26 Enero de 2020 15:00
"Corrieron hacia nosotros gritando, cayeron de rodillas, besaron el borde de nuestros abrigos y se abrazaron a nuestras piernas". La desesperante postal, claramente descrita por el soldado del Ejército Rojo Georgi Elisabetski, resume la primera visión de los prisioneros que tuvieron los soviéticos al liberar el campo de concentración de Auschwitz, hace 75 años.
Ni un solo alemán quedaba: convencido de la derrota, el personal de las SS ya había evacuado el campo no sin antes intentar destruir pruebas. Así, masacraron a la mayoría de los judíos que había trabajado operando las cámaras de gas y los crematorios, y luego destruyeron tanto parte de las instalaciones como los documentos que registraban la vida cotidiana en el lugar.
Gran parte de los prisioneros, además, fueron conducidos fuera del campo abandonando territorio polaco y adentrándose en zonas controladas por Alemania, en lo que se conoció como "marchas de la muerte". Más de 15.000 personas perecieron caminando en extremas condiciones de agotamiento, hambre, sed y frío.
Las 7000 que quedaron en Auschwitz lo hicieron porque o bien lograron ocultarse antes de la evacuación, o estaban en condiciones de salud demasiado frágiles. 10 días después, llegaría el fin del suplicio.
Liberar Auschwitz no estaba dentro de las órdenes recibidas por los soldados del Ejército Rojo que avanzaban desde el Este hacia Berlín. Simplemente se toparon con el lugar en su avance e ingresaron.
Lo que poco a poco fueron descubriendo desafiaba la comprensión. Además de unos 600 cadáveres, encontraron más de un millón de piezas de ropa femenina y masculina, 44 mil zapatos y 7000 kilos de cabello pertenecientes a los judíos, gitanos, homosexuales y disidentes políticos asesinados allí.
El escritor judío italiano Primo Levi, quien logró permanecer en el campo porque estaba enfermo, observó la llegada de los soviéticos y la registró en su libro Si esto es un hombre, editado en 1947.
"No nos saludaron, ni sonrieron. Parecían oprimidos no sólo por la compasión sino también por una confusa moderación, que selló sus labios y ató sus ojos a la escena fúnebre. Era une vergüenza que conocíamos muy bien, la vergüenza que nos ahogaba cada vez que teníamos que observar o someternos a alguna atrocidad: la vergüenza que los alemanes no sabían que los hombres justos experimentan frente a los crímenes de otros hombres; la sensación de culpa de que tal crimen exista", escribió.
El recuerdo de Eva Mozes Kor, quien tenía sólo 10 años en ese momento, es más lacónico pero resume desoladoramente la tragedia humana de Auschwitz: "Nos dieron abrazos, galletas y chocolate. No sólo estábamos hambrientos de comida, sino también de bondad".