Corre el año 2003 y con 27 años y la cabeza tupida y enrulada, estoy junto a mi mujer aguardando, ansiosos, la llegada de nuestro primer hijo: Lorenzo. Por entonces, yo era un “nerd” fanático de los juegos first shooter. Más específicamente, el Counter Strike. Me pasaba horas metiendo códigos y cambiando los modelos para que el juego funcione más rápido, al jugarlo online. En esos días, internet era más lenta que hoy. Mucha gente aún usaba modems de línea telefónica y yo, un adelantado, ya tengo un servicio adsl (carísimo) justificado por mi trabajo. La verdad, es que es para jugar online. 3, 4, 5 o 6 horas, puedo hacerlo sin tomar conciencia del paso del tiempo.
A medida que mi hijo va creciendo, se sienta y me estira los brazos mientras yo sigo jugando, auriculares puestos y mouse “pro” de gamer, en mano. No puedo dejar a mi equipo en banda, así que me lo siento a Lorenzo a upa y sigo. El, trata de sacarme todo el tiempo el mouse de la mano. Me resisto. Le gano. A este juego también gano.
El pibe ya tiene un año y algo habla. Un año y medio y ya me pide que le haga upa para verme jugar. A los dos años, me sigue pidiendo estar encima mientras juego al “tiene cuchillo” y su manito, desesperada e insistente, sigue manoteando y tratando de controlar el mouse, que no le pienso largar. Hasta que un día, para bien o mal, se lo entrego por unos momentos. Primero, fue el mouse. Después vendría el control remoto de la tele, el celu y muchas cosas más, hasta el día de hoy.
De repente, una alarma se me dispara en la cabeza y pienso: “Estoy creando un bicho digital, como yo”. Y juro que me asusta. Sigo estimulándole artes, estudios, deportes, juegos y luchas, pero bajo cinco cambios con todo lo que no sea “análogo”.
Y la familia, ese juez que nos acompaña toda la vida, me dice con dedo inquisidor: “No podés dejar que tu hijo vea tele, use tablets o juegue a la play como vos”.
Cuando mi hijo cumplió unos 7 años, me compré la Play 3. Ya no sólo me mira jugar sino que insiste en que le enseñe y lo deje jugar a él. Cada día es más difícil aguantar la pulseada por el control.
Durante el primer año de “estado Play”, no permití que mi hijo jugara, casi. No lo incentivé, no jugué delante de él, para que no siga el “mal ejemplo”. Hasta que un día pienso: “Tal vez me esté perdiendo el compartir una de las cosas que tenemos en común. Un lugar donde los dos nos podemos divertir mucho tiempo juntos”. Al día siguiente, lo senté y le empecé a enseñar a jugar al FIFA. Soy gamer. No sé jugar “para atrás”. Y decido que, si va a aprender, lo haga en serio. Lo máximo que puedo hacer es ponerme el equipo más choto que exista. Algún equipo de media estrella. Tipo India. Y a él, siempre el Barcelona.
Ahí empezó un camino de ida. Y lo que pensé que podía ser “banal” se convirtió en algo importante para nosotros. Como andar en bici, ir a un recital o jugar a la pelota en la plaza. Como cocinar o leer algo juntos, que son actividades que no abandonamos y que seguimos haciendo juntos.
Elijo, para los primeros años, sólo juegos de aventuras y deportes. Lorenzo hoy tiene 12 años. Siguen prohibidos, en mi play, juegos como GTA, por contener violencia extrema, obscena y absurda. Pero sí entraron otros que nos vamos sugiriendo uno al otro. Lego Star Wars, Call of Duty, Assassins Creed, NBA2015, Medal of Honor, Watchdogs y otros del estilo.
Algo está pasando en los últimos meses, y es que me va ganando cada vez más seguido. Le salen piruetas y trucos que a mi no. Y me enfurezco. Y cuando el enojo y la cólera de diluyen, nos morimos de risa juntos mientras dejo que mi hijo me vea como un mortal más, estúpido y mal perdedor.
En el mundo digital, no le suelto la mano. Lo acompaño en sus intereses. Le marco límites y contenidos. Al igual que en la vida análoga. Pero, en la binaria, ya me ganó.
gral.fabio@gmail.com