11 Septiembre de 2020 13:50
Por Milena Vodanovic.
En la tarde soleada de un 5 de septiembre, en pandemia, me entero que murió Patricio Guijón Klein, uno de los médicos personales de Allende, quien encontró su cadáver, la mandíbula destrozada por el disparo. El único testigo del suicidio. El hombre que se quedó acompañando el cuerpo del Presidente hasta que entró el general Palacios y tomó posesión de La Moneda.
Entonces el doctor Guijón se fue detenido a la Escuela Militar y luego lo trasladaron a la isla Dawson. Preso político.
Días después, quizás en una de las primeras salidas post Golpe que hicimos con mis padres -yo tenía 11 años- llegamos hasta su casa en Vitacura. Estaba rodeada de personal de seguridad. En la reja, saltaba inqueto su perro Dobermann que me daba miedo. Creo que se llamaba Prince. Su mujer, Silvia Antolisei, mi tía Silvia, abrió la puerta. Me acuerdo hasta el día de hoy de su estado nervioso. Se frotaba las manos, iba de un lado otro; había adelgazado; estaba flaca; llevaba un sweater blanco de cuello subido que tironeaba mientras trataba de decir algo, agradecida de que estuviésemos allí. Asustada. Vigilada. Sola.
No recuerdo haber visto ese día a sus tres hijos - Patricio, Carlos y Juan Andrés- todos más o menos de mi misma edad, compañeros de juegos en dos veranos memorables que pasé con ellos en Putú, en la Séptima Región, cuando se cruzaba el Maule en un ferry que hacía recordar al Mississippi de Tom Sawyer. Ahí la Silvia y el Pachi -como le decían al doctor- tenían una casita de adobe, antigua, con puertas y ventanas rojas, en medio de un bosque de eucaliptus. Una parcela campestre donde por primera vez les tiré con honda y sin puntería a unos pájaros chillones, aprendí qué eran los jotes y el Boldo y supe cómo se ponían las trampas de conejos.
Ahí murió el 4 de septiembre el doctor Guijón. Se había instalado en Putú después que jubiló, ejerciendo la medicina rural. Allí lo atrapó el Alzheimer, que desde hace varios años lo mantenía en ese limbo raro. Ahí también murió Silvia, hace no tanto.
Recuerdo también otra escena. Yo veinteañera, universitaria, en los 80, todavía en dictadura, intentando conciliar el sueño en una casa de impresionante belleza que mis padres y otros amigos arrendaban en Isla Negra, primera línea frente al mar. El Pachi y la Silvia habían llegado a pasar un fin de semana. Hablaban y hablaban con mis papás al calor de unos buenos whiskys junto a la chimenea: un momento de confesiones. Contaban de sus conflictos de pareja, sus problemas, las veces que estuvieron al borde de abandonarse, el amor. Yo oía frases entrecortadas, fragmentos de ese momento de abrir el corazón.
Es que las cosas no habían sido fáciles.
Fue muy dura la vida para el Pachi después del Golpe. A la izquierda le convenía la versión declarada al mundo por Fidel Castro: que Allende había sido asesinado. Al comienzo descreyeron de Guijón. Se decía que había sido extorsionado, que le pagaron, que lo ablandaron, las peores cosas con tal de no dar espacio a su sincero relato del suicidio.
El doctor era, de algún modo, un extraño, un outsider. Los partidos no lo reconocían como parte de sus huestes pues aunque era un hombre de izquierda nunca había militado.
La desprotección política hizo lo suyo. Aumentaban las sospechas.
Para la derecha, de otra parte, Guijón era un “upeliento (N de la R: forma despectiva de referirse a los partidarios de la Unidad Popular, UP, la coalición que llevó a Allende al poder)”, el médico del hombre que había hundido al país. Un proscrito. Un indeseable.
El doctor Guijón estuvo años en tierra de nadie. Brillante cirujano, no era aceptado en los hospitales. Cesante. Convertido en un paria.
La historia que contaba se dudaba por lado y lado. Nadie podía creer que las cosas hubiesen sido como las relataba, de un modo tan simple. Todo lo que decía resultaba demasiado pueril, muy poco heroico para calzar con un instante que había sido dramático. Demasiado casual para hacerle justicia al día en que se había roto el destino del país y de tantos para siempre.
Y, sin embargo, esa domesticidad de su relato, los detalles pequeños que el Pachi desplegaba cuando se le preguntaba qué había pasado en La Moneda la mañana del 11 de septiembre, eran para mí, precisamente, lo que me hacía creerle a pie y juntillas.
Nunca jamás dudé de su palabra. Si era por mentir, mejor inventar un cuento más espectacular.
Escuché su historia muchas veces. De boca de él y también en labios de mi padre, quien la repetía constantemente, como una afirmación de realidad, dándole el crédito a su amigo. “Así fueron las cosas porque así lo vio el Pachi”.
Nada más saber del alzamiento militar, junto a otros médicos del Presidente, Guijón había llegado esa mañana a la casa de gobierno porque es lo que correspondía hacer.
Estaba allí para el bombardeo y allí lo sintió, lo vivió, lo escuchó, lo olió.
Cuando Allende les pidió a los suyos que salieran, Guijón bajó junto a los demás por la estrecha escalera, portando una bandera blanca confeccionada a la rápida con sus delantales de médico. Él cerraba la marcha. Y entonces, cuando ya había emprendido el descenso, se le atravesó un pensamiento en la cabeza. Un pensamiento completamente insólito, absurdo, pero también tan humano y tan real. Pensó: “Están bombardeando La Moneda y he sido testigo. ¡Cómo no voy a llevarles un recuerdo de este momento histórico a mis hijos!”. Entonces subió unos peldaños, separándose del grupo, para buscar la máscara anti gases que hasta pocos minutos había estado utilizando.
Fue ahí cuando sintió el disparo. Un solo tiro, seco. Y luego silencio. Provenía del despacho del Presidente.
Quedó paralizado.
Tras unos segundos no dudó qué debía hacer. Así es que terminó de subir las escaleras y entró al salón Independencia. Allí, de espaldas a la pared, el cuerpo de Allende se desparramaba inerte sobre un sillón; el fusil que le había regalado Fidel entre las manos, el caño pegado a la mandíbula. Los sesos y el cráneo habían volado por los aires.
Cómo no creerle. Qué imagen tan precisa.
Pero pasaron años hasta que todos se hicieran a la idea. Que así habían sido las cosas y no de otra manera.
La amistad de mis padres con Patricio Guijón y con Silvia era inquebrantable. No se veían a menudo pero los unía gran cariño. Fue en la casa de Silvia, vecina de mi padre en las cercanías de la Plaza Los Guindos, todos aún solteros, donde mi papá y mi mamá se conocieron. Mi madre fumando con boquilla, mirando lánguida, el encanto de la miope, detrás de sus antejos agatunados. Los años 50.
Mi madre estaba allí porque su única hermana, Adela, era compañera de Silvia en la Escuela de Enfermería de la Universidad de Chile. Poco después aparecería Patricio, el doctor de manos diestras y estatura pequeña, tan simpático y vital, con quien Silvia se casaría.
Fue él quien con un certero diagnóstico me internó de urgencia en la Clínica Las Lilas al día siguiente del atentado de Pinochet, en 1986. Otra historia que se cruza con La Historia.
La tarde anterior yo había ido al Cajón del Maipo con mi novio de entonces, Fernando Villagrán y sus hijos Francisca y Antonio. Habíamos visto pasar el automóvil del dictador, del regreso de El Melocotón, raudo por la carretera, con su corte de guardias en vehículos con baliza, medio cuerpo asomado por las ventanas y apuntando sus metralletas. Recuerdo la sorpresa de los hijos de Villagrán, que nunca habían visto la comitiva del general. Anonadados.
Tomamos onces con küchen (N de la R: Una merienda chilena, con una especie de torta alemana) y un rato después emprendimos el regreso a Santiago. A mí me dolía muchísimo la cabeza. Me sentía mal.
A la altura del puente El Manzano fuerzas militares nos desviaron. Vimos fuego en los cerros. Supimos instantáneamente que algo grave había pasado, pero no sabíamos qué. De las largas filas de autos detenidos en el camino se bajaban las personas elucubrando teorías. Murmurábamos en voz baja. Todo raro, todo tenso.
La radio todavía no decía nada. Eran tiempos tan anteriores a internet y el celular.
Que había ocurrido un atentado se supo mucho más tarde. Que Pinochet estaba vivo, algo después. El fuego que habíamos visto a nuestras espaldas correspondía al automóvil del dictador incendiándose. Habíamos sido testigos cercanos del atentado frustrado.
Llegamos muy tarde a Santiago, con el miedo encima ya. Se vendría la represión.
Yo continuaba sintiéndome horrible. Me dormí temprano y al día siguiente, aún vivía en la casa paterna, le pedí a mi madre que me diese un purgante. “Algo debió caerme mal”, le comenté. Con una intuición increíble, se negó. En cambio, llamó al Pachi. El doctor llegó a la casa con su estetoscopio y su maletín a las tres de la tarde. Me palpó el abdomen, preguntó por los síntomas y sentenció: “Te internas a las seis y te opero a las ocho”.
Y así fue, con Silvia de arsenalera, mientras en el país caía la noche oscura de la venganza y el castigo.
Es que Patricio Guijón estuvo enredado siempre con los hitos de su época. Sin buscarlo, casi un destino. De hecho, ahora prensa ha destacado que expirase precisamente el 4 de septiembre, el mismo día en que se conmemoraron 50 años del triunfo de la UP.
Un hombre honesto, Patricio Guijón.
Ser testigo único fue su espacio en la historia y su condena. Decir la verdad su único camino.
Últimamente escribo a menudo para despedir a los muertos. Se va la generación que me precede.
Buen viaje hacia la luz, Pachi; que cabalgues por allá como te gustaba hacer en el campo: con los tuyos, con la gente, con entrega y alegría.
(Publicado originalmente en Entrepiso.cl Reproducido con el permiso de la autora. )