24 Marzo de 2024 08:00
El 30 de abril de 1977, las luego denominadas Madres de Plaza de Mayo, marcharon por primera vez en reclamo de la aparición con vida de sus hijos detenidos desaparecidos durante la dictadura que entonces presidía Jorge Rafael Videla, quien compartía responsabilidades con Emilio Massera y Orlando Ramón Agosti. El periodista Jean-Pierre Bousquet, entonces corresponsal en la Argentina de la agencia France Presse, las acompañó en todo momento y reflejó la historia en su excepcional libro Las locas de Plaza de Mayo, que se publicó por primera vez en 1980 en Francia, y en 1982 en la Argentina. Nunca se dice el apellido de su interlocutora, "Marta", aunque muy posiblemente se tratara de Marta Adela de Antokoletz. El capítulo 3 del libro cuenta con lujo de detalles la historia de aquella histórica primera marcha, un jueves, a las cinco de la tarde. Aquí se reproduce completo.
Por Jean-Pierre Bousquet.
A las cuatro y media, en la dependencia del Ministerio del Interior, el policía de guardia cierra la puerta, después que un empleado indicó a las mujeres que todavía están esperando que deberán volver el jueves que viene para ser recibidas.
Un instante antes, una mujer había salido del edificio llorando y se precipitó sobre Marta. "No puedo más. Cuando les dije que mis dos hijos desaparecieron hace cuatro meses, me respondieron que yo debería haberme ocupado de ellos antes. Que si fueron raptados es, sin duda, porque formaban parte de un movimiento subversivo. Que yo tendría que haber prestado más atención a sus amistades y a sus lecturas y que debería sentirme satisfecho de que no me pidieran cuentas por no haber sido capaz de educarlos dignamente. Son unos monstruos, Marta, hay que hacer algo. Yo voy con vos".
"Qué más querés que te diga", me preguntó Marta, ya escuchaste. Dentro de media hora, por primera vez en mi vida, voy a entrar en la ilegalidad, voy a desafiar la ley. La semana pasada, volvimos a encontrarnos con varias de las madres de desaparecidos en la sala de recepción de la Secretaría del Capellán General de la Armada, Monseñor Emilio Graselli, y decidimos hacer algo. A las 5, vamos a manifestar en la Plaza de Mayo, delante de la sede de la presidencia, para que Videla acepte por fin ocuparse seriamente del caso de nuestros desaparecidos.
"Es por esto que te insistí tanto para que vinieras. También le pedimos a otros de tus colegas que estuvieran allá, y también a periodistas argentinos, pero sin hacernos demasiadas ilusiones. Es necesario que el mundo entero escuche nuestro grito de dolor y nos ayude. Solas, no somos nada. Andate ahora, te dejo para ir a reunirme con mis amigas. Iremos en pequeños grupos hasta la plaza. nos encontrarás a las 5 en punto alrededor de la Pirámide. Nos veremos luego".
Veo a Marta alejarse para reunirse con las otras madres. En pequeños grupos, por separado, se dirigen lentamente, como paseando, hacia la Plaza de Mayo que está a pocas cuadras.
¡Hacer una manifestación en la Plaza de Mayo, frente a la presidencia! Seguramente, el sitio más vigilado de Buenos Aires. Ni la todopoderosa Confederación General del Trabajo, a pesar de la amenaza contra su supervivencia, por parte de los militares, ni los partidos políticos, han osado convocar a sus huestes allí, para expresar su desacuerdo.
Sucede que esta plaza tiene un valor simbólico. Es allí que desde el balcón del Cabildo que se levanta todavía frente a la Casa Rosada se proclamó el 25 de mayo de 1810 la caída del Virrey del Río de la Plata y su reemplazo por una Junta de Gobierno electa, primer paso hacia la independencia de España, que se declararía el 9 de julio de 1816.
Pero, más recientemente, la plaza se convirtió en el santuario de las manifestaciones peronistas. Llegaron a concentrarse en ella hasta cien mil descamisados, para aclamar a Evita Perón, quien los arengaba desde el balcón de la Casa Rosada --tradición que intentó mantener, con menos éxito, Isabel Perón- y con el refuerzo de consignas y bombos, las paredes de los edificios que la bordean guardan los ecos de la marcha peronista.
La primera preocupación de los militares, desde la toma del poder, fue la de exorcizar la plaza. Toda la parte central fue modificada para ubicar macizos de flores y fuentes. Ni hablar de concentrar multitudes. Solamente se puede atravesar por senderos bien delimitados mientras que, en el centro, un vasto espacio circular queda libre, alrededor de la Pirámide de Mayo, que conmemora la caída del Virrey.
Es allí donde repentinamente aparece el grupo de madres de desaparecidos, en el momento en que un reloj cercano da las 5 de la tarde.
Apostadas en ese lugar desde algunos minutos antes, confundidas entre los transeúntes y empleados bancarios de las inmediaciones que salen de sus trabajos, se habían dispersado en los bancos que rodean las fuentes de los canteros.
A la señal de carrillón, sin prisa, se agrupan, en el centro de la plaza, forman una fila de a dos, en fondo, y comienzan a caminar lentamente alrededor de la Pirámide de Mayo.
Muchas de ellas se colocan un pañuelo blanco sobre la cabeza, y todas llevan en la parte trasera de su saco o chaqueta, un clavo de carpintero. "Es para recordar el sacrificio de Cristo, clavado en la cruz, me explica una de ellas. Nosotras también tenemos nuestro Cristo, y revivimos el dolor de María, pero no se nos permite siquiera intentar consolarlo con nuestra presencia. Nosotras también somos cristianas, al igual que aquellos que se proclaman como servidores del cristianismo, y que sin embargo son nuestros verdugos".
No hay un solo hombre en el grupo. Aquellos que estaban antes en la dependencia del Ministerio del Interior se han ido. Fueron las madres quienes los invitaron a regresar a sus casas. "Es menester que se vayan", dijeron ellas. "Si no hay más que mujeres, puede que ellos no osen intervenir, pero si ustedes vienen, no tendrán ningún escrúpulo en llevárselos".
Muchos peatones, apurados, ni se han dado cuenta de este pequeño grupo de 14 mujeres. Otros se detienen un instante, se acercan, preguntan, y se van muy rápido, rehuyendo un debate delicado. Algunos cambian tres palabras: "Sí, yo también, conozco un amigo, un compañero de la oficina, cuyo hijo desapareció..."
A menos de tres minutos de comenzada la manifestación, dos coches de la policía se detienen al costado de la plaza. Un oficial y un agente se acercan a las madres. "¿Qué hacen acá? ¿No saben que está prohibido hacer manifestaciones?".
"Nosotras no hacemos manifestaciones, venimos a testimoniar nuestro dolor, nos han quitado nuestros hijos, le pedimos al gobierno que nos digan dónde están, lo que les pasó".
"Ustedes deben dirigirse a los servicios especializados, insiste el oficial, pero no pueden perturbar el orden público. Si ustedes insisten, me veré obligado a hacerlas dispersar por mis hombres."
A pesar del miedo, el tono de las madres se eleva.
"¿No tiene vergüenza de atacar a madres indefensas? Ustedes quieren que nos vayamos, nosotras queremos lo mismo, devuélvannos a nuestros hijos, dígannos qué han hecho con ellos. ¿Usted no tiene hijos? ¿Usted no haría como nosotras si su hijo hubiera desaparecido?"
Frente a esa explosión, el oficial prefiere irse. Vuelve a su coche, al mismo tiempo que la ronda de madres recomienza. Los dos patrulleros arrancan y se detienen en la entrada principal de la presidencia, de donde salieron varios responsables de la seguridad, para hacer sus informes. Los policías discuten un momento, entran en contacto por radio, sin duda con el Departamento Central de Policía, luego vuelven y estacionan en el terraplén central, sin descender del auto.
A las 5 y media, las madres se detienen.
"Es suficiente por hoy. Nos reencontramos el jueves próximo a la misma hora, traten de convocar a otros padres de desaparecidos. Vuelvan a sus casas con cuidado. Nos hablamos para ver si todos llegaron bien".
Se dispersan en las calles lindantes sin que los policías, todavía en la plaza, hagan el mínimo gesto para detenerlas. Los ocupantes de los autos sin identificación que estacionan rodeando la plaza, ni se mueven.
Me reúno con Marta en una de las esquinas de la plaza y vamos juntos a mi oficina.
Está temblando, habla con voz casi de ahogo, ella, que parecía tan serena y segura frente al oficial de la policía.
"No te imaginás hasta que punto tuve miedo cuando lo vi llegar. Tuve deseos de acurrucarme, de huir, de esconderme entre las faldas de mi madre, como cuando era pequeña. Fue necesario que pensara en Luis, que lo imaginara cerca de mí, para hacerle frente. Esto me dio un coraje cercano a la indignación, pero todavía tiemblo.
"¿Qué piensas? ¿Crees que se hablará de nosotras, que esto hará cambiar las cosas?
"Sabés, estábamos todas enloquecidas. Cuando tomamos la decisión de realizar la manifestación en la antesala de Monseñor Graselli, e incluso después, frente al Ministerio, estábamos todas de acuerdo; pero cuando nos encontramos en el centro de la plaza con esa gente que nos miraba y pretendía no vernos fue muy duro. Has visto a esos hombres de civil que nos vigilaban desde sus autos. Es posible que ellos, u otros parecidos, hayan sido los que secuestraron a Luis. Me dan más miedo aún que los policías uniformados.
"Pero verás, la semana próxima seremos muchas más. Hay muchas madres que estaban de acuerdo con la idea de la manifestación, pero no se atrevieron. No somos militantes, es un paso difícil de dar para nosotras, pero ahora que nos atrevimos estoy segura de que muchas nos seguirán. Tendrán que hacer algo, Videla tendrá que recibirnos."