Hace un tiempo, no tan lejano, empezamos a oír de un nuevo fenómeno que se venía dando entre los adolescentes de nuestros tiempos. Ese que, en realidad, todos vivimos, pero que no se cristalizó hasta hace poco. Nos cansamos de ver campañas, videos, afiches, charlas y cualquier método publicitario para prevenirlo. Vimos que somos los primeros de la región en el penoso ránking. Y, aun así, cerramos los ojos y continuamos con nuestras vidas, como hacemos con casi todo.
El bullying (qué curioso que Word no me lo reconozca mientras escribo) es un método de hostigamiento sistemático, ya sea verbal, físico o psicológico, provocado por una persona o grupo de personas hacia otra u otras. Se caracteriza, generalmente, por la violencia y el ensañamiento con el que es llevado a cabo. Es una de las especies del acoso, aunque cada vez toma mayor autonomía como problemática y requiere de una atención especializada de los órganos encargados de estas cuestiones. Fría definición, si se quiere, la que se me ocurrió. Porque el bullying es mucho más que ese maltrato al que hice referencia hace pocos instantes.
Un grupo de chicos de 16 años, amigos de todos, invitados a todos los cumpleaños. Todas las chicas quieren estar con ellos y todos los chicos quieren ser como ellos. Caminan por los pasillos con la suficiencia que la jerarquía de ese microclima les otorga. Ven pasar a un compañero. Es retraído, tímido, morocho. Él también camina de acuerdo a su status social. Cabizbajo, pasa por al lado de la manada de líderes. Y uno de ellos no tiene mejor idea que gritarle “negro” y darle una cachetada en la nuca. Todos ríen, menos el damnificado, que sigue caminando y se aleja de esa vergonzosa y triste escena.
La situación empieza a darse cada vez más seguido. Su apodo se propaga, primero, por su aula, y después por todo el colegio. Además, empieza a tomar deformaciones más hirientes. Los golpes, que antes eran de uno de los compañeros, empiezan a ser de varios. Al mismo tiempo. Durante las clases, se le ríen en voz baja. Al final del día, le pegan en la esquina del colegio.
Una de las profesoras de esa clase es una mujer de 43 años. Está sentada en el salón de profesores. Cansada, sabe que después de dar Matemáticas en ese colegio, tiene todavía una clase más a la tarde, y que debe estar lista a las 9 de la noche para el cumpleaños del suegro. Sabe que la fiesta le va a traer una noche de pocas horas de sueño. Intenta despejarse haciendo las cuentas de su hogar, pero el malhumor la invade cuando ve que llegar a fin de mes va a ser una odisea digna de ser contada por los grandes juglares de la Edad Media. Mientras tanto, suena el timbre que indica la vuelta a las aulas. Mientras se dirige al salón, uno de sus alumnos la intercepta en el pasillo. Le cuenta que sus compañeros hace un tiempo lo están molestando y que no quería que sancionen a nadie pero que no aguantaba más esta situación. La profesora lo mira, preocupada, y le dice que debería decirle a algún preceptor y hablar con sus compañeros. Sonriente y con una voz relajada, le dice que él se tiene que reír de esas cosas y que “vas a ver que cuanto menos molesto te muestres, menos te van a molestar”. Entonces él, a la salida del colegio, mientras uno le grita “chau negro, no vuelvas más” y otro le hace gestos groseros con la mano, esboza una falsa risa, se da media vuelta y se va. Recibe un piedrazo en la cabeza, mientras otro le da una patada en la espalda y le dice “¿de qué te reís, pelotudo?”. El remedio fue peor que la enfermedad.
El padre del chico es taxista. Con casi cincuenta años, pasa doce horas en la calle para poder darle de comer a sus tres hijos y a su mujer, y otras doce horas en la casa para vivir con una familia decaída y un matrimonio roto. Llega a su casa (que no es su hogar) a las nueve de la noche, exhausto, con ganas de ver el partido de fútbol que estaba por empezar. Su hijo lo aborda mientras él se disponía a abrir una cerveza y tirarse en el sillón. Le cuenta que hay unos chicos en el colegio que le dicen “negro” y le pegan. El padre lo mira, extrañado. Recuerda que, muchos años atrás, su apodo era “negro” y no comprende el malestar de su hijo. Entonces le pregunta que no tenía nada de malo que le digan así, que si a él no le gustaba los insulte también, y que si le pegaban que la devuelva. El chico le contestó que no sabía pelear y que eran muchos. Su padre intenta ocultar la decepción con muy poco esfuerzo. En su época esas cosas se resolvían a las trompadas, cada moretón representaba una lección y una demanda de respeto. Su hijo no lo entendía.
Pero el chico, al otro día, va al colegio. Otro de sus compañeros lo aborda a la salida y cuando se disponía a empujarlo al grito de “acá no queremos negros”, él se defiende y le pega una trompada en el estómago. Se arrepintió casi en el mismo momento. Seis amigos del golpeado salieron a su defensa y, mientras uno le decía “ah, ¿ahora sos malo?”, todos le propinaban puñetazos, patadas y empujones. El niño cayó al piso, mientras sentía el sabor de la sangre en la boca y el profundo dolor en las costillas de las patadas. Pensó que nunca más iba a escuchar un consejo de su padre.
La madre del chico es una mujer de cuarenta años, que atiende un kiosco por la mañana, mientras que pasa el resto del día haciendo quehaceres domésticos. Vive por y para sus hijos, y aunque sabe que económicamente no pasan un buen momento, considera que les da todo el amor que una madre podría dar. Con su esposo la comunicación es nula, pero la situación financiera no podía costear una separación, así que se resigna a depositar todo la atención en su trabajo y sus hijos. A eso de las tres de la tarde, escucha a su hijo mayor volver del colegio. Para su desesperación, lo encuentra rengueando, con la cara llena de sangre y el guardapolvo totalmente rasgado. El adolescente le cuenta la situación. Lo que le dijo la profesora de Matemáticas, su padre y cómo el actuó en consecuencia. La desesperación de la madre transmutó en ira. Inmediatamente, tomó a su hijo de la mano, fue hasta el colegio y pidió hablar con la directora. Vociferando insultos contra los profesores y compañeros, le dijo que no podía creer cómo dejaban que un alumno recibiera esa clase de trato y que iba a hacer la denuncia a los padres de los victimarios y a la escuela. La directora le respondió, de mala manera, que era un caso aislado, que la denuncia no se la iban a tomar en ningún lado y, mirando de reojo al niño, que si una persona tiene problemas con todo el mundo, entonces el problema es la persona y no el mundo. Dirigiéndose a su alumno, le dijo que él debía hablar con ella si sufría algún tipo de acoso y que ir llorándole a todo el mundo no iba a solucionar nada. Para tranquilizar la situación, prometió tomar medidas contra los acusados.
Al otro día, el chico no quería ir al colegio. La madre lo obligó, argumentando que los compañeros que lo trataban mal estaban suspendidos y que no se iban a meter más con él. Al llegar al colegio, todos lo miraban como si fuera una bolsa de basura con piernas. El desprecio que sentían por el compañero “buchón” se sentía a kilómetros. Durante la clase, los compañeros que habían sobrevivido a las múltiples suspensiones aplicadas por el colegio le mandaban cartas durante las clases, con palabras como “vigilante”, “buchón”, “policía”, “traidor”, etcétera. Una de sus compañeras, novia de un suspendido, se paró delante de él durante un recreo, y estuvo los quince minutos que dura el receso gritando barbaridades contra él, su aspecto, su persona y su familia entera. El resto miraba y asentía, indignado. La frase final fue “nunca nadie te va a querer porque sos un negro traidor, basura”, mientras los compañeros aplaudían, como si fuese una patética y bizarra obra de teatro.
Esa tarde, mientras la madre lleva a una de sus hijas al médico y el padre está llevando a un pasajero, el chico de 16 años decide quitarse la vida.
Los medios se harán eco de la historia, por la modalidad del suicidio y el morbo que genera esta situación. Miles de personas repudiarán los hechos durante horas. Los noticieros invitarán especialistas en acoso escolar durante dos días. Luego, una noticia más importante de la política (que, creerán, nada tiene que ver con esto) tomará su lugar.
Los compañeros, especialmente esos chicos populares y divertidos que se cansaron de descargar sus propios miedos y fracasos en otro ser humano, se transformarán en un grupo de adolescentes cabizbajos, callados, adormecidos. Siempre creyeron que todo era parte de un juego, que cada uno aceptaba el rol que le venía determinado. Que había que cumplir los papeles que alguien, no se sabe quién, imponía.
La profesora de Matemáticas, tan dolida como sorprendida, se preguntará cómo sucedió esto y si ella podría haber hecho algo más, como avisar a las autoridades escolares y a los padres. Su consuelo será que ella hizo todo lo que estuvo a su alcance, pero internamente, sabrá que no fue suficiente.
El padre, consternado, irá a la casa de uno de los compañeros que maltrataron a su hijo, y le propinará una paliza de dimensiones colosales al padre del chico. En la comisaría, ahora denunciado por lesiones, se dará cuenta que él también descargó sus defectos y fracasos en otra persona. Con esta nueva concepción, llorará desconsoladamente.
La madre sentirá que su vida ya no tiene sentido, aunque sus motivos para seguir sean sus otras dos hijas. Ella volverá al colegio repetidas veces, a organizar marchas contra el bullying, a intentar honrar la memoria de su hijo mediante la defensa de otros chicos en la misma situación. Sus intentos, en realidad, serán para compensar la escasa ayuda que le dio a su primogénito.
La gente en la casa se indignará, aunque muchos van a decir que “en mis épocas no existía esto del bullying, lo arreglábamos a las piñas y no pasaba nada”. Ni siquiera recordarán que en el trabajo son víctimas de condiciones indignas, que en los semáforos se bajan a agarrarse a trompadas porque uno frenó de manera súbita, o que en la cancha de fútbol van a escupir a los jugadores rivales en vez de gritar por su propio equipo.
Violencia sistemática, física, verbal, psicológica y presente en todos los niveles, edades y condiciones sociales que pretenden disminuir a los desfavorecidos en su dignidad e integridad. Ya no estoy hablando del bullying. Estoy hablando de nuestra sociedad.