Tres años después, amotinado en el Palacio de la Moneda, el presidente Salvador Allende había de recordar aquella tarde remota en la que, desde un colmado Estadio Nacional, le había advertido al establishment chileno que buscaba desestabilizar a su Gobierno: "Sólo acribillándome a balazos lograrán interrumpir que cumpla con mi pueblo".
Una de las últimas fotos con vida de Salvador Allende en el Palacio de la Moneda.
Sólo acribillándome a balazos lograrán interrumpir que cumpla con mi pueblo".
No era la primera vez que hablaba de su muerte. Pero aquel mediodía del martes 11 de septiembre de 1973, el primer presidente socialista electo de Sudamérica se enfrentaba con los que sabía serían sus últimos segundos con vida. Estaba solo, sentado en un sillón del Salón Independencia. Entre sus piernas, la metralleta AK-47 que meses atrás le había regalado Fidel Castro.
Allende se suicidó con la AK-47 que le había regalado Fidel Castro.
El Palacio estaba rodeado. Las Fuerzas Armadas exigían su inmediata rendición. Había resistido con sus colaboradores más cercanos cerca de cinco horas de ataques militares, que incluyeron un furioso bombardeo y decenas de tanques apostados en las inmediaciones de La Moneda. Esa día, cuando un llamado lo despertó de urgencia a las seis de la madrugada, Allende jamás imaginó cómo serían sus frenéticas y dramáticas últimas ocho horas de vida.
Ser joven y no ser revolucionario es una contradicción hasta biológica".
La noche anterior, el Presidente había convocado a un reducido grupo de funcionarios a la residencia presidencial Tomás Moro para ultimar los detalles del plesbicito que anunciaría al día siguiente. Si bien en marzo había recibido un fuerte respaldo en las urnas (la Unidad Popular arrasó con el 42 por ciento de los votos), el clima de inestabilidad se imponía. La aceleración de la reforma agraria que se estaba llevando adelante y las nacionalizaciones, en especial la del cobre, habían enardecido a la derecha chilena, apoyada por la administración del presidente de Estados Unidos Richard Nixon.
Los anteojos que usó Salvador Allende al momento de su suicidio.
Le faltaban casi tres años para entregar el poder. El tres de noviembre de 1976 parecía ahora una fecha muy distante y casi imposible de sostener si no reforzaba su Gobierno y tendía alianzas con algunos sectores más moderados de la oposición. La idea se la había comentado aquel 10 de septiembre a su flamante Comandante en Jefe del Ejército, Augusto Pinochet. Él mismo lo había designado 17 días antes, después de que una interna en las Fuerzas Armadas forzara la renuncia de Carlos Prats.
Colocado en un tránsito histórico, pagaré con mi vida la lealtad al pueblo".
"Voy a llamar a un referéndum para que la gente vote si quiere que siga o no en el poder", le confió Allende a Pinochet. El respaldo que había recibido en las urnas había sido contundente y, si se reforzaba mediante una consulta popular, a la derecha le costaría derrocarlo por vías democráticas. Estados Unidos, a través de su Secretario de Seguridad Nacional -Henry Kissinger- llevaba invertidos millones de dólares para desestabilizar al presidente chileno. El Plan Cóndor ya estaba en marcha desde hacía cinco años.
Allende ascendió a Augusto Pinochet como Comandante en Jefe del Ejército 17 días antes del Golpe.
Allende confiaba en su nuevo Comandante en Jefe. En efecto, había sido Pinochet quien el 29 de junio logró desarticular el llamado "tanquetazo", primer intento de golpe de Estado a cargo del regimiento dirigido por el coronel Roberto Souper. Hubo 22 muertos, en su mayoría civiles, y 32 heridos. Pero el regimiento -dirigido por quien luego se convirtió en uno de los dictadores más sanguinarios de la región- logró sofocar el alzamiento y ganarse la confianza presidencial.
El pueblo no debe dejarse arrasar ni acribillar, pero tampoco puede humillarse".
Luego de la reunión con Pinochet, el Presidente volvió a su residencia. Su Comandante en Jefe lo había convencido de postergar un día el anuncio para reforzar la seguridad en las calles. Allende aceptó: no lo haría ese lunes, quedaría para el martes 11. Lo que nunca imaginó es que, mientras él discutía con su equipo cómo haría el anuncio, Pinochet organizaba a contrarreloj el golpe de Estado que fue perpetrado por las Fuerzas Armadas y los Carabineros (Policía) chilenos.
Así fue el bombardeo al Palacio de la Moneda de Chile en 1973.
"Un día antes, varios generales nos reunimos en la oficina del Comandante en Jefe (Pinochet) y recibimos misiones especiales para el 11. Yo, que era el General menos antiguo, recibí y lo digo con orgullo y con honor la misión de tomar el mando de los tanques", se jactó Javier Palacios, General del Ejército.
La primera acción fue tomar Valparaíso. Las Fuerzas Armadas intervinieron durante la madrugada la ciudad. A lo largo del país, muchos se acuartelaron mientras Allende todavía dormía. Estaba todo organizado. A las cinco de la mañana, el edecán aéreo presidencial, Roberto Sánchez, recibió una llamada sorpresa. Su superior, el coronel Eduardo Fornet, lo citaba a primera hora a su despacho en el Ministerio de Defensa. "Cuando llegué, me dijo: 'Le debe comunicar al Presidente que a las ocho y media de la mañana, las Fuerzas Armadas y los Carabineros inician la toma del poder. Debe rendirse incondicionalmente. Tienes que ofrecerle un avión 16 y lo tienes que acompañar a donde él se quiera ir. Trata, en lo posible, de que abandone el país", recuerda Sánchez.
Tengo la certeza de que mi sacrificio no será en vano, tengo la certeza de que por lo menos será una lección moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición".
Tenía una hora para llegar a la residencia presidencial y cumplir con la orden. Al hacerlo, pasadas las siete y media de la mañana, Allende ya se había ido. Su mujer, Hortensia, todavía dormía; quince minutos más tarde la despertaría su marido con un llamado que nunca más olvidaría. Sánchez se enteró por radio que le habían ganado de mano. El Presidente y el GAP (el Grupo de Amigos Personales) se dirigían a toda velocidad al Palacio de la Moneda, sede del poder ejecutivo chileno.
Dos horas antes, mientras Sánchez recibía las órdenes de exiliar a Allende, el Presidente también se despertaba con un llamado urgente. Era el General Jefe de Carabineros, todavía aliado al Presidente. "Le informó que en Valparaíso la Marina se había sublevado", detalla Joan Enrique Garcés, asesor político de Allende, quien tardó minutos en llegar a la residencia oficial. "Me acuerdo que lo encontré en bata, con ropa de haber salido recientemente de la cama, marcando los teléfonos; pero ninguno de los comandantes en jefe le contestaba", sumó.
El ingreso a la residencia presidencial Tomás Moro de Chile.
La situación era grave. Allende reunió a su círculo rojo y ordenó que pusieran en marcha los autos: era imperioso llegar cuanto antes a La Moneda, pese a que pensaba que, al contar con el respaldo de los Carabineros y del Ejército -por Pinochet-, "iba a poder perfectamente hacer frente y sofocar el amotinamiento", explicó Garcés.
Pinochet no le respondía el teléfono. Estaba refugiado en el Comando de Telecomunicaciones del Ejército en la comuna de Peñalolén, custodiado por cien boinas negras. Desde allí, seguía el minuto a minuto del Golpe. "El pobre Pinochet debe estar preso", respondió Allende, ante la insistencia de su secretario de prensa, Carlos Jorquera, quien no entendía el silencio del "militar aliado". "Es una frase que nunca olvidaré", confesó el ex funcionario años después.
El pobre Pinochet debe estar preso".
Aunque todavía sin tomar dimensión de lo que sucedía, Allende dejó por última vez la residencia presidencial. Pero cambió su vestimenta habitual: dejó su traje y se vistió para la guerra. Se puso un saco, un pantalón con rodilleras de cuero, un suéter de cuello alto a rombos y un pañuelo azul con lunares rojos que puso en el bolsillo externo de su saco.
Antes de subirse a su Fiat 125, Allende agarró la ametralladora de fabricación soviética que le había regalado el revolucionario cubano. Una calibre 7.62 milímetros que en el costado derecho de la empuñadura de madera tenía una placa metal que rezaba: "A Salvador, de su compañero de Armas. Fidel Castro". Nunca imaginó que sería la misma con la que siete horas más tarde se quitaría la vida.
El Fiat 125 en el que Allende llegó ese día al Palacio de la Moneda.
También llevó el casco que durante la sublevación de junio le había regalado su amigo, el capitán Arturo Araya Peeters. El destino había trazado un doble e irónico giro: fue un comandante de la Marina estadounidense quien se lo había regalado a Araya Peeters en 1966 en el puerto de Filadelfia, era ahora una de las Fuerzas que pujaba por la destitución de Allende. Y, además, el capitán había sido asesinado el 26 de julio precisamente por su cercanía a Allende.
"Cuando salí hacia el auto, el presidente ya venía en camino. Me dio la órden de dirigirnos hacia La Moneda", recordó Julio Soto, su chofer. "Me acuerdo que en el transcurso del camino le pregunté a Raúl -uno de los custodios-: '¿Qué pasa?'. Y ahí, el doctor (como le decían a Allende) me dice: 'Se ha alzado la Marina, compañero. Corra, tenemos que llegar antes antes que ellos'. Desde ahí, no hubo más diálogo".
Se ha alzado la Marina, compañero. Corra, tenemos que llegar antes que ellos al Palacio de la Moneda".
Santiago era esa mañana una ciudad fantasma. "Cuando salimos, las calles estaban todas solitarias. No recuerdo haber visto ningún vehículo en el trayecto. Era como si todos supieran que iba a haber un golpe de Estado, menos nosotros", aportó Isidro García, escolta presidencial. Nadie habló más durante el viaje. Las casi 60 cuadras se hicieron interminables. Allende y su séquito entraron a las 07.20 de la mañana al Palacio del que no saldría con vida.
Faltaban sólo noventa minutos para que la Junta Militar hiciera su primera proclama pública, en la que le reclamaba que dejara el poder. Pero, para el Presidente, se trataba de otra sublevación y contaba todavía con la esperanza de que Pinochet lo ayudara a resolverla. Al llegar a su despacho, levantó el teléfono: tenía que hablar con su mujer.
Allende junto a Hortensia Bussi, su mujer y la madre de sus tres hijas.
"A las ocho menos cuarto me despertó el teléfono. Era Salvador. Estaba tan convencido de que no iba a pasar nada, que en su amor me pidió que me quedara (en la residencia) y que llamara a mis hijas para que fueran con los nietos para acompañarme porque creía que era un lugar seguro en el que no iba a pasar nada", relata su ahora viuda.
Hortensia se puso en contacto con sus hijas: Beatriz, María Isabel y Carmen. Pero sólo una se quedó con su madre, las otras dos fueron directo a La Moneda. "Había bastante vigilancia. Pero me acuerdo que todo el tiempo decía: 'Soy Isabel Allende, soy la hija del presidente, voy a La Moneda'. Yo sentía que los carabineros se desconcertaban, pero me dejaban pasar. Entré por Morandé 80, debe haber sido cerca de las nueve de la mañana. Estoy segura de que fui la última persona que entró", aseguró Isabel, quien por entonces tenía 28 años.
La historia es nuestra y la hacen los pueblos".
Veinte minutos antes, todas las radios del país habían transmitido la primera proclama de la Junta Militar. "Santiago, 11 de sepriembre de 1973, teniendo presente primero la gravísima crisis económica social y moral que está destruyendo a este país. Segundo, la incapacidad del Gobierno para implementar las medidas que permitan detener el proceso y desarrollo del caos. Las Fuerzas Armadas reclamamos primero que el señor presidente de la República debe entregar a su alto cargo a las Fuerzas Armadas y Carabineros de Chile. Segundo: que las Fuerzas Armadas y el cuerpo de Carabineros de Chile están unidos para iniciar la histórica y responsable misión de luchar por la liberación de la patria del yugo marxista".
"Fui yo quien le comunicó al presidente que quien firmaba este bando era Pinochet. De pie, junto a su escritorio, observé cómo hacía este gesto (golpeaba sus dedos sobre la mesa), miró a lo lejos y sus palabras fueron: 'Tres traidores'", reconoció su asesor político.
Así quedó el salón en el que suicidó Allende tras la resistencia en La Moneda.
Los movimientos en el Palacio comenzaron a llamar la atención. Pinochet había purgado para ese entonces la cúpula de los Carabineros, que se había mantenido leal a Allende. El director de la Policía Civil Alfredo Joignant fue sacado de su cargo y reemplazado por el general del Ejército Ernesto Baeza Michelsen. La orden fue contundente: "Retire a toda su gente. Que no quede ni un sólo carabinero en La Moneda. Nosotros estamos con las Fuerzas Armadas en esto. Saquen todo su armamento. Lo que no puedan retirar, lo inutilizan a golpes con lo que tengan".
Sepan que se abrirán de nuevo las grandes alamedas por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor".
La hija del presidente ingresaba al Palacio mientras los efectivos dejaban solo a su padre. En simultáneo, ingresaban los tres edecanes de las Fuerzas Armadas. Buscaban negociar la entrega de Allende, pero el Presidente fue contundente: no iba a entregar el poder.
"A las nueve, las fuerzas de carabineros que estaban a cargo de la protección del palacio presidencial fueron retiradas. Ese fue el momento en el que él se dio cuenta de que había habido un golpe interno de carabineros que había logrado aislar al alto mando, que se mantenía leal al Gobierno", reconoció su asesor político.
Allende junto a su mujer y sus nietos.
Quince minutos antes, los tanques habían comenzado a llegar a la plaza en la que hoy se emplaza un monumento en su recuerdo. Sánchez, el edecán aéreo presidencial que tenía órdenes de exiliarlo, entró al despacho. "Le dije: 'Señor presidente, le vengo a ofrecer un (avión) 16 que está en Cerrillos para sacarlo del país. Tengo orden de dejarlo en donde usted quiera. El presidente me dijo: 'Comandante, déle usted las gracias a su institución, pero yo no me voy a ir del país y me voy a suicidar si tratan de (obligarme). De aquí me sacan muerto. Él andaba con una metralleta que tenía al lado, se la puso en la boca".
No me voy a ir del país. De aquí me sacan muerto".
Una hora más tarde, las 10.05, Allende recibió el llamado del almirante Patricio Carvajal. Estaba en el Ministerio de Defensa. "Presidente, sé que ha dicho a sus edecanes que usted no se va a rendir, pero lo llamo en nombre de los tres comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas para insistir en su rendición. Usted sabe que hay un avión de la Fach esperándolo en Cerrillos. No complique más las cosas".
Allende dio desde su despacho el último discurso para el pueblo chileno.
El presidente, que ya había escuchado la proclama de Pinochet, le respondió: "Mire almirante, váyanse todos a la mierda. Ya le dije, de aquí no me sacan vivo. Voy a resistir hasta el final. No vuelva a insistir con pedir mi rendición". Había tomado la decisión de quedarse y enfrentar lo que viniera, pero todavía tenía a todo su equipo en La Moneda; incluso a sus dos hijas.
Las Fuerzas Armadas habían intervenido todas las radios, salvo una: Magallanes. Las emisoras sólo transmitían marchas militares. Allende tenía que contarle al país lo que estaba sucediendo. Levantó el teléfono y dio desde su despacho el que se convertiría en su último discurso. "El silencio era tal, que se habría podido percibir el sonido de una mosca. Las ventanas estaban cerradas porque se esperaba que empezaría el fuego en cualquier momento. Apoyamos nuestras espaldas contra la pared opuesta a la de las ventanas y el presidente hablando al país", recordó su asesor.
El último discurso de Allende
Mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre"
"Seguramente esta será la última oportunidad en que pueda dirigirme a ustedes. La Fuerza Aérea ha bombardeado las torres de Radio Postales y Radio Corporación. Mis palabras no tienen amargura, sino decepción. Que sean ellas el castigo moral para los que han traicionado el juramento que hicieron: soldados de Chile, comandantes en jefe titulares, el almirante Merino, que se ha autodesignado comandante de la Armada; más el señor Mendoza, general rastrero que sólo ayer manifestara su fidelidad y lealtad al Gobierno y que también se ha autodenominado Director General de carabineros.
Ante estos hechos, sólo me cabe decir a los trabajadores: ¡Yo no voy a renunciar! Colocado en un tránsito histórico, pagaré con mi vida la lealtad del pueblo. Y les digo que tengo la certeza de que la semilla que hemos entregado a la conciencia digna de miles y miles de chilenos, no podrá ser segada definitivamente. Tienen la fuerza, podrán avasallarnos, pero no se detienen los procesos sociales, ni con el crimen, ni con la fuerza. La historia es nuestra y la hacen los pueblos.
Trabajadores de mi Patria: quiero agradecerles la lealtad que siempre tuvieron, la confianza que depositaron en un hombre que sólo fue intérprete de grandes anhelos de justicia, que empeñó su palabra en que respetaría la Constitución y la ley, y así lo hizo. En este momento definitivo, el último en que yo pueda dirigirme a ustedes, quiero que aprovechen la lección: el capital foráneo, el imperialismo, unidos a la reacción, creó el clima para que las Fuerzas Armadas rompieran su tradición, la que les enseñara el general Schneider y reafirmara el comandante Araya, víctimas del mismo sector social que hoy estará en sus casas esperando con mano ajena reconquistar el poder para seguir defendiendo sus granjerías y sus privilegios.
Me dirijo, sobre todo, a la modesta mujer de nuestra tierra, a la campesina que creyó en nosotros, a la abuela que trabajó más, a la madre que supo de nuestra preocupación por los niños. Me dirijo a los profesionales de la Patria, a los profesionales patriotas que siguieron trabajando contra la sedición auspiciada por los colegios profesionales, colegios de clases para defender también las ventajas de una sociedad capitalista de unos pocos.
Me dirijo a la juventud, a aquellos que cantaron y entregaron su alegría y su espíritu de lucha. Me dirijo al hombre de Chile, al obrero, al campesino, al intelectual, a aquellos que serán perseguidos, porque en nuestro país el fascismo ya estuvo hace muchas horas presente; en los atentados terroristas, volando los puentes, cortando las vías férreas, destruyendo lo oleoductos y los gaseoductos, frente al silencio de quienes tenían la obligación de proceder. Estaban comprometidos. La historia los juzgará.
Seguramente Radio Magallanes será acallada y el metal tranquilo de mi voz ya no llegará a ustedes. No importa. La seguirán oyendo. Siempre estaré junto a ustedes. Por lo menos mi recuerdo será el de un hombre digno que fue leal con la Patria.
El pueblo debe defenderse, pero no sacrificarse. El pueblo no debe dejarse arrasar ni acribillar, pero tampoco puede humillarse.
Trabajadores de mi Patria, tengo fe en Chile y su destino. Superarán otros hombres este momento gris y amargo en el que la traición pretende imponerse. Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor.
¡Viva Chile! ¡Viva el pueblo! ¡Vivan los trabajadores!
Estas son mis últimas palabras y tengo la certeza de que mi sacrificio no será en vano, tengo la certeza de que, por lo menos, será una lección moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición.
Luego del discurso, el Presidente convocó a las diez y media a una reunión en el salón Toesca. Había 40 personas, entre las que se encontraba José María Sepúlveda, uno de los pocos que decidió abandonar el Palacio antes del ataque. Era uno más: nadie podía imaginar el rol que ese hombre cumpliría sólo una hora después, cuando los gases, las balas, las bombas y el fuego se apoderaron del edificio.
"Nos explicó que él iba a cumplir con su deber, que se iba a quedar defendiendo la legalidad republicana y las libertades del país frente a la sublevación; pero que ese era un compromiso y decisión suya. Dejó en libertad de acción a todos sus colaboradores para poder salir del Palacio", recuerda su asesor.
Superarán otros hombres este momento gris y amargo donde la traición pretende imponerse".
En el salón se encontraban sus dos hijas. "Mi padre entró. Se dirigió a Beatriz y a mí sobre todo, para convencernos de que teníamos que irnos. Que él no quería que nosotros estuviéramos ahí. Decidimos quedarnos", reconoce su hija, Isabel. Pero todo cambió minutos después, cuando Allende recibió la advertencia final de las Fuerzas Armadas: si no se entregaba, bombardearían el Palacio a las once de la mañana.
"Ahí ya fue más dramático y dijo: 'Miren, yo no les voy a rogar, les voy a simplemente exigir que se vayan'. Finalmente, con mi hermana nos miramos. Ella, además, tenía un embarazo de siete meses y nos dimos cuenta de que en realidad lo que estábamos provocándole era más bien angustia. Sentimos que no era justo, por lo tanto decidimos irnos".
Era la despedida. "Él nos acompañó exactamente a la puerta de Morandé 80. Nos abrazamos. Hubo un silencio. Nadie dijo nada. Creo que esos son momentos en los que las palabras están de más. No tengo conciencia de haber sentido que esa iba a ser la última vez que lo iba a ver".
Con su gente, también había sido categórico: "No quiero muertes inútiles. El que no tenga un arma o no sepa disparar, se va". "No partí porque había decidido quedarme hasta el final al lado del presidente. Después en el patio me abrazó y me dijo: 'Sabía que te las ibas a arreglar de alguna manera para desobedecerme'", dijo su secretaria.
La traición es el peor de los enemigos, el peor rival contra el que luchar".
Quienes sí abandonaron el Palacio fueron Sepúlveda y muchos de sus efectivos. "También ustedes", respondió con ironía Allende por la traición, aunque le pidió un último favor: que les dejara máscaras para resguardarse de los gases.
Rodeado de sus custodios, funcionarios más cercanos y de algunos policías que no se plegaron al Golpe, Allende fue claro en su orden: que el ataque lo arranque el enemigo. "Me dijo: 'Cuidado compañero con que se le escape un tiro cuando el ataque se provoque y ya estén atacando el Palacio es cuando usted entra en combate'", contó Luis González, uno de sus custodios. Eran 26 personas contra un ejército entero.
Allende y 25 de sus colaboradores más cercanos resistieron durante cinco horas el ataque de un ejército entero.
A sabiendas de que en breve comenzaría el bombardeo, el Presidente subió al segundo piso para llamar a su mujer mediante el citófono que comunicaba su despacho con la residencia Tomás Moro. Se dio cuenta de que estaba intervenida y escuchó al general Ernesto Baeza (el representante de Pinochet en La Moneda) hablar con el Comandante en Jefe del Ejército: "A estos hay que matarlos como hormigas, que no quede rastro de ninguno, en especial de Allende".
Mientras que el Presidente y su gente corrían a la cocina para refugiarse de las bombas, su mujer daba otra batalla. Aunque se sabía que los cuatro aviones Hawker Hunter estaban listos para volar sobre el Palacio de la Moneda, pocos manejaban la información de que en simultáneo, un helicóptero artillado del Ejército ametrallaría la residencia presidencial.
Con las dificultades propias de los que caminan en un auto viejo, vamos de tumbo en tumbo, pero avanzando, avanzando".
Jorge Fuentes Ubilla, el detective que había quedado como custodio de Hortensia, había logrado que la mujer no fuera horas antes a La Moneda, pero entendía que el lugar ya no era seguro. "Señora, tenemos que salir de aquí rápido. La llevo a alguna embajada que usted me indique para que busque asilo. Aquí nos pueden matar", le suplicó.
Terca como su marido, "Tencha" le respondió con una orden: "Yo no voy a ninguna embajada a aislarme. Lléveme a la casa de don Felipe Herrera". Se trataba del por entonces presidente del Banco Interamericano de Desarrollo. Permaneció ahí hasta la mañana siguiente. Fue en ese lugar en el que, horas después, recibió la noticia del suicidio de su marido.
Cuatro Hawker Hunter fueron los que bombardearon el Palacio de la Moneda en 1973.
El reloj corría, pero las bombas no llegaban. El ataque aéreo se demoró porque hubo uno de los aviones tuvo un problema con la carga de combustible. Quedaba ahora para las 11.40. Mientras esperaba el ataque, Pinochet discutió con el almirante Carvajal sobre el destino de Allende tras el golpe. "Que salga del país junto a su familia y sólo con algunos ministros, porque a algunos de esos carajos hay que dejarlos aquí para juzgarlos. Pero el avión se cae, viejo", le anticipó a Carvajal.
El bombardeo comenzó a las 11.52, mientras Allende discutía con algunos de sus compañeros que le pedían que negociara con las Fuerzas Armadas. La primera explosión le puso fin a la discusión. Ya no había margen para la falsa diplomacia. Se había declarado la guerra y había que resistir. Salieron todos casi de modo instintivo, incluso el Presidente, a responder el fuego.
Luego del bombardeo, el segundo piso del Palacio de la Moneda se prendió fuego casi por completo.
"En un momento, el presidente se nos perdió. Andaba con un casco y una metralleta. Lo fui a buscar. Me arrastré por el suelo y lo encontré: estaba disparando en un balcón, tendido en el suelo. Lo tomé de los pies y lo traje hacia mí. Entonces él, sin darse vuelta, me insultó. Me dijo: 'Déjame, concha de tu madre'. Como seguí tirando, se dio vuelta y me vio. Me dijo: 'Eres tú Gironcito, ¿viste que era más serio de lo que tú creías?'", recuerda uno de los ministros que lo acompañó.
En ese momento, el periodista Augusto "El Perro" Olivares sacó su pistola y se pegó un tiro en la sien. Quedó tendido en una silla. Los médicos Sergio Arroyo, Carlos Guijón y Arturo Jirón lo tendieron en el piso e intentaron salvarlo, pero murió un par de minutos después. "La muerte de Augusto fue muy intenso el dolor del presidente. Pienso que fue como el comienzo de su propia muerte", recordó su secretaria.
Augusto "El Perro" Olivares, el periodista que se quitó la vida durante el bombardeo a La Moneda.
La muerte del "perro" cambió a Allende. En medio del ataque se dirigió al salón Independencia y habló con tres de sus funcionarios de máxima confianza: Osvaldo Puccio, Daniel Vergara y Fernando Flores. Les pidió que hablaran con el Ministerio de Defensa, redactó una nota con seis puntos dirigidos a las Fuerzas Armadas y les ordenó: "Me traen esto de vuelta firmado por las Fuerzas Armadas".
Las 6 exigencias de Salvador Allende a las Fuerzas Armadas para su rendición
Las Fuerzas Armadas debían suspender el ataque aéreo y terrestre que estaban ejerciendo en las provincias y en las fábricas de Santiago. Suspender el ataque terrestre a La Moneda para permitir la salida de algunos de sus funcionarios. Que la Junta Militar se constituyera sólo con militares, sin civiles. Respeto a los sindicatos y los derechos de los trabajadores. No reprimir a la izquierda. Mantener el contacto entre el Presidente y las nuevas autoridades militares.
A cambio de esto, entregaría el poder. Flores lo llamó a Carvajal, quien se lo trasladó a Pinochet. "Cuidado con esa carta, este gallo es chuco y está ganando tiempo, está muñecando. No hay diálogo. Que se rinda incondicionalmente y se le toma detenido". Sin embargo, accedió a recibir la misiva y envió a las dos de la tarde un jeep para que trasladara a los funcionarios de Allende.
Las condiciones impuestas por el Presidente no fueron aceptadas y los tres enviados desde La Moneda quedaron detenidos en el acto. Recibirlos, en efecto, fue una trampa: después de todo, cuarenta minutos antes de su llegada al Ministerio una tropa comandada por el capitán René Cardemil Figueroa había salido del edificio para el asalto final y definitivo al Palacio.
La revolución no pasa por la universidad, y esto hay que entenderlo, la revolución pasa por las grandes masas".
Mientras tanto, la situación dentro de La Moneda era cada vez más grave. "Nos ahogábamos y teníamos muy pocas máscaras. El presidente, que tenía una, se la prestaba a los otros compañeros un rato, uno me prestaba un poquito a mí; para que pudiéramos en un momento respirar", reconstruyó años después su secretaria.
Desde el segundo piso, Allende aceptó la derrota, les ordenó la rendición a todos y prometió que él también se entregaría. "Paya, encabeza la fila con una bandera blanca en alto. Busquen algo para hacerla. Esto es una masacre", dijo, al tiempo que los llevó hacia la escalera que da a la puerta de la calle Morandé 80; la misma en la que cuatro horas antes había despedido a sus dos hijas.
El momento de la rendición: muchos de los 25 que resistieron fueron luego desaparecidos por Pinochet.
Los oficiales aguardaban la orden para ingresar cuando recibieron una importante advertencia: las 25 personas que permanecían junto a Allende se iban a entregar. Puertas adentro, el Presidente se sacó el casco y les hizo su última petición: "Antes de salir, les pido un minuto de silencio por la muerte de mi entrañable amigo, el 'Perro' Olivares".
Allende les había mentido. Iba a cumplir con la advertencia que horas antes le había hecho a las Fuerzas Armadas: no saldría vivo. "Ahora comiencen a bajar, yo seré el último de la fila", les dijo, pero su figura se desdibujó por los gases y el humo. En ese momento, antes de la entrega, el médico Guijón recordó a sus hijos y tomó una decisión que cambiaría su vida.
No habrá una guerra fratricida porque el Gobierno y el pueblo lo impedirán".
"Tengo tres hijos varones, que en ese momento eran niños. Pensé: 'Es la primera vez que estoy en una guerra, ¿cómo no les voy a llevar un recuerdo? Y en ese momento pensé que el recuerdo más impresionante era la máscara antigases que nos habían dado para el caso de una emergencia. Eso fui a buscar. Suponía que estaba hacia el final del corredor", recuerda Guijón, uno de los pocos sobrevivientes de la resistencia y único testigo del suicidio del Presidente.
Al llegar, vio la puerta del Salón Independencia entreabierta. "Había un sofá en el otro extremo de la sala, donde estaba Allende. En el momento en el que entré, lo vi sentarse y dispararse con la metralleta entre las piernas. La parte superior del cráneo voló enteramente. En estos momentos me encontré solo y con el Presidente muerto".
Así retiraron los restos de Allende del Palacio de la Moneda.
Pese a la balacera del exterior, los 25 escucharon los dos disparos que salieron de la AK-47. Pedro Valverde entró corriendo al salón. Se encontró con un Guijón inmóvil frente al ahora cadáver del hombre con el que había resistido codo a codo. Ya no había nada que hacer, más que informarle a sus compañeros lo que sucedía. Corrió hacia la escalera y anunció: "¡Se suicidó el Presidente!".
Eran las trece y treinta. Habían pasado casi cinco horas desde el inicio del ataque al Palacio y los soldados finalmente derribaron la puerta de la calle Morandé. La primera en salir fue Miria Contreras con la improvisada bandera. Los últimos fieles a Allende ahora se encontraban en el piso con la latente amenaza de un tanque que prometía pasarlos por encima, si no se rendían los siete compañeros que mantenían la resistencia en el Ministerio de Obras Públicas. El fuego cesó, los militares todavía no sabían qué había pasado con el hombre al que buscaban.
El sillón sobre el que se suicidó Allende está ahora expuesto en el Palacio de la Moneda.
Media hora más tarde, el teniente coronel de la Escuela de Infantería Iván de la Fuente ingresó al salón se encontró con la postal política más contundente de la jornada: Allende, con las piernas estiradas, la metralleta a un costado y lo poco que quedaba de su cráneo tendido hacia la derecha. A su lado, Guijón. "Tuve tiempo de tomar un asiento que había y colocarlo al lado del presidente. Sentí que cuidar el cadáver era mi compromiso final".
"¿Quién es usted?", le preguntó el teniente. "Soy el doctor Patricio Guijón", retrucó con tranquilidad el hombre. "¡Diga dónde está Allende!", ordenó el coronel. Con ironía, el doctor le indicó: "Su excelencia, el Presidente de la República se encuentra en ese sillón".
De la Fuente se comunicó con su superior, el General Javier Palacios, quien se encontraba en la puerta del Palacio junto a los primeros detenidos. "Me dijo: 'Mi General, en el Salón Independencia está el presidente'. Corrí para allá y entré. Di las primeras órdenes de que no lo tocaran y que lo cubrieran con una manta de lino no sé si mexicana o boliviana. Que llamaran a los médicos y al servicio de Inteligencia", aportó Palacios, uno de los encargados del ataque.
Tras derrocar a Allende, Pinochet dio inicio a una de las etapas más oscuras de Chile.
Reportó como pan caliente la información a su superior, el general Herman Brady, con un escueto mensaje: "Misión cumplida. Moneda tomada, Presidente muerto". Pinochet todavía no había sido notificado de la rendición, pero debía enterarse antes de que el cuerpo de Allende fuera retirado en una camilla militar del Palacio, cubierto por la manta de colores que le había puesto Palacios. Se enteró por la radio encriptada del Ejército.
"Por la posibilidad de interferencia, lo voy a transmitir en inglés. Allende cometió suicidio y está muerto ahora", fueron las palabras que Pinochet escuchó por radio por parte de Carvajal, quien desde hacía menos de 24 horas ostentaba el cargo de Jefe del Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas. El cuerpo fue trasladado al Hospital Militar y permaneció ahí casi un día entero.
La estatua de Allende emplazada frente al Palacio de la Moneda.
Mientras realizaban la autopsia, la viuda de Allende seguía recluída en la casa del por entonces presidente del Banco Interamericano de Desarrollo. A las diez de la mañana del 12 de septiembre, su sobrino, Eduardo Grove Allende, llegó con los papeles que la habilitaban a retirar el cuerpo del Presidente.
Al llegar al hospital, Hortensia pidió ver el cuerpo de su marido, pero se lo negaron. "Señora, tengo la orden de llevar el féretro en un avión que nos espera en Cerrillos hasta la base aérea de Quinteros y desde allí conducirlo hasta el cementerio Santa Inés en Viña del Mar. Está prohibida la presencia de personas. Sólo puede ir usted con un par de familiares. Nadie más. Esa es la orden de la Junta", le dijo el edecán aéreo Roberto Sánchez. El cuerpo de Allende sería llevado a su entierro en el mismo avión que un día antes le habían ofrecido para abandonar el país.
Mientras tanto, en Viña del Mar, los militares ultimaban los detalles de la "sepultura clandestina". Pese a que la ciudad estaba tomada, el pueblo se enteró. Decenas de personas aguardaron en las inmediaciones del cementerio la llegada de su Presidente. Antes de la inhumación, Hortensia volvió a pedir que le permitieran ver a su marido. Esta vez, los seis oficiales que asistieron al entierro accedieron.
El Estadio Nacional fue convertido por las Fuerzas Armadas en un Centro Clandestino de Detención.
"Atravesamos el cementerio hasta llegar al mausoleo familiar. Antes de que bajaran el cajón, hice un esfuerzo para no derrumbarme. Nadie me vio llorar. Me tragué las lágrimas. No derramé ni una sola porque dije: 'Estos no me van a ver llorar'", recordó tiempo después.
Todos tiraron un puñado de tierra en señal de respeto, incluso los militares. Ella arrancó una hortensia de una planta que se encontraba frente al mausoleo y la arrojó al nicho. Miró con seriedad a los militares que la escoltaban y pronunció: "Quiero que sepan que aquí estamos enterrando a Salvador Allende. En forma anónima, porque no quieren que se sepa. Pero yo le pido a ustedes, a los sepultureros, a los jardineros, a todos los que trabajan aquí que cuenten en sus casas que aquí está Salvador Allende para que nunca le falten flores'". Hugo Guzmán, uno de los sepultureros que todavía trabaja en el cementerio, nunca olvidó el entierro y cumplió con el pedido de la viuda. Después de todo, él lo había votado en las elecciones que había tenido lugar hacía sólo 48 meses.
La imagen del suicidio que dio vuelta el mundo: "Allende no se rinde, ¡mierda!".
Allende no se rinde, ¡mierda!".
Aquel 11 de septiembre, Allende no se enfrentó a un pelotón de fusilamiento, como lo hiciera un coronel de las mágicas selvas colombianas. El Presidente combatió a un ejército entero y, cuando su derrota era ya inevitable, cumplió con la última promesa que le había hecho horas antes al pueblo. Su grito final sigue haciendo eco en la historia de Chile, América Latina y el mundo: "Allende no se rinde, ¡mierda!".