Entonces se te abrirán los ojos bien grandes, le dirás:

-¿Hielo? - y él responderá, con esa sangre fría que tienen todos los médicos:

-Sí, cinco minutos todos los días, poné el cubito en una bolsita de polietileno y apoyalo sobre la cabeza.

-Ajá. 

Sexo

Bueno, viejo, vos las querés todas. Olvidate del asunto más o menos por un mes. Y si la mente, alguna película o algún beso o abrazo efusivo de tu pareja te lo recuerdan, entonces acordate del hielo, y de aquel anillo que tenía Don Julio Grondona, ese que decía "Todo pasa".   

(Gracias al doctor Norberto Rodríguez y al equipo de la Clínica Monte Grande)