Democracia, producto de los vocablos griegos demos (“pueblo”) y kratos (“poder”), podría definirse como el sistema político en el cual la decisiones son tomadas por sistemas de mayorías que, mediante procesos directos o indirectos, son las conducentes a gobernar un Estado. Críticas aparte a nuestro sistema, es insoslayable y digno de ser valorado el noble propósito de un sistema con estas características. El voto del más bajo empleado vale igual que el del CEO más reconocido. La elección de la persona con menos recursos es exactamente equivalente a la que realiza un poderoso magnate. Y, consecuentemente, el sufragio de una persona con mínimos o nulos conocimientos sobre tecnología es idéntico al del ingeniero en Sistemas más preparado de nuestro territorio.
El sistema democrático se apoya en varias bases fundamentales que lo constituyen como tal, pero una imprescindible para su correcto funcionamiento y desarrollo es, sin lugar a dudas, la simplicidad. Esta característica es clave. La simplicidad garantiza la transparencia, fomenta la participación y asegura que se cumpla con lo prescripto por el artículo 37 de nuestra Carta Magna (igualdad real de oportunidades en el acceso a cargos electivos y partidarios). En este sentido, la Boleta Única Electrónica es todo lo contrario a lo esperable en un sistema democrático y, por ende, en nuestra propia Constitución. La razón es sencilla: no todos los habitantes del país -es más, casi ninguno- dominamos las nuevas tecnologías al punto de explicar cómo funciona el sistema de la Boleta Única Electrónica, qué sucede cuando yo ingreso mi voto en la máquina, cómo se imprime la Boleta, qué pasa con el chip que está insertado en la tarjeta, cómo lo lee la máquina y, fundamentalmente, por qué es imposible de hackear con simples aplicaciones que se encuentran en cualquier AppStore como muchos han demostrado, en situaciones en las que podían leer e incluso cambiar los votos de las personas.
Todos sabemos cómo funciona el voto manual. Uno va a un cuarto oscuro, toma una boleta, la ingresa en un sobre y luego la deposita en la urna. En cada urna se encuentran los votos de todas las personas que deben votar en esa mesa y, al final del día, se cuenta, mesa por mesa, la cantidad de votos que despide la urna. Para mayor seguridad, fiscales generales y partidarios realizan controles exhaustivos y periódicos, en la cual se controla que no se hayan ocultado ni destruido boletas y que la urna no se vulnerada por nadie. Este sistema, con todos sus defectos, es sencillo y - por ende - transparente. Cualquier persona puede explicarlo y llevarlo a cabo. No así con la Boleta Electrónica.
Quiero dejar algo en claro: el sistema electrónico no es intrínsecamente malo. Es sólo anacrónico. Nuestra preparación, nuestros conocimientos y nuestros conceptos de sociedad y de Democracia no alcanzaron un grado suficiente para que podamos garantizar la transparencia de este método electoral a todos los habitantes. Por lo menos no sin caer en el autoritarismo de obligar a confiar en algo que casi nadie entiende. Hoy por hoy, sin ser analfabetos digitales, tenemos un conocimiento muy precario de las nuevas tecnologías como para depender de ellas; mucho menos a la hora de una elección tan relevante, la de los conductores de nuestro país por los próximos años.
La evolución, actualmente, no está en la boleta electrónica. Para eso hay que recorrer un largo camino. Un camino que incluya Educación, para todos los niveles y edades, de nuevas tecnologías, de conocimientos informáticos, de lenguajes de programación y de nuevas formas de concebir el mundo desde una perspectiva social, económica y política con la tecnología como una herramienta transversal a esos campos, que beneficie y garantice más derechos y libertades para todos. Mientras tanto, la solución propuesta en este humilde espacio es más inmediata, más transparente y más simple. La boleta única en papel es la respuesta a los defectos que presenta el método electoral vigente. La cantidad de boletas distintas en los cuartos oscuros no sólo tienen el riesgo de ser robadas o vulneradas por electores o fiscales, sino que el volumen de boletas impresas por las distintas agrupaciones políticas representan un enorme e irreversible daño al medio ambiente. La creación de papel, sabemos, es terriblemente destructiva para nuestro ecosistema, con lo cual una boleta única ahorraría colosales cantidades de papel y estaríamos aminorando el poder destructivo que caracteriza a nuestra especie, sin mencionar que el gasto de los partidos se reduciría notablemente. Después, el sistema sale solo: una cruz en el candidato que uno desea votar, se dobla la boleta y se ingresa a la urna. Sencillo, barato, rápido, transparente y menos contaminante que el método actual. Creo que ese es el real avance.
Como están dadas las cosas, con nuestro sistema tan debilitado, con instituciones que no detentan el poder que debieran ni están enfocadas en el progreso de la sociedad en su conjunto, la boleta única electrónica sería el certificado de defunción para nuestra bastardeada Democracia. Sería introducir una metodología mal explicada, peor entendida y que deja varios agujeros y vacíos, que se vieron profundizados por expertos en tecnología que se dedicaron a demostrar las falencias de este oscuro sistema. Por otro lado, la boleta única de papel, como ya se dijo, es la evolución natural a nuestro sistema que, vale admitir, está quedando obsoleto también.
Al igual que empezó este texto, me remito a la etimología de la antigua Grecia, esta vez de la palabra “idiota”. Ella se relaciona con el vocablo idio (“propio”), y se utilizaba para designar (no de forma peyorativa, como en la actualidad) a aquellos ciudadanos que, estando en condiciones de votar y ejercer sus derechos democráticos en el Ágora, no sabían del tema porque desconocían la materia que se trataba, por lo que no se ocupaban de los asuntos públicos. La propuesta, entonces, está hecha: no seamos idiotas.