por Daniel Riera
01 Abril de 2020 12:02
Los dos detalles que cualquiera sabe de El irlandés, aún sin haberla visto, son: a) dura nada menos que tres horas y media (en realidad, tres horas y veinte, sin contar los créditos); b) en algunos tramos de la película, los protagonistas lucen más jóvenes merced a un novedoso trabajo de modificación digital de sus rostros. Sacados fuera de contexto, esos dos detalles disuadieron a unas cuantas personas de verla. Sin embargo, ambos -y también, por qué no decirlo, el propio mecanismo de exhibición: la cadena de streaming Netflix- son esenciales al tema central de esta maravilla que hizo Martin Scorsese: el paso del tiempo, inexorable, el fin de una época, las cosas que ya no volverán a ser lo que eran. Y digo “el tema central” porque desde luego que no es el único en esta obra con resonancias políticas, filosóficas y hasta religiosas. Ampliaremos.
La película empieza y termina en un geriátrico, un geriátrico en el que nadie visita a Frank Sheeran (Robert de Niro). Es él el que cuenta su historia, la historia de cómo un camionero que transportaba reses se convirtió en un sicario de Russell Buffalino (Joe Pesci) y en un ladero del legendario sindicalista Jimmy Hoffa (Al Pacino), alguna vez todopoderoso líder de los camioneros norteamericanos. Frank ya había matado gente indefensa durante la Segunda Guerra Mundial: nada le impedía volver a hacerlo si además le pagaban por ello. Su lealtad, su eficiencia, cierta inteligencia práctica y cierto don de la ubicuidad le permiten ser un nombre respetado en el mundo de la mafia, y cierto turbio sindicalismo. De tanto en tanto y con la venia de Buffalino, Frank hace también algunos trabajos a pedido de Angelo Bruno (Harvey Keitel). La presencia de Keitel es casi un cameo: un papel mínimo, que no tiene incidencia en la historia, pero sí en la metahistoria. Robert De Niro, Joe Pesci y Harvey Keitel son los actores centrales de la filmografía de Scorsese: había que ponerle un cubierto en la mesa a Harvey. Al Pacino, en cambio, jamás había trabajado con el director, pero es, desde El Padrino II, la figura central de las películas de mafiosos. Tenía que estar, sí o sí, en la última. Porque podrán filmar una película de mafiosos después de El irlandés, pero ya no tendrá sentido. Y si de mafiosos se trata, desde luego que hay códigos, y por lo tanto hay lealtades y hay traiciones. En este mundo que Scorsese refleja sin juzgar, la traición es infinitamente más grave que el crimen. De allí el esfuerzo del confesor de Frank por reparar lo irremediable.
La desaparición de Jimmy Hoffa, uno de los grandes misterios de la historia norteamericana del siglo XX; los vínculos igualmente intensos del crimen organizado con los Kennedy y con Richard Nixon; la invasión de Cuba como la respuesta del establishment al problema concreto que representó para la mafia el final de los casinos en la isla; en suma, el dinero como el mecanismo que mueve las agujas de la farsa democrática, es otro de los ejes que circulan, elípticamente y no tanto, a lo largo de El irlandés: hasta se sugiere, así como al pasar que Kennedy ganó las elecciones que lo convirtieron en presidente de los Estados Unidos gracias a un fraude electoral orquestado por la mafia en Illinois.
Como una gota que lentamente horada la piedra, de tanto en tanto en El Irlandés se nos muestra la profunda incomprensión de las hijas de Frank por su padre, una distancia que a medida que pasa el tiempo deviene abismo. Podemos pensar en la enfermera que lo atiende en el geriátrico como una cuarta hija, en esa enfermera que no tiene la menor idea de quién fue Jimmy Hoffa, que observa una foto en blanco y negro que le muestra Frank como si de un jeroglífico se tratara. Otra idea posible: las mujeres son el futuro, las mujeres son lo que va.
La estructura de la película está atravesada por un largo viaje de Russell y Frank para ir al casamiento del sobrino del primero y para encontrarse con Jimmy. El viaje es largo: tres días en auto, parando a cada rato para que las mujeres de ambos fumen. El viaje es largo, un poco impaciente, pero también gozoso, como la vida que se cuenta mientras transcurre, como una época gloriosa del cine norteamericano, como la era que empieza a llegar a su fin cuando Russell y Frank llegan a destino. Desde la obstinación de Jimmy por recuperar las riendas de lo que fuera “su” sindicato en un sistema que lo dejó afuera (porque, y la película se ocupa de que no dudemos jamás de ello, no es que el crimen organizado sea parte del sistema, sino que el propio sistema ES el crimen organizado y los criminales son, allí, piezas intercambiables), hasta esos ancianos inofensivos que alguna vez decidieron sobre vidas y muertes y ahora se entretienen jugando a las bochas en una prisión, Martin Scorsese hizo una película monumental que puede pensarse como el resumen de su obra. Una película que advierte sobre el paso del tiempo y sin embargo es imperecedera.