por Daniel Riera
09 Abril de 2020 15:01
Sucedió la semana pasada. Me preparé un café con leche, lo llevé al comedor, regresé a la cocina, me preparé otro café con leche, lo llevé al comedor. Vale decir, me olvidé del café con leche que me acababa de preparar y me preparé otro.Vivo solo, con mi perrito. Había dormido como el culo, que es como sospecho que están durmiendo la mayoría de ustedes. Había dormido como el culo pero aún así el episodio me asustó un poco. Entré en el servidor de BigBang, saludé a todo el mundo por Telegram, le conté por Whatsapp lo que me acababa de pasar al amigo y compañero de trabajo Agustín Gulman. Se sucedió el siguiente diálogo:
Es más o menos como dice Agustín. Las opciones que manejo en estos días son dos: a) acostarme entre las tres y las cuatro de la mañana; b) acostarme a la una de la mañana, sabiendo que a las tres me despertaré de todos modos. Así es como a veces me conecto a Facebook y descubro que todo el mundo está allí. O bien trato de leer un rato, hasta que el sueño me venza. Después, cuando me levante a la mañana siguiente, ya estoy derrotado y pasan cosas como el doble café con leche.
Rueditas. Veo girar rueditas. A veces acompañadas por la palabra cargando. Eso. Internet me está cargando, porque las páginas tardan demasiado en cargarse. Y necesito abrir unas cuantas para laburar. Mientras tanto, nos vamos comunicando a través de Whatsapp o de Telegram. Cuidás las palabras. Recordá: tus compañeros y compañeras no te ven, y lo que digas podría ser malinterpretado.
A veces le perdés el rastro a los chats porque estás escribiendo, y te quedás preocupado porque tal vez alguien te quería decir algo. Mientras tanto, las rueditas siguen girando, como en aquel tema de los Ratones paranoicos. Y de a ratos, la pantalla se queda blanca. Como la cabeza. Porque la cabeza pasa de pensar en varias cosas a la vez a no pensar en ninguna, y así es como descubrís que una cosa y la otra son más o menos lo mismo.
Escribo. Sobre los muertos en Italia, los muertos en España, los muertos en Estados Unidos, los muertos en Inglaterra, los muertos en Francia, los muertos en Argentina. Muertos, curvas, tendencias, la alegría difícil de explicar de algún ministro de Salud europeo porque los muertos de hoy, que son como 500, son al fin y al cabo menos muertos que los 600 de ayer. Nuestros muertos son menos, felizmente. Pero son y, claro está, no querés ser uno de ellos.
Vas al chino: nunca falta el desubicado que se abalanza sobre un frasco de mayonesa, nunca falta el apurado que se te viene encima en las cajas. Volvés a casa. Te lavás las manos. Te preguntás si todo lo que compraste alcanza para no ir por tres o cuatro días al chino. Descubrís que no. Descubrís siempre que te falta algo. De acuerdo con la importancia de ese algo, decidís si lo dejarás pasar o si volverás mañana o pasado. Te preguntás cuál es la hora adecuada para ir al chino: te volviste un analista de mercado. A la mañana hay menos gente pero vienen los proveedores. A la noche hay que tratar de ir bien justo antes del cierre. Si vas media hora antes, cagaste. Tratás de cuidar el efectivo. El cajero automático está a ocho cuadras. En la medida de lo posible, va a ir Cadorna al cajero.
A la hora del almuerzo, descubrís dos cosas: la buena es que comés más sano que antes; la mala es que la comida te la tenés que preparar vos, que no hay ninguna rotisería ni barcito ni nada cerca. Así el parate que antes era para comprar comida hecha y comer, ahora es para cocinar y comer. Te das manija, te preguntás si no habrás tardado demasiado, si tus compañeros no pensarán que te estás haciendo el boludo. Volvés a la compu, avisás que ya comiste, en la pantalla siguen las rueditas.
Pensás en ella. La llamo ahora, la llamo después. Lo único que podés es llamarla, ya que no verla, excepto por videollamada. Es que ella vive en Villa Crespo y vos en Lanús. En marzo volvimos de nuestras vacaciones, la pasamos genial, hablamos de mudarnos juntos. Días después, cuarentena. Ella allá, yo acá. Así será por muchos días hasta quién sabe cuándo. Preguntártelo, claro está, te entristece. Pero te lo preguntás igual.
Escuchás un poco de música. Mirás alguna serie, alguna película, algo .Leés algún libro, cuando se puede. Hay días en que lográs la capacidad de abstracción semejante como para concentrarte. Hay días en que es imposible. No se trata solo del encierro. Se trata de las razones por las cuales estás encerrado. Del enemigo invisible al que describe Alberto.
Llamás a algún amigo para saber si está bien. La mayoría está bien, pero de tanto en tanto resulta que alguno está como el orto. Que extraña a los suyos, que no tiene un mango, que las dos cosas. Tu posibilidad de ayudarlo es limitada. Lo bueno es que tu amigo sabe que querés que esté bien y se alegra de que lo quieras, lo malo es que la mayor parte de las cosas que digas será al pedo.
El Manchi parece mejor que antes. Por lo menos, come más que antes. Ha engordado algo, se acostumbró a pasear de noche, cuando nadie nos ve, en paseos naturalmente mucho más cortitos que antes. Paseos paranoicos porque no hay un alma en la calle, nunca viste el barrio así, pero qué pasa si no hay un alma pero sí hay un chorro es alguien que te quiere afanar. Volvés a casa, te preguntás si le deberías lavar las patas o no, te apena que ya no cague por el barrio, te preguntás si eso querrá decir que ya no disfruta tanto el paseo como antes, o si es sólo que ya no caga en la plaza porque caga en la terraza. El Royal Canin disminuye tanto como el frasco de café Arlistán: cada uno de los habitantes de esta casa tiene su insumo básico.
Debería hacer algún ejercicio físico. Miro videos en Youtube. Hay uno de unos chinos muy gracioso. Demasiado gracioso para ponerse a hacer los ejercicios. He pensado en caminar desde la cocina hasta la puerta de calle una y otra vez durante algunos minutos, la línea recta más larga que existe en mi casa. El problema es que la recta más larga es demasiado corta, y me mareo. Ya se me ocurrirá otra cosa.
Llamo a la psicóloga. Hablamos por teléfono. Te preguntás si tiene sentido pagarle a alguien por hablar por teléfono, te preguntás si no estará tan desconcertada como vos. Está menos desconcertada, bien ahí, o por lo menos disimula menos su desconcierto. Escribís esta nota. La revisás. Descubrís que una parte está narrada en primera persona y otra parte en segunda. En algún momento habías tomado la decisión de saltar de una persona del singular a la otra, pero ahora no podés recordar por qué. Ahí lo recordás. En primera persona porque estoy hablando de lo que me pasa a mí. En segunda persona porque a vos, seguro, te pasa algo parecido. ¿Quedó bien? Qué se yo. Publico. Mañana será otro día en cuarentena.