El sistema electoral argentino, que ya lleva más de 100 años funcionando de la misma manera, está absolutamente normalizado como institución establecida. Así, es complicado imaginar que antes de que se promulgara la ley del voto secreto y obligatorio, las cosas funcionaban de una manera muy distinta.
Hasta ese entonces, el voto era "cantado": los electores (sólo hombres mayores de edad) se presentaban ante la mesa electoral para anunciar verbalmente a quien votaban. El sufragio luego se registraba en una planilla que confeccionaba la autoridad electoral, ya que no había padrón único.
Este sistema permitía que los resultados pudieran ser fácilmente manipulados durante el transcurso de la jornada electoral. El clientelismo, la coacción a través de la violencia y el abierto fraude eran monedas corrientes.
Así, por ejemplo, los patrones presionaban o amenazaban a sus empleados para que votaran por algún candidato en particular, los votos se compraban a cambio de sobornos o un mismo ciudadano votaba al mismo candidato en diferentes mesas. Esto, sumado a que la participación electoral alcanzaba, como mucho, al 2% de la población, configuraba un mecanismo lejano a cualquier ideal democrático.
La reforma
Miembro del gabinete de José Figueroa Alcorta, Roque Sáenz Peña se desempeñó como diplomático representando al gobierno argentino en varias misiones en Europa, especialmente en Italia y Suiza.
En elecciones viciadas de irregularidad, como todas las de aquellas épocas, llegó a la presidencia en 1910. Convencido por un lado de que la oligarquía debía mantenerse al margen de la política y, por el otro, de que la imposibilidad de acceder al sistema político podía empujar a los obreros al anarquismo o el socialismo, se propuso promulgar una reforma electoral.
La nueva ley fue sancionada por el Congreso el 10 de febrero de 1912. Entre otros puntos, establecía que "son electores nacionales los ciudadanos nativos y los naturalizados desde los 18 años cumplidos de edad", que "el sufragio es individual, y ninguna autoridad, ni persona, ni corporación, ni partido o agrupación política puede obligar al elector a votar en grupos", y que "si la identidad no es impugnada, el presidente del comicio entregará al elector un sobre abierto y vacío, firmado en el acto por él de su puño y letra, y lo invitará a pasar a una habitación contigua a encerrar su voto en dicho sobre".
Vale notar que, a pesar del notable cambio de las reglas de juego, esta ley continuó siendo durante muchos años una herramienta limitada: las mujeres y los extranjeros no podían votar, tampoco los habitantes de los Territorios Nacionales, es decir aquellos que no formaban parte de provincias.
Las primeras elecciones celebradas bajo la ley Sáenz Peña, en 1916, fueron un inesperado golpe para el partido oficialista: el ganador fue Hipólito Yrigoyen de la UCR, asestando así un duro golpe a las antiguas élites políticas y marcando el comienzo del fin para el acceso exclusivo de la oligarquía a las cumbres del poder.