Las huellas que dejó la crisis económica y política de la Argentina de 2001 están por todas partes. Algunas son imborrables y se hicieron parte del ADN, y otras quedaron invisibles a millones de transeúntes que eligen no observar o naturalizar lo que sus ojos ven. En el barrio porteño de Belgrano, uno de los lugares más ricos del país, hay una en la que conviven ambas: "El Gomero de Barrancas".
Como si fueran vidrieras de una vida inaccesible para quienes concurren allí, los primeros pisos de los departamentos más caros y lujosos que rodean a la Plaza Barrancas de Belgrano, son testigos de una rutina que lleva más de 21 años. El comedor popular que comenzó como una mano solidaria para los cientos de cartoneros que en 2002 se tomaban el tren cargados de la basura del sector más privilegiado, hoy sigue siendo un plato de comida caliente para quienes pasan hambre a metros de personas que tienen el dinero suficientes para que las siguientes diez generaciones vivan sin trabajar.
BigBang recorrió "El Gomero" a días de que celebre su aniversario. Si bien la comida no es lo de menos, quienes concurren allí no van a satisfacer sólo sus necesidades alimenticias. "Chau, abuelo", saluda una niña a Carlos Durañona, uno de los fundadores del espacio, y parte de la familia que forman quienes todos los días se las arreglan para estar a las siete de la tarde allí, con ganas de brindarse a los y las demás. No es su nieta, pero así le dice, al igual que otros niños y niñas.
Con 78 años, el descendiente de vascos alimenta el mito que su figura constituye entre quienes concurren a la olla popular. Además de abuelo, muchas veces es padre, amigo, aliado y lo que la situación le pida. "Yo ahora no estoy cocinando, vengo a estar, a hablar con la gente, porque es lo que necesitan", reconoce Carlos, con su sonrisa permanente por estar en el lugar que ama.
"Esto es una idea de un grupo del que yo era integrante, que surgió del corte que se hizo en Libertador y el Túnel, el 19 de diciembre de 2001, durante el cacerolazo famoso que al otro día derrocó a Fernando De la Rúa. Nos tomamos teléfonos y en febrero nos empezamos a reunir", recuerda el hombre. "Uno de los trabajos políticos que queríamos hacer es hacer un comedor para los cartoneros que tomaban el tren acá en frente. Como un gesto, no íbamos a resolver ningún problema. Simplemente era esperarlos con la comida caliente. El tren pasaba a las 22:30 y había criaturas. Muchos los acusaban de trabajo infantil, pero nadie tenía dinero para pagarle una niñera a la noche para que le cuide a los chicos", explica Durañona.
En 2001, Carlos había perdido el empleo. Con más de 50 años y tras un menemismo que había dejado una fobia a la desocupación, él se encomendó en su tarea solidaria, con la seguridad de que pronto estaría como quienes ayudaba. "Al final me tomaron en un trabajo antes de fin de 2002, donde me pude jubilar", afirma.
En el medio fue la punta de lanza, a la hora de hacer razonar a los vecinos que criticaban su labor solidaria porque ensuciaban la plaza. "Fuimos muy atacados al principio, nos tiraban huevos, agua fría en invierno. Algunos insultaban y yo me acerqué. '¿Qué les molesta a ustedes de lo que estamos haciendo? Este es el patio delantero de ustedes y es muy triste la pobreza. Usted no sabe lo desagradable que es vivirla. No tiene ni idea. Y si les molesta que hagan pis o caca, ¿por qué no les ofrece su baño? No soy un provocador, quiero solucionarle el problema y usted no me deja que lo ayude. Incluso, los invito a tomar un café, pero vengan de a uno, porque mi presupuesto no da para más'. Y así fui hablando hasta que fueron entendiendo y se sumaron algunos a colaborar. Incluso hay una señora que nos beca algunos chicos que están estudiando. Tenemos un abogado que se recibió el año pasado, que venía acá".
El orgullo en el relato de Durañona es evidente. "El Gomero" es una parte tan importante para él, que el día que se vaya de este mundo, quiere que sus cenizas reposen allí, como ya lo hacen las de dos artistas plásticas que eran parte de la tarea solidaria. "Es el lugar en donde más he durado en mi vida: 21 años. Porque de todos lados me han echado. Porque es muy difícil ser libre como yo quiero ser. No te bancan así nomás", asegura Carlos.
Él sabe que, rodeado de departamentos que llegan a costar U$S 3.500 el metro cuadrado, la creación colectiva por la que milita todos los días, "es un forúnculo que le salió a la comuna". Y hasta ha tenido que explicar a muchos críticos que sus mascotas no eran comparables con los humanos. "A los vecinos que venían y se quejaban que hubieran tanto chicos que ensuciaban acá, les dije: 'También ensucian los perritos que ustedes traen a pasear'. 'Sí, pero nosotros traemos la bolsita', me contestaron. 'Sí, pero saben qué, ustedes levantan la caquita y los gérmenes quedan ahí y los chicos juegan ahí'". Ejemplos como ese tiene muchos.
También su experiencia, y muchos de los casos de pobreza extrema más trascendentes que le toco presenciar, lo han hecho llegar a nuevas conclusiones. "Hay una cosa que yo saqué en blanco de todo esto: que el Estado está capacitado para atender pobres, pero no para las personas que están afuera del sistema", señala Carlos.
"Yo un día descubrí una chica con una panza a punto de parir, con una nenita de dos años y un muchachito joven que estaba al lado. Entonces, le pregunté cuánto le faltaba y si quería que la lleve al Hospital Pirovano. 'No, porque me judicializan la otra nena', contestó. Ellos saben todo eso, porque no pueden estar en la calle con menores. O sea, el sistema destruye la familia. Entra la Justicia y te la mandan a un instituto de menores. Un día desapareció y me quedé preocupado, pero sin encontrarle solución. A los pocos días aparece ahí con un toldito, y había tenido por cesárea un bebito. Eso implica una cirugía, y sobre la tierra se expone a infecciones", conmemora Durañona.
La preocupación que tiene Carlos por el otro es de toda la vida. Pero también es parte de una promesa que hizo. "Yo fui religioso, tengo esa formación, estudié para cura también. Me echaron, por hacer estas cosas. Porque era mal visto", se lamenta. "Además tengo otra historia detrás de todo esto, que es que, por un milagro, no estoy entre los desaparecidos. Porque yo hacía esto mismo antiguamente y una madrugada nos vinieron a buscar", recuerda Durañona.
Esa noche el edificio de cinco departamentos donde vivía estaba vacío y con su familia actuaron como si no estuvieran allí y lograron que los "tipos calzados" que había en los dos Falcon verdes que había en la puerta, crean que no había nadie. Tras ver esa escena, que tanto pánico genero en las generaciones de aquella época, Carlos tuvo un impulso con consecuencias que lo acompañan hasta hoy. "Me arrodillé en el baño y le pedí a Dios: 'Si nos salvás de esta, me comprometo que de aquí hasta mi muerte voy a trabajar por los que más necesitan'", confiesa.
"Ese fue el último día que vivimos ahí, nos llevamos lo imprescindible, la ropa del bebé, la mamadera. Nos fuimos antes de que amaneciera. Yirando, porque no queríamos manchar a nadie. Yo era delegado de una comisión interna en el Estado. Ese era mi delito, había sido elegido delegado en febrero de 1976. Me despidieron un 1° de julio. Paradójicamente la misma fecha que empecé acá", repasa.
Las coincidencias están hechas de la misma materia que las promesas. Requieren de un alto grado de fe -o falta de- para entenderlas como son. Tanto esos dos 1° de julio trascendentales en la vida de Carlos, como la promesa que lo acompaña hasta el presente, son un ejemplo de esto. Si el vasco canoso y de lentes, que hoy se mueve con un bastón no creyera en ayudar a los demás, se hubiera perdido de una infinidad de cosas que vivió y que lo hacen quien es hoy.
"Hoy hay gente que tiene una casa, pero no para comer": la crisis que se ve en las ollas populares
"Yo me enamoré de esto. Entonces no me pesa, yo necesito venir acá. Yo me atiendo en el hospital público, tengo PAMI, vendo el comedor en todos lados, pongo carteles", afirma orgulloso. Con el gomero de fondo, por el cual el comedor popular lleva ese nombre, Carlos se despide de BigBang. Es el mismo lugar donde reposan las cenizas de sus amigas y donde espera terminar él. "Ya me están quitando el lugar. Me están dejando afuera. No se pongan muy cómodas, que este lugar es mío", bromea.
Verónica, la lucha por salir adelante y el rol de la solidaridad
"Para la miércoles, pero tirándola con lo poco que una tiene. Tratando de sobrevivir, salir adelante. Lo poco que tengo en casa trato de guardarlo para los chicos. Cuando no tenés un pan en la casa y ellos te piden, no sabés dónde meterte", confiesa Verónica de 40 años, una mujer que viene con su hija más pequeña y su nieta desde José C. Paz, para darles un plato de comida caliente y reencontrarse con la familia que desde hace más de 20 años la ayudó y le enseñó una vida distinta."Hicieron mucho por mí y con ellos no tengo palabras de agradecimiento. Mi hijo mayor se crió acá. Y a él no le toqués a su abuelo Carlos, a su abuela Beatriz, porque son sus abuelos y tíos todos. Con ellos me sentí con más ánimo de salir adelante sin importar lo poco o mucho que tenga, porque lo que vale es que uno tenga vida", asegura Verónica.
"En los peores momentos en los que estuve sola, necesite el apoyo de otra gente. Y, sin saber, me sentí rodeada de familiares como acá en el comedor. Me ayudaron mucho cuando hace ocho años se me prendió fuego la casa y perdimos todo. Éramos once personas y me quedé con lo puesto", recuerda la mujer.
Del día que un policía mató a dos personas en situación de calle a la olla popular en pandemia: la historia de Carlos, el "papá del Gomero"
"Me sentí sola. Sentí que nadie me iba a dar una mano e iba a quedarme con lo puesto toda la vida. Pero no fue así, ellos me ayudaron mucho, me hablaron, caí en depresión, hablaron con mis hijos, con el mayor para que no caiga en la tentación de las drogas, donde había caído, y luché hasta que lo saqué", exclama la madre y abuela.La solidaridad es un concepto que aprendió con "El Gomero", y que hoy es muy importante para ella, algo en lo que cree mucho, y también lo practica. "Le damos a otra gente que necesita. Una mano ayuda a la otra. Y eso lo aprendí acá. Yo no creía en esa palabra. Siempre decía: 'Esto me lo dan a mí, ¿por qué lo tengo que compartir si es mío?'. Cuando no era así. Mis hijos también aprendieron lo mismo. Me enseñaron que teníamos que darle una mano al otro", cuenta orgullosa.
Verónica es sólo un ejemplo de la obra que tantos héroes anónimos cotidianamente construyen. "Es como el que siembra sobre las piedras. En alguna fisura por ahí entró, había tierrita y prendió. Pero no estoy por eso, tampoco. Estoy porque tengo mi obligación y compromiso de hacerlo. Y con un grupo de gente maravillosa, que no fui a buscar, vinieron solos", resalta Carlos Durañona, el abuelo de todos que hace más tiempo pone su granito de arena en "El Gomero de Barrancas".