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Los vientos de la dimensión azul

07 Mayo de 2016 13:19
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Los vientos de la dimensión azul

Las hábiles manos manipulaban los tiestos dispersos sobre la arena, luego la arqueóloga se sentó en cuclillas y con su carpeta de croquis sobre las piernas comenzó a dibujar con trazos seguros el material encontrado. Su cuerpo en tensión disfrutaba concretando en el papel lo hallado en el sitio. Isabel se enjugó la frente, el calor comenzaba a ser insoportable, la arena brillaba con ese resplandor alarmante que anunciaba el fuego. Al  levantar la cabeza sonrió a Enrique, éste sacaba fotos, Uriel merodeaba por el lugar observando y haciendo anotaciones. Experto y eficiente el grupo sabía que era eje fundamental la tarea de campo que estaban realizando, la etapa final se realizaría en el laboratorio.

Al caer la noche el equipo rodeó la hoguera mientras comían las exquisiteces preparadas de Don Ramón, el cocinero. Isabel estaba muy cansada como para participar de la enérgica charla que sostenían sus colegas, los admiraba profundamente, eran sus maestros. Enrique y Uriel discutían técnicas de datación, cronologías posibles... todo apasionante, pero como era esperado subieron el tono al seguir confrontando conocimientos. Parecían dos pavos reales en celo, los dos con justificados galardones académicos, lanzaban una retahíla de frases intelectuales de profusos conocimientos que agotaban la mente de los que escuchaban. La luz que emitían las llamas iluminaba los rostros de estos viriles y cultos hombres que compulsaban sus intelectos. De pronto, los gladiadores, discutiendo sobre el descubrimiento de los restos de Abbeville, en Francia, hecho  por el cual los historiadores marcan el final de la Prehistoria, no recuerdan el nombre del científico que realizó el hallazgo, seguramente iba haciendo efecto el buen vino, Isabel dijo: “Boucher de Perthes”. Se hizo un silencio absoluto, la miraron como si estuvieran descubriendo que una vaquita de San Antonio pudiera hablar. Luego de la sorpresa proyectaron el trabajo del día siguiente, le dieron instrucciones a Isabel respecto a los croquis que realizaría y la cena terminó.

La joven durmió poco, estaba ansiosa por las tareas que faltaban realizar, los resultados de la prospección, observaciones y demás estudios les daba esperanzas de hallar las piezas arqueológicas tan buscadas. Fueron tres años de preparación con planteos teóricos, organización rigurosa previos al viaje y la agotadora recaudación del dinero para financiar la expedición. El objetivo principal era el descubrimiento de una de las riquezas arqueológicas  más importantes de las últimas décadas. Aún más, cambiaría las teorías sobre la antigüedad  de las culturas de las poblaciones originarias, como corolario la gloria para estos extraordinarios arqueólogos y por lo tanto para ella como integrante del grupo.

Al amanecer  los integrantes del campamento comenzaron su febril actividad, pero un contratiempo oscureció el entusiasmo. Uriel amaneció descompuesto por un ataque biliar. El científico tuvo que quedar al cuidado del cocinero en el campamento, los demás debían seguir con el trabajo y en busca de sus objetivos. Durante el trayecto hacia el sitio arqueológico ocurrió otro suceso que trajo gran disgusto al equipo. Enrique ante una imprudencia incalificable, ya que conocía perfectamente el terreno, se dislocó un tobillo, fue atendido inmediatamente, el dolor no cedía. Tuvieron que armar una carpa de emergencia con las comodidades necesarias para que descansara, de todas maneras él insistió en trabajar clasificando los datos hasta ese momento obtenidos. El resto del equipo, dirigidos por Isabel, siguieron con la expedición hasta llegar al lugar de excavación.

La carpa de Enrique no estaba lejos y el arqueólogo divisaba desde su cómoda pero enojosa postura, la actividad de sus compañeros. Cada tanto, Isabel lo saludaba con la mano y él le contestaba levantando el pulgar para darle ánimo. El trabajo era difícil, estaban en la parte más delicada, la arqueóloga sentía el peso de la responsabilidad, los croquis que ella realizaba  ahora los hacían alumnos aventajados de la carrera, otros sacaban las fotos, todos trabajaban manera incansable y con pasión. La tierra arenosa se deslizaba suave por las espátulas y los utensilios de los trabajadores. En algunos momentos Isabel no podía concentrarse, pensaba con ternura en los dos guerreros en reposo obligado y luchaba contra el pánico que le produjeron las circunstancias que la había llevado a tener la responsabilidad de la expedición.

Al atardecer, cuando la arena y los rostros se habían coloreado de un reflejo rojizo, Isabel tocó de manera cuidadosa una superficie porosa, miró a sus compañeros, su gesto puso en alerta al equipo que comenzó a preparase como para una cirugía de alta complejidad. No tenían conciencia del tiempo, cuando el sol iba desapareciendo la arqueóloga levantó en sus manos una maravillosa vasija cuyas figuras zoomorfas brillaban con un espléndido colorido bajo la luz crepuscular. Como si fuera una ceremonia religiosa la levantó lo más alto que pudo en dirección donde estaba recostado Enrique. Las lágrimas inundaban su cara, vio a lo lejos el pulgar de su maestro y hubiera jurado que también estaba llorando.

Ya restablecidos, Enrique y Uriel tomaron las riendas de la investigación. En esos días llegaron reporteros científicos, el campamento derrochaba entusiasmo y energía. Una tarde, Isabel sintió la necesidad de quedar a solas en el lugar de la excavación donde habían encontrado la pieza tan valiosa, el sol pegaba ardiente y ella acariciaba la arena como si fuera polvo sagrado. Pensaba en el éxito de la expedición, en  sus colegas, en la exaltación que los dominaba y sentía que la emoción ahogaba su garganta. Quiso pensar en su familia, pero las imágenes se difuminaban, como si viajaran en otra dimensión. Sintió que el calor la agobiaba y a la vez como si alguien estuviera acompañándola en el lugar, al levantar la vista se encontró con la figura de una anciano indígena de piel moreno-rojiza, párpados muy arrugados en los que se destacaban dos líneas de brillante oscuridad. Una voz sonora de una acústica antinatural se escuchó en un espacio que Isabel no podía delimitar:

?La nave viaja con sus vidas y con sus muertos ¿Porqué hollar las tierras de reliquias sagradas? ?Isabel lo miraba sin miedo, absorta. El  anciano prosiguió.

?Respira el aroma que mezclan los vientos de arena que juegan en círculo. No pueden salir al espacio, sal tú y azul será tu destino.

Regresó al campamento como en trance, por el momento no iba a comentar sobre el misterioso encuentro, pero sabía que no podría dejar de regresar al sitio.

Por esos días llegó la familia de Enrique, su mujer se pavoneaba orgullosa, como si hubiera participado del proyecto. El hijo era un émulo de su madre, molestando a todo el mundo con sus impertinencias. Se sucedían las charlas sobre el descubrimiento en la que participaban los científicos, técnicos, periodistas. La mujer de Enrique se lucía comentando anteriores investigaciones de su marido en las que ella había colaborado, todos se preguntaban de qué manera. A Isabel le resultaba insoportable la mujer, decidió dar unas vueltas por los alrededores, faltaban pocos días para terminar el trabajo y levantar el campamento.

Al pasar las horas, el grupo advirtió que la arqueóloga no había regresado, se pusieron en alerta y comenzaron a buscarla. Se dispersaron estratégicamente pero los resultados fueron infructuosos. Recién al atardecer, cuando la arena todavía reflejaba la luz del sol y la luna llena iba apareciendo en otro ángulo del cielo, Enrique llegó al sitio del yacimiento. Sentía cierto temor, algo no era normal, como si el espacio y el tiempo no respondieran a la sucesión de fenómenos que ocurrían en los alrededores.

Uriel y los demás componentes de la búsqueda llegaron al rato. Les extrañó ver a Enrique, parado, inmóvil, mirando la arena en la zona de excavación. Se acercaron, temerosos. Isabel yacía acostada sobre la arena, una brisa levantaba partículas  formado círculos que la rodeaban como moldeándola, el pelo extendido se confundía con el color del desierto. Del inerte cuerpo surgía una suave radiación azulada y su cara otrora tan joven y bella parecía la de una anciana.

Ana María Manceda

*Cuento seleccionado por editorial De los cuatro vientos, Bs. As. Argentina para la Antología Poetas y narradores contemporáneos, 2007.

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