“El Mundial de México 1986, el mío, aún no terminó: lo sigo jugando en la memoria”. La frase funciona para cualquier futbolero argentino mayor de 30, pero Andrés Burgo va más allá: recuerda quién era el 10 de Marruecos, el resultado de Paraguay-Irak y el nombre del árbitro de España-Brasil. Recuerda, sobre todo, el día en que Diego Maradona pasó a la inmortalidad.
Diego toca el cielo con las manos.
“El partido” (Tusquets) reconstruye en todos sus niveles ese 22 de junio. Es un minuto a minuto que arranca con las primeras luces y termina en el festejo nocturno, alternando entre el pasado y el futuro de los hombres que hicieron historia durante ese día inolvidable. El periodista que ya había escrito sobre el trauma de la efedrina (“El último Maradona”) y las resonancias íntimas de un descenso (“Ser de River en las buenas y en las malas”), aplica insistencia y talento para rastrear a los personajes olvidados que atesoran episodios clave.
Andrés Burgo, autor de "El partido". (Foto: Estefanía Malic).
ENTRE ROCKY Y SERGIO DENIS
La trama de ese Mundial se tejió con detalles que hoy suenan inverosímiles. Antes de México, jugadores y cuerpo técnico vivieron entre los nervios y la precariedad. Con un juego que no convencía a casi nadie (hasta Raúl Alfonsín movió sus fichas para despedir a Carlos Bilardo), huyeron del país para encarar una gira preparatoria que les diera algo de paz. Convencidos del fracaso inminente, los canales no enviaron relatores. Ya en suelo azteca, el plantel no se movía en un micro moderno y con aire acondicionado, sino en un colectivo amarillo de diez filas. Los jugadores llegaban a los estadios escuchando un casete con canciones de Rocky y Sergio Denis.
México 86 también es la historia de la delirante lista de cábalas que, a medida que Argentina dejaba rivales en el camino, se sucedían hasta el infinito. Lo que había que decir a la salida de la concentración, el orden de los policías motorizados delante del micro y el de los jugadores rumbo al estadio, la figura de un cuerpo humano que Maradona debía dibujar en el suelo. Bilardo no sólo las toleraba: era su principal impulsor. El Doctor fue y sería un hombre atrapado entre la obsesión por el control y el ritualismo sin sentido.
LA GUERRA Y LA CAMISETA
Después de ganar su grupo y eliminar a Uruguay, Argentina llegó a cuartos de final como un equipo sólido, con el máximo candidato a heredar el trono de Pelé. Pero la precariedad seguía ahí. Los jugadores, que tendrían que usar la casaca alternativa, no estaban dispuestos a repetir el suplicio de octavos, cuando la transpiración la hizo insoportable. Entonces se activó otro mecanismo de locura, improvisación y viveza. El Santo Grial del fútbol nacional tiene un origen plebeyo: remeras compradas en las calles del Distrito Federal, números plateados de fútbol americano, escudos cosidos a contrarreloj.
Diego saluda al capitán Peter Shilton.
Mientras tanto, las Malvinas sobrevolaban como un fantasma tóxico. A pesar de los esfuerzos de los jugadores -con un Diego diplomático a la hora de las declaraciones- el recuerdo fresco de la guerra se metía en una concentración que empezó a recibir telegramas de ex combatientes. Textos sentidos pero con resonancias injustas: el partido era una revancha imposible. El libro reconstruye la procesión a partir de los testimonios de los jugadores -reflexivos, lúcidos, sanguíneos- y hombres como Héctor Rebasti, uno de los 12 futbolistas-soldado. Entre lágrimas, cuenta que “no lo viví sólo como el triunfo de Argentina, sino también como el triunfo de la clase 62”, la misma que integraban Jorge Burruchaga, Héctor Enrique, Sergio Batista, Oscar Ruggeri, Carlos Tapia y Néstor Clausen.
La mirada de la guerra.
LA VERDADERA HISTORIA DE LA MANO DE DIOS
“El pizzero me jura que el primer gol de Maradona fue con la mano”, escuchó -cuando todo había terminado- el chico de 11 años que escribiría la historia tres décadas después. Esa tarde Diego había aplicado un puñetazo tan certero que sólo lo vieron dos jugadores ingleses (Terry Fenwick y Glenn Hoddle), los hinchas que estaban al lado y algunos periodistas. También, casi con seguridad, el juez de línea búlgaro Bogdan Dotchev, que por motivos que nunca quedarán claros no le marcó la infracción al árbitro Alí Bennaceur, un tunecino que vive sin culpa y feliz por haber dirigido uno de los partidos más famosos en la historia del fútbol. En su festejo, Diego miró tres veces al árbitro pero siguió corriendo con el puño en alto. Mitad delación, mitad engaño: vamos a sacar del centro.
La foto icónica de Eduardo Longoni.
Ese día, además, nunca dijo que hizo el gol con “la mano de Dios”. Entre los ingleses que lo saludaban con hidalguía en el vestuario, aseguraba que había sido con la cabeza o en contra. Como no era creíble, los cronistas lo pinchaban. Néstor Ferrero, de la agencia ANSA, se resignó:
- Entonces habrá sido la mano de Dios.
- Habrá sido -fue lo único que concedió el jugador.
El relato periodístico haría el resto. Sólo dos días después, en una entrevista para Gente, Maradona se hizo cargo: “Yo digo que lo hice con la cabeza y la mano de Dios”.
EL BARRILETE Y LA GLORIA
El segundo gol fue el del genio en estado puro: 52 metros, 44 pasos y 10,6 segundos que en “El partido” se cuentan desde adentro del campo, el banco de suplentes, la tribuna, las calles de Buenos Aires y el living de una casa porteña. El esfuerzo vale la pena. Como la llegada del hombre a la luna o los atentados del 11 de septiembre, es uno de esos instantes que parte aguas en cualquier biografía. Mientras hacía historia, Maradona pensaba en su hermano Hugo y en el Argentina-Inglaterra de 1980, cuando cortó para adentro en vez de escaparse por afuera. “Lo hice gracias al Turco, que sabe más que yo”, diría aún en las entrañas del Azteca.
Cuando los argentinos pensamos en ese gol, hay una banda sonora a la altura de su épica: el relato de Víctor Hugo Morales que empieza con “Arranca por la derecha el genio del fútbol mundial” y termina con “Gracias Dios por el fútbol, por Maradona, por estas lágrimas”. El mismo que incluye dos palabras mágicas -“barrilete cósmico”- que eran poesía pero también ajuste de cuentas: una respuesta del bilardismo, la escuela que por entonces defendía el uruguayo, a César Luis Menotti, que antes de la consagración había hablado de Diego como un “barrilete” talentoso pero inconsistente.
Después del 2-0 sólo hubo tiempo para la feroz arremetida inglesa, el descuento de Gary Lineker y la salvada milagrosa de Julio Olarticoechea (“La nuca de Dios”). La historia ya estaba escrita. Con el pitazo final, Bilardo empezó a festejar haciendo un pasito carioca. Enrique cerró los ojos y se arrodilló para agradecer el momento más feliz de su vida. Víctor Hugo recordó a “todos los pibes que no pueden gritar esta victoria”. Maradona levitó sobre sus compañeros. Cuando volvió al césped, besó la camiseta azul mientras el corazón le estallaba en el pecho.