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Vivir en el último leprosario de la Argentina: una enfermedad cargada de estigmas

BigBang recorrió el hospital Baldomero Sommer, que aún es habitado por 300 internos.

13 Noviembre de 2018 10:47
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1941.

Un camino de tierra de mano única lleva a un lugar secreto, escondido, aislado: el hospital Baldomero Sommer, el único de la provincia de Buenos Aires especializado en atender pacientes que fueron aislados compulsivamente por padecer el Mal de Hansen, conocido como la lepra.

2018.

El camino es doble mano, asfaltado y cada tanto se cruzan algunos autos y hasta unidades de La Perlita, la única línea de colectivos que tiene un servicio a cada hora. Sin embargo, el aislamiento sigue: ahora no es compulsivo, sino virtual: setenta y siete años después, y a pesar de los avances técnicos, casi no hay señal de telefonía celular. Ya no es un leprosario aislado, sino un hospital de agudos especializado en lepra, en el que trabajaban más de mil profesionales y viven cerca de 300 personas que conformaron una ciudad con cuatro barrios, escuelas, comercios, un cementerio y decenas de casas.

El hospital Baldomero Sommer fue inaugurado en 1941.

El hospital Baldomero Sommer es el único leprosario que sigue en pie en todo el país. Ubicado en General Rodríguez, a 50 kilómetros  de la Capital Federal, fue inaugurado en 1941. Allí se alojaron miles de pacientes que padecían la enfermedad de Hansen, ocasionada por una bacteria (la Mycobacterium leprae), que afecta a la piel y nervios periféricos. Hoy es curable con un tratamiento ambulatorio y gratuito que en el peor de los casos no se prolonga más de dos años, pero hace un siglo era un drama social de salud pública y quienes se contagiaban eran obligados a un aislamiento que para muchos fue eterno: vivieron y murieron encerrados, como si se tratara de feroces criminales cuyo delito era padecer una enfermedad que desconocían. Se los separó de sus hijos recién nacidos, a quienes en algunos casos no volvieron a ver más, les quemaron las viviendas, los retiraron de sus pueblos adonde nunca pudieron regresar por el estigma que los marcó para toda la vida, con dedos, manos, pies y piernas amputados y una cruda historia que jamás podrán borrar.

AISLAMIENTO

La ley Aberastury (11.359) publicada en el Boletín Oficial el 18 de octubre de 1926 declaró obligatoria la denuncia de los enfermos de lepra en todo el país. Desde entonces y hasta 1983, cuando los médicos detectaban a un paciente con la enfermedad lo denunciaban a la Policía, que de inmediato trasladaba a los pacientes a leprosarios escondidos y aislados. En la Argentina hubo cinco: el Pedro Baliña, en Misiones; el José Puente, en Córdoba, el Maximiliano Aberastury, en la isla del Cerrito, en Chaco; el Fidanza, en Entre Ríos, y el Baldomero Sommer, en General Rodríguez, que hoy es el referente nacional de la lepra.

Una de las viviendas ubicadas en el interior del hospital Baldomero Sommer.

Cincuenta y siete años después, en 1983, aquella ley fue derogada y reemplazada por una norma que eliminaba el aislamiento obligatorio para los enfermos de lepra y permitía que los enfermos “desinsertados” de la sociedad pudieran permanecer en los hospitales  donde vivieron aislados, en algunos casos, por varias décadas.

Quince años atrás, en el Sommer vivían 500 personas. Hoy son poco menos de 300. En la década de 1950 llegaron a vivir aisladas con lepra unas 2.300 personas. “Van muriendo de viejos o por enfermedades que no tienen nada que ver con la lepra”, dice a BigBang el director del hospital, Gustavo Marrone. Hoy el Sommer es un hospital de agudos clave para General Rodríguez, que recibe miles de pacientes de Luján, Moreno y otros partidos de la zona oeste del Gran Buenos Aires.

CIUDAD LEPROSARIO

De afuera parece un hospital más de los tantos que habitan el conurbano bonaerense: paredes despintadas, garita de seguridad, algunos autos estacionados y médicos de ambo blanco. De frente a la puerta de acceso sería imposible saber que tiene 54 hectáreas y que en su interior hay una pequeña ciudad con escuelas, jardines, una iglesia, una radio -llegó a haber cuatro -, canchas de fútbol, una confitería, un viejo cementerio y unas cuantas calles donde se mezclan los pabellones con las humildes viviendas que comenzaron a construir los propios pacientes con lepra a partir de la década de 1960. Esas construcciones, que iban a durar unos pocos años, aún resisten en pie.

Hoy el Sommer es “sanatorio-colonia” donde viven poco menos de 300 internos en sus propios hogares. No pagan luz, ni gas, ni agua, reciben alimentos y la mayoría cobran un sueldo gracias a un convenio de “peculio”: realizan tareas administrativas, de limpieza o en el área de enfermería a cambio de un salario. Sin embargo, los estigmas de la lepra y las secuelas físicas y psíquicas aún continúan vigentes.

- Yo fui capturado a los 11 años. En la época en que fui internado el diagnóstico del médico significaba el arrebatamiento de la familia. Nos llevaban a un lugar que era una suerte de campo de concentración. No estábamos en la guerra, simplemente, en algunos casos, habíamos adquirido una enfermedad que no conocíamos.

Vicente F. es secretario de la Asociación de Internos del Sommer, una organización que se ocupa de atender a las necesidades de los viejos pacientes con lepra que viven en el hospital. Primero vivió siete años en un leprosario del norte. Llegó al Sommer a los 18 años y desde entonces vive ahí. “La vida acá era compleja. Al enfermo no se lo trató de integrar a la sociedad”, dice a BigBang el hombre de 62 años.

Al hospital entra un colectivo, la línea 500, de la empresa La Perlita, una vez por hora a dejar y llevarse pacientes.

- Para un enfermo de lepra todo era muy difícil. Caminar cinco cuadras era imposible por los dolores. Una de nuestras patologías son las heridas -dice Vicente mientras levanta las manos y muestra los dedos amputados-. La facción cambiaba, había mucha discriminación, quedan muchas secuelas de la enfermedad.

La mayoría de los internos son más grandes. Muchos se mueven en silla de ruedas y otros tienen prótesis. La mayoría, sin embargo, coincide en una cosa: casi nunca salen del Sommer.

Años atrás, el leprosario de la Isla del Cerrito, en la provincia de Chaco.

PARIR

Los hombres y las mujeres enfermas de lepra internadas en el Sommer sólo se encontraban en la Iglesia, donde podían asistir pero debían pedir permiso, y en la clínica, aunque ocasionalmente se cruzaban en un hall. Sin embargo, a pesar de las prohibiciones, alambrados y candados, las relaciones entre pacientes siempre existieron. Pero lejos de ser una celebración, un embarazo en el Sommer se volvía una pesadilla. Ni bien terminaba el parto, los bebés eran separados de sus padres y enviados a la colonia Mi Esperanza, en Isidro Casanova. Con suerte los volverían a ver después de los cuatro años, una vez al mes y siempre sin poder tocarlos.

Recién a partir de 1983 eso cambió. El avance de la era antibiótica - explica el director Marrone - implicó que la lepra dejara de ser un problema de contagio y su tratamiento comience a ser ambulatorio. La ciencia descubrió que la enfermedad de Hansen no se contagia por vía placentaria: los hijos de los leprosos de ninguna manera podrían nacer enfermos.

-Muchos de los enfermos tuvieron hijos y así salieron: como se los llevaban a Mi Esperanza, cada uno salió con un drama distinto. Las consecuencias para ellos fueron tremendas, jamás pudieron integrarse a la sociedad - dice a BigBang otro interno que prefiere el anonimato.

Muchos de los internos se casaron en el Sommer. Incluso llegaron a montar una suerte de registro civil. Años más tarde muchas parejas descubrían que, en verdad, la unión civil no tenía validez legal. Hay quienes aún recuerdan cuando hace unos diez años se casaron dos enfermos que en aquel entonces tenían 92 y 82 años y hacía más de medio siglo que estaban juntos.

El hospital Sommer es un "sanatorio-colonia". Tiene calles, barrios y servicios básicos.

LEPROSOS

Aquel temor de la década de 1930 que se extendió por el mundo entero hasta los años 80 ya no existe. La lepra, sin embargo, no está erradicada. De acuerdo a cifras de la Organización Mundial de la Salud (OMS), en 2016 hubo 214.783 nuevos casos en todo el mundo, de los cuales 12.437 sufrieron algún tipo de discapacidad. La cifra implica una fuerte reducción si se tiene en cuenta que en  2000 llegó a haber unos 700 mil enfermos en todo el mundo.

Una de las características del mal de Hansen son las mutilaciones en dedos, manos y pies, producto de la pérdida de sensibilidad. “Una lastimadura en un pie puede terminar en una úlcera, que deriva en un dedo amputado”, ejemplifica Marrone, quien además de director de Sommer es dermatólogo y trabajó en el hospital durante treinta años atendiendo pacientes con lepra.

En la Argentina, aunque no está erradicada, la incidencia es baja: se detectan, de acuerdo a datos de la Secretaría de Salud, entre 300 y 400 nuevos casos al año. “No es un número menor, si bien bajó, sigue siendo un problema de salud pública”, analiza Marrone. Detectada a tiempo, la lepra es curable rápidamente, con un tratamiento ambulatorio de entre seis meses y dos años. Los remedios son gratuitos y los provee la OMS.

“Durante siglos, la lepra fue temida por castigo divina. Hoy no se puede ignorar que es un castigo humano - escribió Rodolfo Walsh en 1966 en un reportaje sobre la Isla del Cerrito, el leprosario chaqueño -. El pabellón de imposibilitados (cuarenta hombres y mujeres) era realmente lo peor, la desgracia sin atenuantes, la carne del hombre sometida a una lenta explosión, que arranca acá una mano y allá un pie y termina rodeándose de fealdad, ceguera, desesperanza, locura”.

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