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Cuentos para leer en cuarentena (XXI): hoy, "La lombriz", de Daniel Moyano

"Una inmensa lombriz se desenroscaba y lo acosaba desde el aire".

09 Abril de 2020 19:00
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Parecía improbable, pero hubiera sido hermoso descubrir a su tío en un acto de bondad. Matías Bursatti vivía obsesionado con semejante idea y para llevarla a cabo había dedicado gran parte de su vida a la evocación de los hechos. En sus recuerdos su tío asumía la perfecta imagen del demonio, y la casa, llena de tantos hijos de todas las edades y tamaños la del infierno. Él huyó de allí después de un largo crecimiento, sintiendo que todo lo anterior había transcurrido como un sueño, como si el infierno le hubiese aletargado los sentidos. Los demonios lo dejaron partir sin comentarios. «Una boca menos», había dicho su tío a manera de saludo. Ahora tenía cuarenta años y había contado muchas veces la historia de su tío a los amigos. Y aunque en los distintos hechos que narraba le había tocado casi siempre ser víctima, él aparecía siempre como simple espectador. Cualquier oyente de los relatos de Matías podía advertir que hablaba con odio, con un odio de desquite, al adivinar por sus propias palabras que durante su permanencia allá había, si no amado, por lo menos respetado a esa entidad fabulosa que era su tío. Y un oyente sagaz hubiera advertido incluso que la liberación de Matías fue sin duda una pura casualidad. La evasión no se debía a suerte suya, a un esfuerzo suyo, sino al propio acontecer, a una simple prolongación de ese mundo que escapaba a sí mismo. Estaba afuera por una simple consecuencia, no por suerte o energía.

En veinte años el estilo de los relatos de Matías había variado mucho. La manera de decir, por ejemplo, «entonces mi tío» no era la misma. Ahora prefería decir «él», o «claro, mi tío», o, a veces, llamarlo directamente por su nombre, Eusebio. Una de las historias que más parecía obsesionar a Matías era la de la lombriz solitaria; pero solo excepcionalmente la narraba a sus amigos. Prefería en cambio contar la historia de la vez aquella en que la policía allanó la casa por creer que allí se jugaba (decía que su tío era un gran jugador de monte y pase inglés), y los chicos intentaron quemar a un policía con papeles y trapos ardientes. Pero el problema de la lombriz solitaria no alcanzaba para un relato cabal, tal como le hubiera agradado a Matías, y quizás por eso la omitiera a menudo. Podría en todo caso ser un detalle más de otra historia. Su tío, efectivamente, tenía en el vientre el parásito comúnmente llamado lombriz solitaria. De allí su desmesurado apetito y los fuertes ronquidos nocturnos atribuidos por su tía a la lombriz. La verdad es que la historia de la lombriz lo atraía porque concebía a su tío mismo como una lombriz como una especie de bicho repugnante.

Solía escamotear la verdad. Atribuía a una enfermedad venérea de su tío, por ejemplo, la insuficiencia de los hijos, pero a veces omitía incluso esta opinión y se limitaba a describir los defectos de los mismos como si fuesen una simple derivación del mal que el tío llevaba aposentado en su alma. La verdad es que los ocho o diez hijos, entre hombres y mujeres, no eran cabalmente normales, según las descripciones de Matías, pero estaban dotados de una belleza extraordinaria. Rasgos perfectos, ojos verdes o azules, la tez blanquísima, el cabello dorado. Casi todos eran duros de lengua y habían comenzado a hablar tardíamente, algunos a los seis años. Alguien había sugerido alguna vez que el cigarrillo facilitaba el habla, de allí que casi todos fumasen, para lo cual usaban las colillas de los cigarrillos del padre. Contaba que los vecinos del pueblo, apiadados y a veces hasta enamorados de la belleza de los chicos, que él definía como pequeños demonios disfrazados de ángeles, los protegían de un modo o de otro. Pero tal ayuda acababa pronto a causa de sustracciones de dinero o de alimentos (decía que los demonios siempre tenían hambre), rotura de objetos valiosos, insultos, etc.

Alguien le dijo una vez a Matías, al oír sus relatos, que los mismos carecían absolutamente de piedad. Le preguntó concretamente por qué trataba siempre de hundir a su tío. Y Matías dijo después que aquella vez sintió vergüenza, se sintió asesino como si los hubiera matado a todos ellos. Diremos finalmente que Matías solía olvidar cuidadosamente la miseria que, según se advertía, padecía su tío con el resto de la familia.

El zaguán de la casa de Eusebio llamaba la atención por lo estrecho. Con ese detalle solía comenzar Matías sus largos relatos. Esta vez dijo que su tío había tenido una hermana y que, al morir los padres, ambos heredaron una casa de 20 metros de frente, con una sola puerta de acceso que daba a un zaguán largo y angosto. Y dijo que su tío había querido quedarse con todo, lo cual dio origen a una especie de batalla campal entre él y su mujer por un lado, y su hermana, que vivía con dos sobrinos, por el otro. Matías decía que la enfermedad de la hermana, que era cardíaca y casi muda, se debía a esa pelea, es decir, a su tío. La solución fue un muro que se levantó en medio del zaguán (justamente allí daban los diez metros que tocaban a cada uno) y otras reformas por el estilo, de modo que la casa quedó dividida en dos partes sin ninguna comunicación entre ambas. Como la puerta primitiva era de dos hojas, quedó una para cada casa. Dijo Matías que el zaguán era profundo y oscuro y que los pequeños demonios y el demonio mismo emergían desde lo profundo como pequeños ángeles sucios. Cuando terminaron de levantar el muro, su tío arregló y adaptó la hoja de puerta que le correspondía. Estaba armado de un martillo y tanto clavó y desclavó que la hoja, ahora puerta, quedó rota en varias partes. La tarea duró un día entero (era domingo) y su tío, con cada golpe que se daba en la mano, lanzaba una blasfemia contra el Dios que lo había creado. Estas eran graduales, medidas, y el grado de ofensa de que iban cargadas era el resultado de la mayor o menor intensidad del golpe recibido. Para proferirlas alzaba la cabeza hacia arriba como si quisiera decírselas a Dios en sus mismas narices. La pelea con la hermana había sido en realidad por una diferencia de dinero, algo así como quinientos pesos. Años después la hermana, por intermedio de uno de sus sobrinos, había intentado una conciliación. Era Navidad y se creía que la fecha podía ser propicia para un arreglo de ese tipo. «Es hora de abandonar el odio» se habría dicho. Pero el demonio no solo se negó a concurrir a una entrevista con la hermana, sino que amenazó con ir a la casa y «cantarle las cuarenta en la cara a esa loca».

Poco tiempo después la hermana dejó de utilizar la parte de puerta que le correspondía. Ésta fue clausurada, es decir, derribada, y en su lugar se levantó un muro. Unos metros más allá hicieron una abertura, donde colocaron una puerta de dos hojas. La hermana, de ese modo, podía en las tardes, según su costumbre, pararse en el umbral de la puerta evitando la proximidad del monstruo. Y todos al pasar por allí y verla y oír los cortos gemidos con que respondía a los saludos, pensaban que era él el culpable de tan deplorable estado.

Su tío trabajaba desde hacía años en una rotería, donde, según una concesión de Matías, era muy amable con los clientes. Su patrón lo estimaba y respetaba, pero jamás admitió que los hijos fuesen al negocio. Cuando iban a ver al padre por cualquier causa, le hacían señas desde la vereda opuesta. Su tío robaba allí todo lo que podía, desde huevos, que escondía entre la media y el tobillo, hasta tiras de carne de cerdo, que traía casi todos los días entre el pantalón y la barriga, firmemente apretadas con el cinturón. Estas provisiones eran guardadas en un armario que se cerraba con candado para evitar que los niños lo devorasen todo en el acto.

Matías describía la hora de comer como una pesadilla. En la casa solo había dos sillas, de modo que los únicos que se sentaban eran el tío y la tía. Los chicos comían parados alrededor de la mesa, a la que algunos alcanzaban apenas con la nariz. La tía repartía las escasas raciones entre gritos y protestas: primero Eusebio, después los hijos por orden de edad. Su tío, al comer, tenía siempre la vista alerta para evitar las rápidas sustracciones de trozos de pan o de carne, motivos de lloros y disputas. Cuando la olla donde se había cocido el invariable guiso terminaba de vaciarse, se producía una nueva batahola a causa de la codiciada raspa, comida semiquemada adherida al fondo de la olla, que todos trataban de obtener. La tía, más tarde, especuló con esto, y el que se había portado mejor durante el día podía comer libremente los restos, siempre que tuviera suficiente fuerza y valor para evitar que lo despojaran de la olla.

Alguien tuvo la malhadada idea de llevar un perro a la casa. Y conviene decir que cuando Matías narraba este detalle sus accidentales oyentes se veían forzados a reír. Pero no él, que cerraba en cambio los ojos en este punto como si quisiese mirar dentro del pasado. 

«Jamás vi un perro como ése -decía-: comía cáscaras de papas, cebollas, nabos, chauchas y cuanto le venía a la boca; pero enflaquecía cada día más, a tal punto que los chicos, por referirse a las costillas, tan visibles, decían las espinas del perro». A los pocos meses era evidente que el animal no viviría mucho tiempo. Una sola vez en su vida comió carne, mejor dicho la probó. Se la dio el tío un día, ante el asombro de todos. Pero adentro llevaba una píldora de estricnina.

Matías nos contó una vez una tentativa de suicidio de su tía. Después de narrarlo todo minuciosamente dijo que, en muchos años, habían sido varios los intentos, exactamente iguales al descripto. Cuando su tío llegó aquella noche, ella estaba en la cama como moribunda. El médico, tras una rápida visita se había ido. Matías comparaba la muerte del perro con aquel intento de su tía: las mismas convulsiones, el mismo cerrar de los ojos. Con ambos se había intentado el contraveneno dándoles aceite con leche. En el perro no había prosperado. Y contaba que su tío blasfemó entre dientes durante un rato y después se desquitó con los chicos. Se indignó porque no habían encendido el fuego para asar la carne. Esa noche los castigó a todos, que lloraban amontonados en el zaguán próximo a la pieza donde yacía la tía, y después de comer se acostó tranquilamente a su lado. Al rato roncaba y la vecina que vino a poner inyecciones tuvo que empujarlo varias veces para que no la estorbase en su tarea. Los ronquidos se oían en lo profundo del silencio, y era como si roncase la lombriz. A los pocos días, como ocurría siempre, la tía estaba recuperada.

Durante los dos días que ella estuvo en cama los chicos tuvieron mucho trabajo. Su tío no fue a la rotisería y por tal causa hubo que trotar en la casa. Con yuyos arrancados de un baldío cercano se improvisaron escobas, una para cada chico. El tío dirigía las tareas con una varilla de mimbre en la mano. La casa tenía un fondo bastante largo, dividido en varias partes por tejidos de alambre, restos de antiguos gallineros. En dos días arrancaron toda la maleza y amontonaron grandes cantidades de basura que luego quemaron. Consumidas las llamas, quedaron centenares de latitas de salsa, tubos de remedios, trozos de latas viejas, etc., que enterraron en un pozo cavado con tal propósito. Cuando la tía se levantó de la cama los besó a todos por haber sido tan buenos y obedientes y les dijo que en adelante deberían seguir siendo buenos para evitar que ella muriese. Varios de ellos tenían todavía en las piernas las marcas de los varillazos, verdaderos ejecutores de la hazaña. Cuando cavaban el pozo para la basura, uno de los chicos gritó: «¡el perro, el perro!», mostrando una quijada. Pero nadie comentó su hallazgo.

Matías había vivido ya la mitad de su vida cuando nosotros lo conocimos. Había vivido muchos años en distintas capitales de provincias y se recluyó finalmente en un pueblo del interior, similar en población y características esenciales al pueblo donde había vivido con sus tíos. La casa que habitaba era también muy parecida a la de su tío: habitaciones alineadas con la cocina y el cuarto de baño al final, y todo unido por una gran galería que daba a un patio estrecho. Ocupaba solo dos habitaciones, la que daba a la calle y la siguiente. Una tercera tenía las paredes casi cubiertas de retratos y objetos menudos que guardaba en repisitas de madera. Eran retratos de su tío en varias actitudes, de una de sus primas y otras irreconocible para la mayoría de sus amigos. Únicamente la puerta de dos hojas aunque estrechas, y el zaguán, igualmente angosto pero revocado, la diferenciaban de la de sus relatos. El muro levantado por su tío no tenía revoque, según lo especificaba cuando describía la casa. Todo hacía pensar que Matías se había encerrado allí para encerrar también el pasado, para contemplar a sus anchas a los que él mismo denominaba sus fantasmas. Cuando hicimos este descubrimiento pensamos que Matías estaba enloqueciendo. Le preguntamos si ese retrato tantas veces repetido era su tío y él asintió. Alguien le dijo que era sin duda un hermoso hombre y él inclinó gravemente la cabeza como diciendo que sí, que era verdad, quizá con un poco de vergüenza. Esa noche, cuando prácticamente le invadimos la casa, que él ocultaba celosamente puesto que nunca invitaba a nadie, contó otra de sus innumerables historias y dio tal realismo al relato que muchos creímos participar de los hechos, quizá por la similitud de la casa con la otra.

Dijo que un día los chicos, que conocían a la perfección cuanto recoveco existía y todo lo que sucedía en varias cuadras a la redonda, advirtieron que la hermana de su tío no aparecía como siempre apoyada en la puerta de su casa. Había sufrido otro de sus ataques y estaba en cama. Días después pudieron ver a las enfermeras entrar y salir cada dos o tres horas con sus guardapolvos blancos y las cajas de las inyecciones en las manos. Su tía mandaba a espiar a los chicos para estar al tanto de lo que ocurría.

Ahora podía verse a simple vista que no solamente las enfermeras entraban en la casa sino algunos parientes venidos del interior de la provincia, los que, sin embargo, no llegaron a la casa de su tío. El automóvil del médico aparecía de tanto en tanto como una presencia alarmante. El demonio oía los comentarios pero no decía nada. Su tía le dijo una noche que convenía que fuese porque al parecer estaba grave. «Después de todo es tu hermana», dijo Matías que le había dicho.

Esa noche se oyeron gritos. La tía lloriqueba un poco y los chicos se asustaron. Cuando llegó el tío y vio que la tía lloraba a hurtadillas mientras preparaba la comida, no había ningún chico en la casa. Entonces se puso a gritar como loco. Los chicos estaban en la vereda, cerca de la puerta de la casa de la enferma. Había varios autos estacionados, donde ellos se trepaban para atisbar hacia el interior de la casa. Uno de ellos advirtió que había llegado el padre y todos volvieron a la casa inmediatamente para evitar el castigo. Mientras tanto la tía seguía lloriqueando sin revelar el motivo. Los chicos en su media lengua explicaron que quizá estuviera sucediendo algo grave.

Dijo Matías que esa noche su tío había traído semillas de zapallo y que estaba pelándolas sobre la mesa de la cocina. Como dos de los hijos habían tomado algunas de las que ya estaban peladas, para comerlas, su tío se sacó el grueso cinturón y lo puso sobre la mesa. Parecía que habían olvidado lo que pasaba al lado. Pero la tía, mientras iba y venía preparando la comida, suspiraba y exclamaba que la vida era muy triste.

El tío después de pelar todas las semillas -tarea que realizó en completo silencio- abrió la boca para reprochar la falta de limpieza del tubo de la lámpara de querosén, que le impedía ver con claridad la tarea que estaba realizando. Pidió entonces el plato de hierro enlozado, que los chicos empezaron a buscar por todos los rincones de la estantería de la cocina. La verdad era que la inusitada tarea que realizaba el tío había logrado despertar un extraordinario interés entre los chicos. El plato no aparecía y la tía protestaba ahora porque le atajaban la luz. Uno de ellos recordó en eso que el plato estaba en el patio, con agua para la gallina. El tío ordenó entonces al que parecía más interesado en colaborar, que fuese a buscarlo; pero éste, en su media lengua, explicó que tenía miedo y que además no había luna. Entonces tres de ellos tomaron la lámpara y salieron al patio para buscar el plato. La cocina quedó completamente a oscuras y la tía volvió a protestar amenazando con dejarlos sin comer a todos. Como esa lámpara era la única que tenían, al llegar la noche, adonde iba la lámpara iban todos. Finalmente quedaba en la pieza de los tíos y por tal causa los chicos debían acostarse siempre en lo oscuro, salvo cuando la gran luna iluminaba plenamente las camas y las siluetas de los chicos, que solían jugar parados en la cama. Decía Matías que parecían insectos corriendo detrás de la luz.

A poco los chicos volvieron con el plato, que hubo que lavar. El tío colocó allí todas las semillas y se puso a aplastarlas con un palo. Le puso azúcar y formó una pasta. Era un remedio para la lombriz solitaria. En la casa de al lado estaban corriendo muebles. Oyeron los chirridos. Su tío, al ser enterado de que la comida demoraría un rato todavía debido a que el carbón era muy duro, preguntó si había un huevo, a lo que su tía respondió que no. Entonces, dando un grito, preguntó: «¿Pero qué pasa con los huevos que pone la gallina?». «Son estos degenerados», dijo Matías que respondió su tía.

Los chicos, directamente acusados, se echaban la culpa mutuamente. La madre, dándole a uno un coscorrón, dijo: «Es éste el que se los come crudos, como las víboras». En efecto, el niño señalado, acechaba pacientemente a la gallina mientras ponía el huevo; luego lo sacaba del nido y con un clavo le hacía dos agujeros, uno a cada punta, y le succionaba el contenido. El segundo agujero era para que la entrada de aire al interior del huevo permitiera la succión.

Gritos y llantos se oían ahora claramente en la casa de al lado, juntamente con el chirrido de los muebles que eran movidos de sus sitios. Los chicos arrimaban el oído contra la pared y trataban de explicar lo que ocurría del otro lado. Varios de ellos salieron a la puerta y volvieron corriendo atropelladamente para decir que habían traído el cajón. La tía de Matías sollozó fuertemente y secó sus lágrimas en el delantal. Su tío callaba. La comida estaba lista.

Dijo Matías que la comida, por primera vez en muchos años se hizo en silencio. Al cabo su tío se levantó de la mesa y dijo: «Pobre loca, que Dios la ampare», con el mismo tono de voz que usaba para la blasfemia.

Con las semillas del zapallo, molidas con abundante azúcar, su tío había hecho una bola parecida a una albóndiga. Debía comerla al otro día en ayunas y a la hora tomar una purga. Con esto se curaría de la lombriz. Explicó Matías que la lombriz comía ávidamente la pasta dulce y que luego, al beber la purga, ésta producía su expulsión al exterior.

Su tío, al levantarse, tomó en una mano la lámpara y en la otra la bola de semillas, mientras la tía terminaba de amontonar los platos. Al rato salió y todos los siguieron, detrás de la luz, hacia las piezas. Dejó la bola sobre la mesita de luz y tuvo que ceder por esa noche la lámpara a los chicos que lloraban de miedo. Poco después todos dormían. Al día siguiente la pasta de semillas había desaparecido antes de que su tío pudiese hacer uso de ellas. Se le echó la culpa, naturalmente, al que comía los huevos.

Aquella noche Matías terminó así su relato. Los amigos tuvieron en algún momento la sensación de que los hechos habían ocurrido en esa misma casa y que Matías lo ocultaba cuidadosamente. Tiempo después completó el relato de aquella noche; pero no allí sino en la casa de uno de sus amigos. Dijo que su tío sabía perfectamente que había muerto la hermana, pero que no hizo ningún comentario aparte del ya mencionado.

Al amanecer aquel día, que era de descanso en su trabajo de la rotisería, ordenó con dos o tres gritos breves que cerrasen la puerta de calle porque nadie entraría ni saldría durante toda la jornada. Él mismo la cerró con llave. Ese día, fatal para los chicos, también tocó limpieza y todos tuvieron que levantarse muy temprano a causa del descubrimiento de la desaparición de las semillas. Hubo que cavar otro pozo para la basura y quemar allí toda la que habían amontonado durante la mañana. Terminada la tarea en los diversos patios, su tío, que los dirigía personalmente, ordenó entonces el lavado de los pisos de las tres piezas, cocina y cuarto de baño. Y mientras limpiaban, pegaban las orejas contra las paredes para oír mejor los gritos que venían desde la casa vecina. Podían percibir con perfecta claridad la llegada de nuevos parientes o de vecinos, la partida de otros, pero eran incapaces de traducirlo en su media lengua. Sin embargo, su tío, que entendía bien el idioma de sus hijos, supo por ellos que habían llegado la tía Teresa, el tío Juan y muchos otros. Venían de provincias limítrofes, haciendo viajes bastante largos, pero ninguno fue a ver al demonio.

Repentinamente advirtieron que alguien, desde hacía mucho, estaba golpeando a la puerta. Uno de los chicos, después de husmear escrupulosamente a través de las hendijas, exclamó, corriendo hacia adentro, que Carlos (uno de sus hermanos) había quedado afuera. A poco Carlos berreaba en la vereda ante la hilaridad de todos sus hermanos, que se burlaban de él desde este lado de la puerta. Luego ante un gesto de su tío volvieron a las piezas y el otro tuvo que quedarse afuera hasta que su tío decidiera sobre su suerte. De vez en cuando se oían sus berridos.

Por la tarde hubo un gran silencio en la casa vecina. Su tío dormía la siesta. Dijo Matías que él lo oía roncar desde la pieza vecina y que se lo representaba como una lombriz solitaria enroscada. Ya habían sepultado a la mujer. Al atardecer, cuando su tío ya se había levantado, se oían sonidos aislados, automóviles furtivos. Poco después comenzó a caer una casi imperceptible lluvia. No se oía al chico que había quedado afuera. Su tío se había recostado y leía diarios viejísimos, de un año o dos atrás. En una de las entradas furtivas que hizo la tía al interior del cuarto, él comentó con un gruñido el aumento de la papa. «Ya no se puede vivir en este país», dijo claramente por ahí.

«Como si alguna vez, alguna remota vez -comentaba Matías- hubiese podido ir a otros países o presentir siquiera que existieran». Eran quizás frases heredadas de su padre, italiano de nacimiento, que jamás pudo hacer una fortuna como deseaba. Rato después volvieron a oír los gritos del que había quedado afuera, decidido esta vez, al parecer, a no callar hasta que le abriesen. Nadie atinaba a responderle sin embargo. Su tío dijo «bah, todas macanas y mentiras», arrojó los diarios al suelo y se levantó pesadamente. Llegó hasta la puerta de calle por el estrecho zaguán y abrió. Cuando el chico entró su tío le alargó una patada en dirección a las nalgas, pero ésta no pudo llegar a destino a causa de la rapidez del niño, que en un segundo había ganado la cocina, donde estaba la madre.

El recién venido traía los bolsillos llenos de caramelos y se puso a berrear con energía cuando sus hermanos quisieron despojarlo de su botín. «Ya lo sabemos» fue la respuesta de todos cuando informó que habían enterrado a la mujer. Idéntica respuesta mereció la afirmación de que había estado la tía Catalina, que le dio los caramelos (le dio también un peso, pero se guardó bien de contarlo). Su tía lavaba el tubo de la lámpara. Volvieron a oír el ruido de muebles corridos en la casa vecina. La tía encendió la lámpara y dispuso la mesa para comer. Su tío llegó y se sentó rascándose la cabeza. Los chicos, parados, tomaron ubicación alrededor de la mesa, menos el que había quedado afuera, que se mantuvo a prudente distancia del alcance de los brazos del padre. La tía sirvió los platos y él dijo «otra vez pulenta» con tono de blasfemia y empezó a comer. Dijo Matías que su tío siempre hablaba con tono de blasfemia y aun suponía que si alguna vez en su vida hubiese rezado habría sido de esa manera. El que había visto con pelos y señales lo ocurrido en la casa vecina, se sacó el caramelo que tenía en la boca, lo guardó en el bolsillo y se dispuso a comer. Lo hacía parado, apoyado contra la pared, pronto para huir. Su tío no lo miraba. En la casa de al lado se oyó en eso un grito largo, como si algo se hubiese roto. La tía se secó los ojos con el delantal y su tío dijo «basta» con tono de reproche, quizás sin llegar a la blasfemia. El grito había cesado. Uno de los chicos descubrió que el de los caramelos tenía un peso. El drama se desarrollaba secretamente contra la pared. Ni la tía ni el tío advirtieron nada hasta entonces. Suponían que lo había mostrado para atormentar a sus hermanos, pero éstos se creían, a su vez, con derecho para participar del peso. Posiblemente el hecho de tenerlo solo significase que había huido al lado en un acto de desobediencia, como pudiera haberlo hecho cualquier otro y de tal modo el dinero correspondería a todos. El chico gritaba como un loco y al intervenir la tía dijo, quizás para despertar conmiseración y así salir victorioso, que la tía Catalina se lo había dado para comprar zapatillas. Finalmente accedió a entregar el peso a la madre, completamente arrugado; pero acto seguido, por una simple consecuencia lógica, el peso pasó a poder de su tío, que lo guardó, sin hacer comentarios, en un bolsillo de los pantalones.

Decía Matías que después, en la casa de al lado, había un maravilloso silencio. Y agregaba, no sin cierta jactancia, que cualquier espectador ubicado en la tienda opuesta hubiese visto al siguiente día, alrededor de las nueve de la mañana, abrirse lentamente las puertas de lo que él llamaba el infierno y salir de su interior, por el estrecho pasillo, uno por vez, a los integrantes de la familia, con gruesos lutos llamativos. La tía lucía un vestido negro de una sola pieza y medias del mismo color. Su tío mismo tenía una ancha franja negra en la manga del saco.

Así eran las variaciones que hacía Matías de sus relatos. Sus amigos suponíamos que en cualquier oportunidad podía contarlo todo con nuevos detalles. Y suponíamos también que así trataba él de explicarse a sí mismo la existencia y los conflictos de su tío.

-Un hombre realmente hermoso -dijimos aquella noche en la casa de Matías al ver uno de los retratos de Eusebio.

-Así es -dijo él-; y creo haberlo dicho alguna vez.

-Yo lo hubiera confundido con su padre -dijimos.

Matías enrojeció.

-Imposible -dijo-. Los rasgos son muy diferentes, observando bien.

-Sin embargo -dijimos- tiene algo en común.

Él describió entonces minuciosamente a su tío para decir finalmente que en el retrato había deformaciones causadas por la fotografía misma.

La verdad es que el tío de Matías era para nosotros un personaje familiar. Y como todos sus relatos eran fragmentarios, circunstanciales, aquella vez le pedimos que narrase los hechos cronológicamente y que nos dijese también por qué razón había vivido con tales parientes. Él accedió, pero pese a todo lo que dijo no pudo dar una explicación clara de lo que parecía ser un problema profundo, al menos tal como nosotros lo hubiésemos deseado. En primer término dijo que la cronología, en los hechos, le parecía una incongruencia, y que ella le había llevado a detestar la Historia, especie de cárcel donde todo se desfiguraba justamente por la cronología. Después habló de las relaciones y de los vínculos y dijo que la convivencia humana era una especie de comunión inalterable y a la vez un terrible error. Solo nos salvaba el tiempo, fluyendo por todas partes, y así podíamos saltar, mediante la destrucción de los seres más próximos, a otros estados más avanzados o paralelos. Pero de un modo o de otro había que pagar los errores propios, o los de los otros, y todo individuo evadido de un tiempo o estado tenía que ser capaz de convivir con todos sus fantasmas, cosa que era realmente una prueba de valor. Allí solo se salvaban los fuertes. Y confesaba que quizás él no lo fuera, que si su tío volviese a aparecer él no sería capaz de enfrentarlo y despreciarlo y volvería a convivir con aquella realidad. «Son demasiados los vínculos; cuesta abandonar lo que se puede recordar», decía. Tan confusas como éstas eran todas sus apreciaciones. Interrogado nuevamente sobre la forma en que llegó a esa casa, dijo como avergonzado:

«En realidad yo no sé bien, es decir, no recuerdo bien lo que ocurrió en los primeros años. Había perdido a mis padres, y mis tíos eran los tutores. Sin embargo sé que alguien me acompañó, en tren, desde la ciudad hasta el pueblo donde vivían mis tíos, a quienes ya conocía, quiero decir a quienes ya había visto otra vez fugazmente. Era una tarde quizás lluviosa; sé que hacía frío. Yo estaba parado a la puerta de la casa con la valija en una mano, recordando el tren que ya no volvería, mientras mi acompañante, quizás un pariente, golpeaba las manos. El tren había vuelto a partir sin misericordia desde la miserable estación de aquel pueblo apático, chato, lleno de altoparlantes y a veces de turistas. Nunca pude averiguar quién fue mi acompañante. Sospecho que algún parentesco me ligaba con él porque conversó con mi tía y al salir me alzó y me besó en ambas mejillas. «Portate bien», dijo. Estas fueron sus únicas palabras desde que salimos de la ciudad. Él golpeaba las manos aquella tarde quizás lluviosa mientras yo pensaba en el tren y atisbaba por la puerta abierta del zaguán una galería más bien larga a la que daban varias piezas. El primero en asomarse adentro fue un niño de unos cinco años, desharrapado, que nos miraba sin decir nada. Al verlo así, en un día tan frío, me sentí abrigado en mis zapatos nuevos. A poco asomó mi tía, extrañada, con un cucharón en la mano. «Pero si es Matías», exclamó con su voz agudísima y corrió a abrazarme. Sentí que lloriqueaba. Saludó efusivamente a mi acompañante y entró en la casa. Nosotros la seguimos. Yo pensé que tenía que seguirla. En el otro extremo había una multitud de chicos; unos caminaban, otros gateaban. No podría decir cuántos eran entonces, pero supongo que ocho o nueve. Me miraban con asombro y a mí me pareció que me olían. Podrían ser las cuatro o las cinco de la tarde. Supongo que eran más de las cuatro porque mi tío no estaba y en los días y años subsiguientes supe que él se iba a trabajar todos los días a la rotisería antes de las cinco. Mi tía, mientras hablaba con el que me había llevado, decía insistentemente «pobrecito» y los chicos me miraban los zapatos. El que me había traído le entregó a mi tía un papel que tuvo que sostener un largo rato entre las manos porque ella se secaba las suyas en el delantal para poder tomarlo. Yo miré el papel, desconocido para mí, lleno de sellos y de números. En un lugar del texto, y en forma transversal, sobre el margen, estaba escrito mi nombre con letra manuscrita más grande que el resto. Mi tía lo tomó finalmente y lo guardó en un bolsillo. Después lo puso dentro de una cartera que había sobre el ropero. Mi tía había preparado mate cocido mientras hablaba con el que me había llevado allí, ante la muda presencia de los chicos y mía. A él le sirvieron una tacita y a mí un jarro con un trozo de pan. Como los chicos, algunos con gestos y otros con palabras, pidiesen de beber aquello, mi tía, enarbolando un repasador los espantó a todos durante un instante diciéndoles que ellos ya habían tomado. Mientras yo bebía a sorbos uno de ellos se apostó frente a mí para mirarme con ojos codiciosos. Me agradó su rostro casi hermoso y le di la mitad del pan. Cuando mi tía advirtió esto se lo quitó y volvió a dármelo, creyendo sin duda que él me lo había arrebatado. El chico se fue a llorar afuera. Y no era un llanto el suyo sino más bien un grito ininterrumpido. Muy pocas veces los oí llorar realmente. Cuando mi acompañante partió me pareció todo vacío. Yo tenía que quedarme allí, según lo había oído o presentido, hasta que creciera. Porque ha de saberse que desde el instante en que mi presunto pariente golpeaba las manos, mientras yo sostenía aquella valija ante las puertas de la casa, pensé en volver, que yo tenía que volver. Luego supe gradualmente que para que ello ocurriera había que crecer primero, y no tenía idea del tiempo que demandaría mi crecimiento. Era pues inevitable este crecer para poder salir de allí. Mientras tanto no sabía a qué me entregaría para poder sobrellevar ese crecimiento que se imponía como un penoso deber. Fue poco lo que pude ver del pueblo durante el trayecto desde la estación hasta la casa; pero después advertí que eso era casi todo. Era un pueblo chato, blanco, de calles abruptas. Cuando se despejó el cielo parecieron más anchas y vi las montañas a lo lejos. Me llamó la atención la anchura de las calles siendo las casas tan chatas. Y después pensé que allí no hacían falta semejantes calles pues hubiera bastado con simples pasillos entre una casa y otra. Una iglesia muy vieja, mal pintada, un arroyo en cuyas orillas había montones de tarros viejos, la plaza con árboles de la zona, la municipalidad (un edificio chato también pero más antiguo), la usina, dos o tres almacenes, un cine, algún negocio, la rotisería y la fábrica. Eso había. Y todo quedaba cerca, todo estaba a la mano. Me olvidaba del correo, que funcionaba en la misma municipalidad. A lo largo del arroyo había ranchos. En algunos de ellos, durante el verano, alquilaban caballos a los pocos turistas que visitaban la localidad. Posiblemente mi tío fuera uno de los pocos en el pueblo que no dependía de la fábrica. Casi todos trabajaban allí. Era una fábrica de cal, con grandes instalaciones y depósitos y dependencias en casi todo el pueblo. En realidad todo el pueblo era una simple dependencia de la fábrica. Había una máquina trituradora donde, se decía, habían perdido la vida muchos hombres. Esto me obsesionó durante mucho tiempo. La máquina arrojaba constantemente, de día y de noche, un fino polvillo que le daba a todo el pueblo ese aspecto blanquecino que mencioné antes. Por la mañana sobre todo, ustedes podían ver las veredas blancas, los árboles constantemente tapados por ese color, más blanco que nunca a esa hora. Y al acercarse a la fábrica podían ver incluso a los hombres que trabajaban allí, todos blancos como fantasmas, moverse perezosamente en lo alto de los hierros, blancos también, junto a las poleas, en las zorras, en las minas, todo, todo blanco y melancólico. Me acuerdo que un día nevó y todo quedó como antes: blanco. La ambición de la mayoría de los habitantes del pueblo era poder entrar algún día a trabajar en la fábrica porque el sueldo era seguro. Pero se decía que el polvillo de la cal atacaba la garganta a los pocos años y esto hacía desistir a algunos. Los que trabajaban allí tenían crédito en todas partes y eliminaban por lo menos el ochenta por ciento de los problemas económicos que pudiera tener alguien que no trabajara en la fábrica. Y lo mejor del caso es que para poder pertenecer a esa organización no se necesitaban estudios especiales ni nada por el estilo: bastaba con tener buenos brazos. Yo pensaba que a los niños, poco después de nacer, se les hacía practicar gimnasia especial para los brazos de modo que el puesto en la fábrica estuviese asegurado para el día de mañana Cuando estuve en edad de trabajar, los doce años según mi tío, me liberé de la fábrica gracias a la guerra que había estallado en un remoto lugar del mundo. A causa de la escasez se pagaban buenos precios por restos de vidrios, tarros, trozos de aluminio, goma y papel, que yo juntaba en las orillas del arroyo descripto. Volviendo al asunto, por la noche, cuando llegó mi tío, me di cuenta de que las cosas habían cambiado para mí y comenzó a atormentarme la idea de salir de allí. Había que hacerlo a toda costa y sabía que para ello tendría que crecer primero hasta ser por lo menos como mi tía. Las edades se dividían entonces para mí en dos: la de mi tío y la mía. Y las relacionaba con la musculatura, la estatura, la voz, el tamaño de los zapatos. Mi tío me miró un brevísimo instante y después pidió la comida con su voz autoritaria. La lámpara a querosén, la penumbra, el silencio, me aterraron. Mi tío comió y se acostó. Yo lo hice en una cama grande, con tres de mis primos. Eran unas camas inmensas y hondas. Me puse a llorar en silencio cuando mi tío apagó la luz en la pieza contigua. Mi tía me oyó sin embargo y desde allá me gritó que no llorara y que al otro día haría tortas fritas. Esto, que a mí me dejaba indiferente, produjo algarabía entre mis primos, que no dormían aún. Uno de ellos fumaba una colilla. Mi tío, que también me oyó llorar, dijo «no seas pavo» entre sueños. A poco roncaba. «La lombriz», decían los chicos y se reían, saltando en la cama. Mi tía volvió a hablar y me dijo que si veía a alguien fumando le avisara. No sé a qué hora me dormí. Al día siguiente, al alba, me despertaron los gritos de mi tío. Esa noche, la primera para tantos años, la pasé casi en vela. Me acuerdo: todos dormían y yo no podía cerrar los ojos, que se habían acostumbrado a la oscuridad, y percibía todo lo que me rodeaba. Vi las puertas sin vidrio, las vigas del techo, las sombras de las camas. Después se oscureció todo de nuevo, el cielo, tras haberse despejado un tanto al anochecer, volvió a nublarse después de medianoche. Al rato sentí las gotas de una lluvia finísima sobre el techo de cinc. De vez en cuando los chicos hablaban dormidos. Mi tío también dijo en eso algo ininteligible. Cuando empezó la lluvia sentí hambre. Yo no había querido comer esa noche y mi comida fue a parar a las manos del más atento de mis primos. Mi tío no advirtió esto pero sí mi tía, que contra toda presunción no le reprobó el acto. Sin embargo le dijo como con fastidio: «después te quejás de dolor de panza». Era el mismo al que esa tarde le había dado la mitad de mi pan. Debo decirles también que una de mis obsesiones de esa noche fue el tren. Pensaba que el tren nos había dejado a mí y a mi acompañante en la estación y había seguido un viaje inacabable. Ese tren volvería algún día en sentido contrario para que yo pudiera volver, pero cuando hubiese crecido lo suficiente, cuando pudiera realizar actos con plena libertad, como mi tío por ejemplo o como el hombre que me había traído. Cuando me despertaron al amanecer los gritos de mi tío, según les dije, sentí que el tren oído durante la noche hasta el momento de dormirme había desaparecido totalmente. El tren se había alejado durante la noche, bajo la lluvia, y ahora no había ni lluvia ni tren. Había comenzado mi crecimiento.

En este punto Matías hizo una pausa y pasó a referir la historia de su prima, que ya conocíamos fragmentariamente, desechando así todo control de los hechos para volver a su relación detallada y circunstancial de las cosas.

«Ya dije que cuando decidí partir ellos me dejaron hacerlo, sin comentarios casi. Una boca menos dijo mi tío y mi prima Alba murmuró entre dientes que fuera a visitarlos de vez en cuando. Los demás parecían decirme con sus escuetos saludos: vamos a ver adónde vas a parar ahora. Eran tiempos difíciles y no cualquiera podía labrarse un porvenir. Me saludaron como si yo me ausentase momentáneamente, como si me mudara a una casa vecina donde pudiéramos vernos todos los días. No me preguntaron adónde iba y pocos instantes antes de mi partida proseguían con sus tareas habituales. Mi tía estaba encinta y más flaca que nunca y me dijo que me cuidara. Mucho no hemos podido darte pero supongo que el pan no te ha faltado nunca, me dijo. Durante los primeros años de mi libertad me di a la búsqueda de personajes bondadosos para contraponerlos a mi tío. Leía biografías, vidas de santos, y qué mundo maravilloso descubrí entonces. Había logrado salir de allá pero mi tío era un suceso reciente, paralelo, diré así, con el nuevo orden que me había creado, y el encuentro con estos nuevos personajes me revelaba una posibilidad de salvación. A veces, un determinado pasaje me hacía llorar, no por el pasaje mismo sino porque yo pensaba que así habrían podido ser las cosas, que así podría haber sido mi tío. Lo más hermoso de las vidas de santos era compararlas con la de mi tío. Creo que mi prima Alba tendría entonces unos catorce años. Yo una vez, qué digo una vez, muchas veces conté la historia de mi prima a muchas personas, quizás a alguno de ustedes, con otros atributos y en otro escenario. No me gustaba que el amor sucediese en semejante lugar, e incluso le resté un poco de belleza y la rodeé de virtudes y de paisajes adecuados. Era hermosa, según habrán podido apreciarlo alguna vez en el retrato de ella que tengo al lado del de mi tío. El rostro, sin embargo, tenía un detalle insalvable, consanguíneo, un breve rictus en la boca quizás o algún detalle de las cejas, no me acuerdo bien, a través del cual uno adivinaba que era hija de mi tío. Todos sus hermanos y hermanas tenían también ese rasgo común, vagamente variado. Ha de saberse que aquellos niños no jugaban como otros. En sus juegos imitaban la vida cotidiana, pero no como cualquiera. Todos querían ser mi tío y enronquecían la voz para gritar e insultar al Señor en la lengua dialectal e imperfecta que él utilizaba para sus blasfemias. Debo confesar que yo mismo iba apartándome cada vez más de Él (no de mi tío, se entiende) ¿cómo tolerar al mismo dios que ellos insultaban? Citaré uno solo de sus juegos: el del papá. Mediante una serie de preparativos los niños anticipaban la hora de la comida -las dos de la tarde-, poco después de volver el padre del trabajo, cumplida la media jornada. El que hacía de papá se retiraba a una distancia de diez o veinte metros por los amplios patios de tierra y allá, solo, improvisaba un mostrador de rotisería. Los otros aderezaban una mesa imaginaria con pedazos de vidrio, maderas y piedras que simbolizaban alimentos. Uno de ellos, de sexo femenino, velaba para que los demás no tocasen los alimentos hasta que el supuesto papá volviera del trabajo. Cuando se suponía que todo estaba pronto, mediante un grito breve se le anunciaba al que estaba allá que ya podía venir. Éste era el momento culminante del juego. El otro solía demorarse y éstos gritaban, no jugando ya sino irritados porque tal demora impedía la iniciación de la comida, especie de compensación ulterior de todo ese juego. Este hecho a veces causaba peleas y el juego se frustraba. Cuando el que hacía de papá aparecía finalmente, todos gritaban alegres y felices porque ahora comerían. Pero el juego acababa allí, en ese instante, y había que recomenzar. A veces el papá ni siquiera llegaba al lugar donde estaba la mesa porque le ordenaban que volviese inmediatamente para recomenzar el juego. Yo y mi prima Alba casi no nos hablábamos. Ella vivía acusando a los demás chicos, y a mí eso no me gustaba. Como todos los días ocurría algo censurable, mi prima, vaya a saber con qué secretos poderes, siempre sabía quién era el culpable. Todos la odiaban, pero como mi tío la protegía ella contaba siempre con ese apoyo imbatible. Ella y yo inauguramos el juego, lo que se dice el juego, en aquella casa. El muro que dividía el estrecho zaguán, que había mandado construir mi tío cuando se peleó con la hermana, no estaba revocado, al menos de nuestro lado, y muchas arañas habían hecho allí sus pequeñas guaridas. Nuestra diversión consistía en cazar moscas en la cocina y salir corriendo en dirección al zaguán. Agitábamos el puño cerrado cerca del oído para verificar que la mosca había sido cazada, y la arrojábamos con violencia sobre algunas de las telarañas de la pared. Por lo general la mosca caía cerca del agujero y comenzaba a tiritar y zumbar agitando violentamente la tela. Esto atraía a la araña, que con gran rapidez cogía a la mosca y la llevaba al interior de su nido. La mosca zumbaba adentro un rato todavía y luego callaba. Entonces corríamos a la cocina a buscar otra mosca. Por lo general utilizábamos la hora de la siesta para jugar, y este juego era un secreto entre los dos. Nadie lo sabía en la casa. A veces, y a la hora de comer, ella me llamaba Matías, Matías, con su voz potente y clara, y cuando yo la miraba ella sonreía e imitaba el zumbido de la mosca. Entonces yo abría la boca y la cerraba bruscamente haciendo chocar los dientes, y ella dejaba de zumbar. La mosca estaba muerta. Acto seguido reíamos los dos ante la incomprensión casi agresiva de los otros chicos, que comenzaron a acecharnos para descubrir nuestro secreto, ya presentido. Alba tenía poder y audacia y yo era tímido y cobarde. Poseía además una extraordinaria vitalidad y era capaz de andar horas y horas sin cansarse. No sé cómo, tan mal alimentada, como todos nosotros, tenía tanta fuerza y resistencia. Esta fuerza la volvía abierta franca y agresiva, mientras sus hermanos menores, débiles y raquíticos, tenían más astucia y habilidad para la mentira, el engaño y la rapiña. Yo había advertido que a mi tío le preocupaba que su hija fuese ya una mujer, por cierto vulnerable, y estaba seguro de que eso lo atormentaba. Él se defendía del mundo circundante, pero la hija era un punto vulnerable por donde podían atacarlo. Más de una vez deseé herirlo por allí, pero nunca pude resolverme, ya veremos por qué. La intimidad entre ella y yo surgió, como dije, a raíz del juego de las moscas. Como esto terminó por aburrirnos, a veces nos íbamos al monte cercano que rodeaba a aquel pueblo de provincia, y juntábamos frutas silvestres. Una tarde, después de uno de estos paseos, nos sentamos a descansar debajo de un aromo. Había estado más agresiva que nunca y cuando me senté me empujó y me arrojó al suelo. Cuando quise levantarme, lleno de ira, se arrojó sobre mí y me trabó las manos debajo de mi propia espalda. Yo temblaba de ímpetu y de impotencia. Cuando logró inmovilizarme me miró de un modo extraño. Yo tiritaba y sentía que se me movía un labio. Eran tirones terribles que venían impulsados desde todo mi cuerpo. Nunca le había visto los ojos desde tan cerca, tan grandes y claros. Jadeaba y había dejado de sonreír. Qué te hago ahora, me dijo varias veces, mientras yo trataba de ponerme boca abajo, porque verdaderamente me daba vergüenza. Entonces me soltó. Se levantó y se puso a caminar por las inmediaciones. Yo me quedé boca abajo y sentí el olor intenso de los pastos pisados y cortados. Recordaba o quizás oía su jadeo, y oía también cantar las palomas a lo lejos. Me levanté bruscamente. Ella había iniciado el regreso sin decir nada. Volvimos en silencio, ella adelante y yo atrás. Antes de salir del monte y al cruzar los hilos del alambrado que daba a la calle desierta, la tomé de los brazos y la besé. Ella me miró con ira. Empecé a idealizarla entonces, y deseaba a la vez que la escena aquella se repitiese a fin de tomar valor y vengarme así del monstruo. Pero nunca lo hubiera hecho por odio, es decir, por desquite, porque solo lo deseaba en cuanto a él; pero me hubiera gustado hacerlo para que él creyese luego que era por odio y se desesperase. Pasaba días enteros pensando que el demonio lo sabía todo y que aguardaba el momento propicio para aplastarme. Él pasaba a mi lado y me miraba de reojo. Era como si me mirara la lombriz. Ella por su parte me olvidó. De vez en cuando jugábamos a las moscas, pero era distinto. Salía mucho (yo sabía que lo hacía con un tal Mercado) y ahora decía unas palabrotas que daba vergüenza oírlas. Un día jugábamos a las moscas y parecía que aquello se reanudaba. Hablamos con libertad y yo le tomé una mano. En eso vinieron los chicos como salidos del mismo infierno, y descubrieron nuestro juego. Los había echado mi tía en plena siesta porque peleaban en la cama. En un instante aprendieron el juego. Ella se retiró y se sentó en un escalón cerca de la galería y yo me quedé allí, como un imbécil, ayudándoles todavía a aprender cabalmente el juego. Pero ellos lo cambiaron. Traían piedras grandes, arrojaban las moscas y cuando la araña salía para devorarlas aplastaban mosca y araña contra la pared. Poco a poco renuncié al amor que sentía por ella y me dediqué a corregir su conducta dudosa. Me daba lástima verla salir con tipos distintos que la tenían un tiempo y la abandonaban luego. El demonio, por su parte, o no había advertido nada o simplemente se hacía el desentendido. Ella rechazaba mis consejos y me decía a veces, riéndose, que yo quería que la dejasen los otros para tomarla yo. Es decir, me incluía en ese círculo en que vivía y no creía que yo pudiese ser distinto, que quisiese realmente su bien. Te hacés el santo pero sos peor que todos nosotros, me dijo una vez. Supe después que al poco tiempo de haberme ido yo abandonó ella también la casa y se radicó en la ciudad, no sé con quién. Solía verla dos o tres veces por año en la calle, en el ómnibus. Apenas nos saludábamos y tanto ella como yo tratábamos de evitar el encuentro. La miraba y después me decía, a solas, que estaba hecha un verdadero monstruo. Pero sabía que no era así».

Bajó del tren y extendió los ojos. Las chimeneas de las fábricas y el blanco de los techos y las calles no habían variado. Los árboles, renovados a lo largo de tantos años, eran sin embargo los mismos. Lloviznaba. Matías se dijo entonces que quizás aquella lejana mañana que él recordaba a fuerza de reconstruirla tantas veces, también hubiese llovido. Durante muchos años había deseado ese viaje. Quería encararse por fin con los fantasmas, cansado ya de tenerlos en su propia casa, contra la pared, mudos e inconmovibles. Cuando entró al hotel y se sacó el sombrero, se dijo: el que me traía aquella vez, y el tren partió igual que ahora con rumbo desconocido. Pero ahora había crecido y podía volver cuando quisiese. Miró el edificio de la fábrica, la usina, la plaza con árboles de la zona, blanquecinos, y todo allí, a la mano, igual que entonces. Estaba asomado a la ventana del cuarto del hotel y desde allí podía verlo todo, incluso el nacimiento de la calle que lo llevaría hasta la casa donde había vivido su tío. Después salió y recorrió algunas calles, las orillas del arroyo donde solía juntar vidrios y tarros en tiempos de guerra, la plaza con su tarima de material para la banda. Divisó el nacimiento de la calle aquella y se dijo que iría. «Es muy probable que haya muerto». Después, como sintiéndose culpable, pensó otra vez: «O estará muy viejo». Alrededor del mediodía entró en la rotisería, que había visto ya dos o tres veces al pasar. Se acordó del perro envenenado. Hacia un costado del mostrador, en la parte del saloncito que debía ocupar el público, estaba un anciano semidormido en un sillón de lona, con el bastón en una mano y entre las rodillas. Matías Bursatti le dijo al que lo atendió que no venía a comprar nada sino a preguntar por una familia.

Poco después estaba en plena conversación con quién lo había atendido, hijo del viejo del sillón de lona, y con el viejo mismo, que de vez en cuando aclaraba algún punto desde el fondo de su memoria y a través de las palabras apenas perceptibles que salían de su boca desdentada. La conversación se interrumpía a veces cuando alguien entraba a comprar. Matías miraba a la gente que entraba y creía ver rostros familiares, caras que de un modo o de otro se aproximaban gradualmente a su tío, a los rasgos que él recordaba de su tío. Él mismo podría entrar en cualquier momento. Cuando alguien lo miraba a él con algún interés pensaba que lo reconocían y sentía una secreta vergüenza. Su tío había muerto hacía muchos años, dijo el hijo del viejo, pero casi todos los hijos vivían en el pueblo y trabajaban en la fábrica. «Esa familia no pudo componerse nunca», explicó el viejo, y volvió a hundirse en su sillón de lona. Matías no se identificó, pero advirtió que su identidad se daba por sentada y que ambos lo habían reconocido a las primeras palabras. «Claro, usted es el que juntaba vidrios; claro, usted se llama Matías», creía que le dirían. El hijo del viejo dijo que su padre lo había ayudado mucho, pero que nunca pudo salir de la miseria. «Pobre. Yo era chico entonces y me acuerdo que de aquí se llevaba carne, huevos y otras cositas para dar de comer a sus hijos». Matías, avergonzado, quiso eludir la descripción de esos detalles y dijo a modo de comentario que Eusebio sufría de la lombriz solitaria. El viejo y el hijo manifestaron ignorar ese hecho, pero el viejo dijo poco después que tal cosa era probable porque la lombriz se producía a causa de la carne cruda y a Eusebio le agradaba mucho comer la carne picada que vendían al público, mezclada con ajo y un buen vaso de vino. «Tenía buen apetito», dijo sonriendo. Finalmente se llevó un dedo índice a la sien e indicó que Eusebio nunca anduvo bien de la cabeza.

Ahora su mente, que tantas veces allá en la habitación cubierta de retratos había evocado la forma de su tío cometiendo actos de maldad, se lo mostraba en terribles actos de arrepentimiento, como tomándose la cabeza con ambas manos y golpeándola contra la pared. Y era desesperante ver a su tío en actitudes de verdadero dolor. «Claro, el pobre llevaba las cosas para sus hijos», dijo la voz del hijo del viejo cuando Matías pensaba en estas cosas. Él no respondió, movió en cambio la cabeza indicando comprensión. El viejo, como si hubiese adivinado los pensamientos de Matías, dijo: «Se dicen muchas cosas de él, pero yo puedo asegurarle a usted que aquí fue siempre un hombre que cumplió con su deber. Las cosas que se llevaba no me importaron nunca porque al fin y al cabo sirvieron para criar a sus hijos». Matías se sintió pensando y a mí también. Y para desviar estas ideas se dijo mentalmente «qué te hago ahora, qué te hago ahora». Y le pareció oír otra vez la voz de Alba, el jadeo y las palomas que cantaban tan lejos. «La casa ya no existe», dijo ahora la voz del hijo del viejo. «Era una manzana de casas muy viejas; la compró la fábrica y después hicieron galpones para depósitos». Matías oyó esto como ausente y la voz prosiguió: «Este pueblo es casi todo de la fábrica; pagan barbaridades por cualquier casa y ya no va quedando nada del pueblo; todo sirve para depósitos o talleres o qué sé yo para qué. Ya no viene ningún turista y todo el mundo tiene que ir a trabajar a la fábrica. Dígame qué turista va a venir con este polvo que hay. Aquí casi toda la gente se enferma a la larga, de la garganta o de los pulmones. Ahora hacen una operación y a los enfermos de la garganta les ponen una de metal, con un agujero, que no sé si usted ha visto, por donde sale el aire. Así los jubilados viven un poco más, aunque casi no pueden hablar».

«Te hacés el santo pero sos peor que todos nosotros», le llegaba a Matías la voz de su prima. Se despidió del viejo y del hijo. Cuando quiso darle la mano, el viejo intentó erguirse pero fue imposible. Matías tomó la calle que conducía a la casa aquella y súbitamente lo vio a pocos pasos, caminando en dirección contraria. Era su tío evidentemente, aunque rejuvenecido. La imagen del tío y el recuerdo de las blasfemias se fijaron sin variaciones en su memoria. Se cruzaron sin saludarse, aunque se miraron. Después Matías volvió el rostro y vio que el otro también lo había vuelto para mirarlo. Una inmensa lombriz se desenroscaba y lo acosaba desde el aire, y él le miraba la cara y los ojos y la lombriz tenía una cara triste, enferma, torturada, como inocente. Cuando esta imagen desapareció admitió al fin lo que había sabido en cuanto lo vio: que era uno de los hijos de su tío con el mismo rictus en la boca y la mirada indiferente. «Te hacés el santo pero sos peor que todos nosotros». Pasó por la cuadra donde antes estaba la casa y vio las gigantescas instalaciones de la fábrica, los obreros cenicientos que iban y venían bajo el polvo blanco. «El perro envenenado», le dijo ahora su cabeza. En la cuadra siguiente terminaba el pueblo y comenzaba la calle adyacente que daba al monte donde solía ir con su prima. Le fue imposible ubicar el lugar, como lo hubiese deseado, y finalmente se sentó al borde de una acequia, con el sombrero entre las rodillas. Hacía rato que había cesado la llovizna y ahora brillaba un sol caliente. Pensó en un viejo deseo suyo de querer ayudarlos, salvarlos de ese mundo impío regido por el dolor y la desesperación, y se dijo luego que todo había sido una caída irremediable, todo había sido como una enorme lombriz solitaria que se mordía la cola y formaba un círculo tenaz y giraba y giraba sin cesar. Se miró las manos, las rodillas, la ropa humedecida, y se dijo que él se había salvado. Y sentía a la vez una especie de asco por su propia salvación y deseaba fervientemente que el Señor tuviera piedad por todos ellos.

Ya en el tren de regreso pensó otra vez que sin duda alguna, ahora había crecido y logrado su salvación. Supo entonces, o así lo creyó, que no odiaba a su tío, y que quizás hubiese amado a través de todo su penoso crecimiento. Se acordó finalmente de una noche de verano. Él y su tío estaban sentados ante una mesa, en medio del patio, oyendo el rumor de una orquesta, que venía desde el club próximo. Hubiera deseado aquella vez ir al baile, pero sabía que su tío no se lo permitiría. El tío, en un momento dado, con los ojos ya soñolientos y la cabeza apoyada en una mano, le dijo quedamente, al oír una melodía, «ése es Zorro Gris», y quiso tararearla. Al rato, oyendo otra, dijo Rodríguez Peña. Era una orquesta famosa que por primera vez había ido al pueblo, y toda la gente del lugar estaba allí esa noche. Solo él y su tío, en medio de aquel patio, permanecían ajenos a los deseos, a la vida real, al mundo. Pero su tío habló con él, le dijo que aquellos eran tangos muy viejos y sin duda de un modo o de otro lo hizo participar de algo que el mundo poseía. Y eso podía ser un acto de bondad.

Cuando bajó del tren y comenzó a caminar por las calles del pueblo donde él vivía, tan familiares, que eran finalmente lo que él llamaba el lugar de su salvación, se dijo que nada podía valer un cielo para unos pocos elegidos, porque sería un lugar lleno de remordimientos. Cómo gozar del cielo cuando había un infierno. Y bastaba el dolor de un solo hombre para impedir la alegría.

 

Daniel Moyano nació el 6 de octubre de 1930 en Buenos Aires, Argentina, y falleció el 1° de julio de 1992, en Madrid, España. Publicó nada menos que nueve novelas y nueve libros de cuentos. Se exilió durante la última dictadura y sus libros fueron retirados de catálogo y prohibidos. Vivió en España desde su exilio en 1976 hasta su fallecimiento. 

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