por Agustin Gulman
27 Agosto de 2020 12:27Sobre la escalera de la vieja casa de la calle Guaminí había dos armas, un par de cajas con balas y facturas de servicios públicos juntando algo de polvo. Mi mirada de inmediato quedó posada en esa escena. Para mí las pistolas eran un mundo lejano, que aparecían en la cintura de los policías, en alguna noticia o en películas.
-Acá es así, hay armas por todos lados, ya te vas a acostumbrar - me dijo Víctor, que notó mi gesto de sorpresa.
Meses después, tras luchas con durlock, vidrios templados, muchos metros de cable, recorridas por locales de Liniers en busca de micrófonos y auriculares, e incesantes negociaciones para conseguir una consola, en la planta baja de esa vieja casa de la calle Guaminí comenzó a funcionar una radio que prometía revolucionar el mundo de la radiofonía y que a los pocos meses desaparecería, desvaneciéndose como el sueño de un insomne.
Hoy, que se cumplen 100 años del día en que los locos de la azotea cambiaron el mundo desde una terraza, tal vez sea momento de contar la historia de la pequeña radio de garaje que funcionó desde una armería.
A RadioBaires se entraba por un garaje siempre sucio y ocupado por una camioneta. Había que dar una pequeña vuelta hasta que finalmente el panorama desolador de los primeros metros cambiaba un poco y se parecía más al de un medio de comunicación. La bautizamos así con un socio en una plaza de Villa Devoto, y aunque iba a funcionar en un departamento del centro, la falta de presupuesto obligó a dos socios capitalistas, un matrimonio de gente grande amante de las armas, Víctor y Susana, a ofrecer la planta baja de su casa para que el sueño no se truncara.
La historia de la armería es mucho más difusa y algo oscura. Funcionaba desde hacía años en la misma planta baja con olor a cigarrillo constante, operaba a puertas cerradas, tenía un acceso independiente, alarmas y había que cruzar un par de rejas, casi como si se tratara de la presentación del Súper Agente 86. Dos mundos totalmente distintos que convivieron unos pocos meses entre 2014 y 2015 en apenas 80 metros cuadrados.
La radio online es un fenómeno que en la Argentina es relativamente reciente: a diferencia de la radio tradicional que hoy cumple 100 años, las digitales son potestad del Siglo XXI y excepto unas poquísimas excepciones muy honrosas y admirables que persiguen un sonido, una estética y un concepto, la mayoría apelan a ser un negocio que remata espacios al mejor postor, casi siempre en busca de un público joven que, casualmente, busca hacer sus primeras armas en el mundo del periodismo, la locución, la producción o la operación técnica. RadioBaires trató de formar parte del primer grupo pero más temprano que tarde pasó a ser parte del segundo.
-¿Querés agarrar? - me ofreció Víctor una vez una pistola Glock de un calibre que no podría identificar. Durante meses rechacé todas y cada una de sus increíbles ofertas vinculadas al mundo de los disparos. En mi mente imaginaba que mis huellas digitales quedarían allí para siempre. Una vez, incluso, llegó a plantear la idea de ir a un polígono de tiro.
Yo quería presentar canciones de Charly García y del otro lado me contaban las cualidades de una escopeta. Llegaban invitados del mundo artístico y se encontraban una ametralladora sobre el techo de una camioneta y personas paseándose en pijama con armas. Entrevistaba a políticos por teléfono y del otro lado del vidrio veía personas con pistolas en la cintura. En un momento, las armas comenzaron a formar parte del paisaje: aparecían apoyadas en la mesa del estudio, a centímetros de la consola o en una oficina. Eran una presencia intimidante que, con el tiempo, se nos hizo costumbre y hasta hacíamos bromas.
Los dos mundos comenzaron a confrontar más temprano que tarde. La radio funcionaba las 24 horas, y aunque no siempre había programación en vivo sí había mucho trabajo por hacer. Pero sin dudas, el momento en el que el mundo de la radio chocó de frente con el de la armería fue a fines de enero de 2015, cuando el hijo de la pareja dueña de casa ingresó por la fuerza, nos echó a todos y en un rapto de locura destruyó absolutamente todo lo que había a su paso, desde micrófonos hasta vidrios, monitores y computadoras.
Escenas que no se ven todos los días: una consola que hoy anda arriba de las 100 lucas volando por la ventana de un primer piso y estallando en mil partes contra la vereda.
Armar una radio a pulmón es un master en paciencia y un doctorado en fastidio: es chequear que cada cable sea soldado a la perfección, que cada aislante se pegue de manera prolija, que cada escritorio calce perfecto, buscar las sillas en una esquina de Boedo, recorrer carpinterías, y a la vez pensar programas, elegir música, diseñar un sitio web. Más técnica que mística, en definitiva. En paralelo, pensar cómo hacer para que entre plata, porque en definitiva no deja de ser un negocio, que para peor, como muchos en la industria de los medios, está en crisis permanente de ingresos hace años.
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Armarla y reconstruirla fue todo eso pero multiplicado por dos.
Unos meses más tarde, cuando la relación no dio para más, los dueños de las armas, de la casa y de la radio nos prohibieron el ingreso. “No queremos hacer más la radio”, nos dijeron por teléfono en un breve contacto. Tiempo antes habíamos comenzado a buscar un lugar donde armar nuestro propio estudio. Claro que sin armas. Pero esa es otra historia.