Habían pasado menos de ocho meses de aquel 22 de agosto de 1951 en el que Eva Perón pronunció el histórico discurso de "renunciamiento" a la candidatura a la vicepresidencia de la Nación. Tan sólo otras 28 semanas del primer intento de Golpe de Estado contra el gobierno de Juan Domingo Perón y sólo cinco meses de los comicios en los que volvió a imponerse el peronismo y en el que también las mujeres pudieron sufragar. Alejada de la escena pública por el avanzado cáncer de cuello de útero que sufría, la por entonces primera dama brindó su último discurso público el jueves primero de mayo de 1952.
Visiblemente delgada y con dificultad incluso para mantenerse en pie, Evita le habló a una colmada Plaza de Mayo con el por entonces presidente detrás suyo, quien no titubeó a la hora de posar sus manos sobre las caderas de su mujer para ayudarla. "Evita habló por última vez en público desde un balcón de la Casa Rosada. Le costó un gran esfuerzo, tanto que al término de sus palabras cayó en mis brazos. En la sala, detrás de los ventanales, a través de los cuales llegaba todavía la voz de la multitud que la llamaba, se oía solamente mi respiración; la de Eva era imperceptible y fatigada. Entre mis brazos no había más que una muerta", recordó años después Perón en sus memorias.
Perón ya lo sabía y Evita también: le quedaban muy pocos meses de vida. De hecho, la primera dama falleció sólo 87 días después de pronunciar su último discurso desde el emblemático balcón de La Rosada. Por ese entonces, pesaba sólo 37 kilos y todavía se recuperaba de la invasiva cirugía a la que se había sometido el 6 de noviembre de 1951 en el Hospital "Presidente Perón" de Avellaneda. Ya no compartía dormitorio con su marido. Sus últimos meses en el Palacio Unzué los vivió en una habitación especialmente acondicionada para sus cuidados médicos y en compañía de un equipo de enfermeras que la asistía las veinticuatro horas.
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La fragilidad del cuerpo de Evita se hizo evidente aquel Día del Trabajador. Sin embargo, su última aparición pública llegaría un mes después, el cuatro de junio, día en el que acompañó a Perón en la apertura de su segundo período presidencial. "Ese día llegué a la residencia a las diez de la mañana para entregarle un ejemplar de Eva Perón, un libro que la Subsecretaría acababa de editar y que reflejaba su obra. Perón conversaba animadamente con dona Juana (madre de Eva). Ambos estaban preocupados porque no habían podido convencerla de que no debía asistir a la ceremonia", recordó Raúl Alejandro Apold, ex secretario de prensa de Perón.
"El general me sugirió que le dijera que hacía mucho frío. Cuando entré a su habitación, la señora vestía un pijama celeste. Hojeó el libro con atención y al ver las fotos las lágrimas anegaron su mirada triste: 'Lo que llegué a ser y mire cómo estoy ahora', me dijo. Para cambiar de tema, le comenté que en la calle hacía un frío tremendo; pero me interrumpió: 'Esa es una orden del general. Yo voy a ir igual. La única manera de que me quede en esta cama es estando muerta'. No tuve más remedio que comunicarle a Perón que mi gestión había fracasado", cerró.
Ese día, Evita se subió al Packard Super Eight Derham Phaeton, el descapotable negro en el que viajó junto a Perón por Avenida de Mayo. Su cuerpo ya no resistía siquiera estar de pie, motivo por el cual exigió que se fabricara una estructura de hierro con correas de cuero para poder sostenerse. El arnés quedó oculto por su tapado de piel, pero el avance de la enfermedad y la inminencia de su muerte quedaron expuestas para las miles de personas que siguieron la caravana presidencial.
"Ella se fue muy contenta. No sé si es cierto lo del corset, lo que sí recuerdo es que fue con muchos calmantes. Esperaba ese día con mucha ansiedad, porque se daba cuenta de que no mejoraba. Ella tenía una balancita para pesarse y le hacíamos una trampita para que no se enterara de que iba perdiendo kilos. Pero se miraba al espejo", recordó años después María Eugenia Álvarez, una de sus enfermeras.
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Esa no sólo fue la última vez que se la vio en público. Después de la jura, Evita regresó a la residencia presidencial y no volvió a salir. "Era una mujer muy aguerrida, no era de quejarse. Leía, escribía su libro; se recostaba. Todas las mañanas venía (Perón) a saludarla y yo los dejaba. El trato era amoroso. Él sabía que se moría y no hubo minuto que no estuviera con ella". Las visitas de Perón eran frecuentes: la veía a la mañana, al regresar de la Casa Rosada y por la noche.
Pese a los dolores, Evita mantenía una rutina: se despertaba cerca de las siete de la mañana, una hora después recibía a su peinador, Julio Alcaraz y tres veces por semana su manicura personal se encargaba de hacerle las manos. Por esos días, fueron muchos los dirigentes políticos y sindicales que participaban de las modestas audiencias que la primera dama llevaba adelante desde su habitación, ahora convertida en una suerte de suite hospitalaria.
"Estaba sentada al lado de su cama, eran las tres de la mañana y de repente se me sienta. Dije: '¿Qué pasa acá?'. Me dijo: 'Lléveme al baño, María Eugenia'. La llevé. La quise ayudar, pero me dijo que no. Se higienizó ella. Se miró al espejo y empezó a lavarse las manos, yo la sostenía de atrás para que se no cayera. Me dijo: 'María Eugenia, ya queda poco'. 'Sí, señora; ya queda poco para ir a la cama', le respondí. 'No, querida; a mí me queda poco'. Esas fueron las últimas palabras que le escuché".
María Eugenia, con 23 años, fue una de las últimas personas que escucharon la voz de Evita. Cerca de las once de la mañana, la por entonces primera dama se despertó y encontró a su empleada, Hilda Cabrera de Ferrari, sentada junto a su cama. "Me voy, la flaca se va; Evita se va a descansar", le dijo. Esas fueron sus últimas palabras. "Murió a las 20.25, me acuerdo perfectamente porque el reloj era rojo y chiquitito", reforzó María Eugenia, en un intento por desarmar los rumores que sostienen que, en realidad, esa no fue el verdadero horario del deceso.
El último discurso público de Evita
Mis queridos descamisados:
Otra vez estamos aquí reunidos los trabajadores y las mujeres del pueblo; otra vez estamos los descamisados en esta plaza histórica del 17 de octubre de 1945 para dar la respuesta al líder del pueblo, que esta mañana, al concluir su mensaje dijo: "Quienes quieran oír, que oigan, quienes quieran seguir, que sigan". Aquí está la respuesta mi general. Es el pueblo trabajador, es el pueblo humilde de la patria, que aquí y en todo el país está de pie y lo seguirá a Perón, el líder del pueblo, el líder de la humanidad, porque ha levantado la bandera de redención y de justicia de las masas trabajadoras; lo seguirá contra la opresión de los traidores de adentro y de afuera, que en la oscuridad de la noche quieren dejar el veneno de sus víboras en el alma y en el cuerpo de Perón, que es el alma y el cuerpo de la patria. Pero no lo conseguirán como no han conseguido jamás la envidia de los sapos acallar el canto de los ruiseñores, ni las víboras detener el vuelo de los cóndores. No lo conseguirán, porque aquí estamos los hombres y las mujeres del pueblo, mi general, para custodiar vuestros sueños y para vigilar vuestra vida, porque es la vida de la patria, porque es la vida de las futuras generaciones, que no nos perdonarían jamás que no hubiéramos cuidado a un hombre de los quilates del general Perón, que acunó los sueños de todos los argentinos, en especial del pueblo trabajador.Yo le pido a Dios que no permita a esos insectos levantar la mano contra Perón, porque ¡guay de ese día! Ese día, mi general, yo saldré con el pueblo trabajador, yo saldré con las mujeres del pueblo, yo saldré con los descamisados de la patria, para no dejar en pie ningún ladrillo que no sea peronista. Porque nosotros no nos vamos a dejar aplastar jamás por la bota oligárquica y traidora de los vendepatrias que han explotado a la clase trabajadora, porque nosotros no nos vamos a dejar explotar jamás por los que, vendidos por cuatro monedas, sirven a sus amos de las metrópolis extranjeras; entregan al pueblo de su patria con la misma tranquilidad con que han vendido el país y sus conciencias; porque nosotros vamos a cuidar de Perón más que si fuera nuestra vida, porque nosotros cuidamos una causa que es la causa de la patria, es la causa del pueblo, es la causa de los ideales que hemos tenido en nuestros corazones durante tantos años. Hoy, gracias a Perón, estamos de pie virilmente. Los hombres se sienten más hombres, las mujeres nos sentimos más dignas, porque dentro de la debilidad de algunos y de la fortaleza de otros está el espíritu y el corazón de los argentinos para servir de escudo en defensa de la vida de Perón.
Yo, después de un largo tiempo que no tomo contacto con el pueblo como hoy, quiero decir estas cosas a mis descamisados, a los humildes que llevo tan dentro de mi corazón que en las horas felices, en las horas de dolor y en las horas inciertas siempre levanté la vista a ellos, porque ellos son puros y por ser puros ven con los ojos del alma y saben apreciar las cosas extraordinarias como el general Perón. Yo quiero hablar hoy, a pesar de que el general me pide que sea breve, porque quiero que mi pueblo sepa que estamos dispuestos a morir por Perón y que sepan los traidores que ya no vendremos aquí a decirle "presente" a Perón, como el 28 de septiembre, sino que iremos a hacer justicia por nuestras propias manos.
Hay mucho dolor que mitigar; hay que restañar muchas heridas, porque todavía hay muchos enfermos y muchos que sufren. Lo necesitamos, mi general, como el aire, como el sol, como la vida misma. Lo necesitamos por nuestros hijos y por el país en estos momentos inciertos de la humanidad en que los hombres se debaten entre dos imperialismos; el de derecha y el de izquierda, que nos llevan hacia la muerte y la destrucción. Y nosotros, un puñado de argentinos, luchamos junto con Perón por una humanidad feliz dentro de la justicia, dentro de la dignificación de ese pueblo, porque en eso reside la grandeza de Perón. No hay grandeza de la Patria a base del dolor del pueblo, sino a base de la felicidad del pueblo trabajador.
Compañeras, compañeros: Otra vez estoy en la lucha, otra vez estoy con ustedes, como ayer, como hoy y como mañana. Estoy con ustedes para ser un arco iris de amor entre el pueblo y Perón; estoy con ustedes para ser ese puente de amor y de felicidad que siempre he tratado de ser entre ustedes y el líder de los trabajadores.
Estoy otra vez con ustedes, como amiga y como hermana y he de trabajar noche y día por hacer felices a los descamisados, porque sé que cumplo así con la Patria y con Perón. He de estar noche y día trabajando por mitigar dolores y restañar heridas, porque sé que cumplo con esta legión de argentinos que está labrando una página brillante en la historia de la Patria. Y así como este 1º de mayo glorioso, mi general, quisiéramos venir muchos y muchos años y, dentro de muchos siglos, que vengan las futuras generaciones para decirle en el bronce de su vida o en la vida de su bronce, que estamos presentes, mi general, con usted.
Antes de terminar, compañeros, quiero darles un mensaje: que estén alertas. El enemigo acecha. No perdona jamás que un argentino, que un hombre de bien, el general Perón, esté trabajando por el bienestar de su pueblo y por la grandeza de la Patria. Los vendepatrias de dentro, que se venden por cuatro monedas, están también en acecho para dar el golpe en cualquier momento. Pero nosotros somos el pueblo y yo sé que estando el pueblo alerta somos invencibles porque somos la patria misma.