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A 45 años de su primer femicidio, los 5 enigmas de los crímenes de Robledo Puch

El juicio tuvo lugar ocho años después de cometido el homicidio porque se quemaron "extrañamente" los expedientes.

por Rodolfo Palacios

04 Junio de 2017 11:13
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¿Cometió las violaciones?

Entre los once víctimas de Robledo Puch hay dos mujeres: la modelo Ana María Dinardo e Higinia Eleuteria Rodríguez. En el expediente figura que Robledo las violó junto a su cómplice Jorge Ibáñez, pero los investigadores del caso coinciden en que Ibáñez las violó y Robledo se encargó de matarlas.

El relato del horror

-Vamos a buscar alguna minita.

Eso le dice Jorge Ibáñez a Carlos Eduardo Robledo Puch aquel 13 de junio de 1972.

Ibáñez acelera. Pasan por Plaza Constitución, luego

toman la 9 de Julio y siguen por la Avenida del Libertador.

“¡Mirá lo que es eso!”, dice Ibáñez cuando pasan por una

esquina donde hay una concesionaria. Robledo cree que su

amigo le habla de algún auto, pero el comentario es por una

chica que justo pasa por ahí.

-¿La viste Carlos?

-¿A quién?

-A esa mina. ¿Estás chicato?

-Ah, ahí la veo. ¿Esa con la cartera roja?

-Sí. Bajá del auto. Invitala a subir -le ordena Ibáñez

mientras estaciona el auto.

-¿Qué hago si no quiere?

-La obligás con el chumbo.

Robledo saca el revólver Ruby calibre 32 de la guantera

y baja decidido. Le muestra el arma a Higinia Eleuteria

Rodríguez -una chica huérfana de 16 años que ejerce la

prostitución porque la echaron de su trabajo de vendedora

de cosméticos- y le dice:

-Subí al auto. No te va a pasar nada.

Robledo le apoya el caño del revólver en la espalda, a

la altura de la cintura, y la hace subir al Fairlane.

Ibáñez arranca, pero el auto queda atascado en una

calle embarrada, cerca de un puente de la ruta Panamericana,

a la altura de Pilar (que en esa época era oscura y de

ripio). Ibáñez no se preocupa, va al asiento de atrás con

Rodríguez. Le dice a Robledo que vaya adelante. Desviste

a la mujer, pero cuando está por violarla, se pone furioso.

Le molesta la presencia de Robledo, que mira a la calle y

mueve el volante con la mano derecha. En la izquierda

tiene el revólver. Está incómodo. Quizá le molesta que el

protagonismo se lo lleve Ibáñez o no está de acuerdo con

la violación. Lo cierto es que no hace nada para impedirlo

y hasta ahora acató todas las órdenes de su compañero

sin chistar.

-¡Bajate, boludo! -le grita Ibáñez-. No me puedo

concentrar con vos ahí. Me ponés nervioso.

Robledo obedece, como siempre. Camina unos metros.

El lugar es oscuro y no pasan autos. El Fairlane empieza

a balancearse. A los pocos minutos, su amigo lo llama. La

chica, aterrorizada, se está vistiendo. Ella sentirá algo de

alivio cuando Ibáñez le diga:

-Podés irte.

Virginia Rodríguez baja del auto y camina unos pasos

por la ruta. Ocho meses después, cuando declare ante la

Policía, Robledo dirá que en ese momento, mientras la chica

caminaba y creía estar a salvo, Ibáñez le hizo una seña con el

dedo índice (hizo como si disparara al aire), le dio el arma y

una orden que debía cumplir:

-Matala.

Robledo manotea el revólver del tablero, se baja del

auto y marcha como un autómata con una linterna en la

mano.

Ana María Dinardo, una de las víctimas de Robledo Puch.

Higinia sigue caminando. No se da vuelta. Cree que

va hacia un lugar seguro. No se imagina que la sigue una

luz. Y detrás de esa luz, va un chico un poco más grande que

ella, de apariencia inofensiva y sumiso, que está dispuesto

a ejecutarla. Robledo apura el paso. Está a seis metros. Ella

camina aferrada a la cartera. Cree que escapa del peligro.

Está acostumbrada a eso. Desde que fue reclutada por una

red de trata de mujeres, que la obliga a prostituirse, no

hace más que sobrevivir. Su hermana Carmen no pudo. Se

tiró debajo de un tren. Ella fue la única que la entendió.

Cuando eran chicas se habían escapado de su casa. Pero

ahora no todo está tan mal. Al menos en la calle no está

sola. Hay otras chicas. Pero a diferencia de las otras, ella tuvo

la desgracia de encontrarse con Robledo, que ahora está a

cuatro metros. Imposible fallar desde esa distancia. Esperará

un poco más para apretar el gatillo. Tiempo después, sus

hermanos confesarán que dos meses antes de esa noche,

Virginia había intentado suicidarse dos veces. Primero

quiso hacerlo con veneno para hormigas. Después se tiró

a las vías de un tren. Se salvó las dos veces. Encontrarse a

Robledo quizá fue una forma de suicidio certera. El veneno

no había sido suficiente para matarla y el maquinista frenó

justo a tiempo; Robledo no fallará. Ahora está a tres metros

de Virginia, cree que es un buen momento para actuar. Va

a matar por la espalda. Dispara cinco veces. Todos los tiros

dan en el blanco. La chica se desploma. Ibáñez se baja del

auto y le revisa la cartera: se queda con mil quinientos

pesos moneda nacional. Es una miseria: apenas les alcanza

para una cerveza. A las dos de la madrugada del 13 de

junio de 1971, Robledo tiene una certeza. Ha vuelto a matar.

Higinia Rodríguez fue su quinta víctima. No será la última.

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Torturas

Robledo fue detenido el 4 de febrero, pero el caso se dio a conocer a la prensa cuatro días después. ¿Por qué se demoraron? ¿Qué pasó en esos días? Dos investigadores que participaron de la pesquisa y hasta el mismo Puch le aseguraron a BigBang que ante la falta de pruebas, lo torturaron para que confesara los crímenes.

El relato de la época:

El subcomisario ha perdido la paciencia. Si no es por las buenas, será por las malas. Necesita que el detenido confiese. De lo contrario, deberá liberarlo.

-Borrego de mierda, si no confesás, te vamos a meter  un tiro en la cabeza. Y no contás la historia -amenaza a Robledo.

Pese a la advertencia, el chico sigue en silencio.

-¿Seguís calladito?, ¿vamos a tener que matar a tus padres para que digas alguna palabra? Los vamos a tirar al río Reconquista -amenaza Alfano.

En ese momento, Robledo siente pánico. Pero niega los crímenes. La información sobre su detención no ha llegado a los diarios. La Policía la oculta: no hay demasiadas pruebas en contra del chico. No darán a conocer el caso hasta que lo tengan resuelto. Pero si Robledo confiesa, podrán convocar a la prensa y dar la noticia con bombos y platillos.

Alfano ordena a dos policías que lleven a Robledo a otra sala.

-Ahí no te va a quedar otra que cantar -le dice.

Su detención se informó cuatro días después de su caída.

El subcomisario entra en el cuarto, que está en penumbras.

La puerta está cerrada con llave y candado. A medida que lo desnudan, Robledo tiembla de miedo. Uno de los policías trae de un rincón una escalera de dos metros.

Cuando lo apoyan contra los peldaños, Robledo siente escalofríos.

Lo atan con sogas mojadas y pedazos de cámaras de neumáticos húmedos alrededor de las muñecas y los tobillos.

La escalera es sostenida por un policía de cada lado: Robledo queda estaqueado, con el pelo rojizo largo y suelto, la cara pálida, los ojos claros abiertos y los brazos en cruz, como un

Cristo crucificado. El subcomisario abre una pequeña valija y saca un aparato. Es una picana eléctrica.

Robledo mantiene el resplandor pese a su caída.

-¡Por favor, no!-suplica Robledo cuando uno de los policías acerca la picana a un centímetro de su cara. Luego le aplican electricidad en la lengua, en los brazos, en los testículos, en las manos y en los pies. 

-¡Dale, confesá, hijo de mil putas!- gritan los policías.

En ese momento de dolor, escalofríos y temblores, Robledo tiene ganas de gritar con todas sus fuerzas. Siente que un fuego le recorre todo el cuerpo, de punta a punta.

Quiere gritar y llorar; no puede. Las descargas lo paralizan.

Sólo atina a decir, con un hilo de voz.

-Paren, por favor.

Los policías apagan la picana. Robledo decide hablar.

Durante toda la noche, en ese cuarto oscuro y secreto, va a confesar cada uno de sus crímenes. Días después, con la conciencia serena, el subcomisario Alfano anunciará la noticia

al país:

-Ha caído el peor asesino de la historia. Se llama Carlos Eduardo Robledo Puch.

3

¿Fuga preparada?

La fuga de Robledo Puch sigue en duda. Por sus características es inverosímil. ¿Lo dejaron escapar? ¿Qué ocurrieron los tres días que estuvo en la calle?

El relato de la huida:

Eran tiempos de democracia. El 11 de marzo de 1973, Héctor Cámpora se impuso en las elecciones a presidente con el eslogan “Cámpora al gobierno, Perón al poder”. Después de dieciocho años de exilio, Juan Domingo Perón volvió al país el 20 de junio. Ese día hubo en el aeropuerto de Ezeiza un violento enfrentamiento entre militantes de derecha y de izquierda. En ese hecho, que quedó en la historia como la masacre de Ezeiza, murieron trece personas. Cuatro meses después, Perón asumió la presidencia de la Nación por tercera vez. Durante ese período, los presos organizaron motines y revueltas para denunciar que durante la dictadura de Lanusse estuvieron detenidos en condiciones inhumanas. 

La primera vez no tenía un plan. Sólo una obsesión: escapar. La oscuridad y su asfixiante celda, la 543, lo atormentaban. Cuando Robledo Puch intentó escaparse, o pensó en escaparse, un guardia atento lo descubrió: en ese momento, el asesino recibía a través de las rejas del pabellón 12 una caja con sierras afiladas de quince centímetros que un compañero le entregó para cortar los barrotes. Lo castigaron con un mes de aislamiento y durante tres meses le prohibieron todos los beneficios: visitas, llamadas telefónicas, salidas al patio y actividades deportivas. Le agravaron el castigo porque antes del intento de fuga se había tragado una cuchara y había amenazado a un guardia: “Algún día me voy a cobrar por todo lo que me están haciendo”.

Robledo Puch tendría una nueva oportunidad. Mientras jugaba al ajedrez con su compañero de pabellón Rodolfo Sica, condenado por un homicidio en ocasión de robo, le propuso escaparse. La idea era simple. El sábado 7 de julio de 1973, las autoridades penitenciarias iban a hacer un festejo con todos los presos para celebrar la aplicación de la ley de excarcelación y amnistía, que permitía la liberación de los detenidos mal juzgados o que estaban por cumplir la condena. Al agasajo iba a asistir la prensa. El ardid de Robledo consistió en simular un ataque de asma. Su amigo fingió una descompostura. Por eso los llevaron a la enfermería para medicarlos. Los guardias cometieron el error de dejarlos solos. Ellos se escondieron en un armario donde  el día anterior habían guardado dos garfios y unas sábanas anudadas. Por la noche, Robledo y su amigo salieron decididos de la enfermería. Cruzaron los pasillos con las sábanas y los garfios adentro de una bolsa. Insólitamente, no se cruzaron con ningún guardia. En el patio, sacaron las sábanas y las engancharon con un palo y dos garfios en un cerco con alambres de púa. La chicharra que debía activarse al mínimo contacto, nunca sonó. El dúo contó con una ayuda impensada: la neblina. Pero le quedaba otro obstáculo: un muro de seis metros de alto, al lado de una canchita de básquetbol y de una garita donde al momento de la fuga un guardia dormía plácidamente. Robledo y Sica repitieron el método: lanzaron el garfio hacia un farol que estaba apagado y escalaron hacia lo más alto. Cuando estaban por llegar al otro lado (ese otro lado era la libertad), Sica se resbaló. Un guardia que estaba a unos cincuenta metros vio a los detenidos. Sica cayó y fue atrapado. Robledo se dejó caer hacia afuera, la campera le quedó enganchada en un alambre.

Robledo, tras su recaptura. Detrás, Roberto Pettinato padre.

Una zanja amortiguó su caída. Un guardia dio la voz de alto y le disparó una ráfaga de ametralladora, pero los disparos no acertaron. En ese instante, un hombre se perdía en la niebla. El guardia no sabía que ese hombre, que acababa de escapar, era Robledo Puch.

Una versión no oficial, nunca comprobada, refiere que a Robledo lo dejaron escapar.

La noticia de su increíble fuga causó conmoción. “Se escapó el niño asesino: Cara de Ángel Puch inasible: vuelve a emboscarse en las sombras de la ciudad”, tituló el diario Clarín. Desde que se conoció la fuga, la Policía recibió llamadas insólitas de la gente. Decían que el asesino había viajado a Uruguay, que estaba refugiado en una villa de  Monte Chingolo, que se escondía en el placar de su madre, que deambulaba por las noches, sediento como un zombi, en busca de más víctimas, que estaba disfrazado de mujer, que había asaltado una mueblería y se había fugado en un Torino negro, que se había tiroteado con el dueño de un kiosco. Todos creían ver a Robledo Puch. Muchos serenos no fueron a sus trabajos por temor a morir en manos del temible delincuente. Algunas concesionarias reforzaron la seguridad o directamente no abrieron. Las mujeres no salían solas. Esas noches, en la Panamericana, en Pilar, ninguna mujer ejerció la prostitución.

 

 

El director del Servicio Penitenciario, Roberto Pettinato, calificó al asesino como “un tipo calculador, con la mirada de vidrio, sin transparencia ni franqueza. Es un Petiso Orejudo de estos tiempos, aunque Robledo es más frío”. 

La recaptura del asesino más famoso del país volvió a generar la atención del público. Se supo que una noche durmió en una obra en construcción, como si fuese un linyera. Los  investigadores no respiraron aliviados hasta confirmar que durante el tiempo que estuvo prófugo Robledo no robó ni mató.

 

Imagen de prontuario.

-Lo reconocí por la mirada. Su cuerpo estaba más deteriorado -afirmó el comisario Mario Ferreyra, de la Brigada de Martínez. El portero de un edificio que fue testigo de la detención también se refirió a los ojos celestes de Robledo:

-Pasó por al lado mío y me miró de manera penetrante. No le hizo falta hablar. Era la mirada de alguien que pide ayuda. Después lo agarró la Policía.

Los padres de Robledo Puch le encomendaron al abogado Rodolfo Gutiérrez que le pidiera a la Justicia y a la Policía que brindara las garantías de seguridad necesarias.

Al salir de la Brigada de Martínez, Robledo vio que entre la gente que lo esperaba en la puerta (la mayoría para insultarlo) estaba su madre Aída. Se acercó, le sonrió, la abrazó y le dio un beso. Era el primer gesto sensible del criminal. Un periodista se abalanzó y le hizo algunas preguntas a la mujer:

-¿Por qué está acá, señora?

-Porque quería que Carlitos se entregara con todas las garantías. No quería que nadie lo matara o lastimara.

-¿Su hijo le comentó de sus crímenes?

-No. Nunca me dijo nada. No creo que sea culpable de todo lo que dicen. De algo sí, pero de todo no.

-Sólo quiero que le den una oportunidad para ser un hombre de bien. No puedo creer que haya matado. De chiquito no lastimaba ni a los animalitos.

-Señora, vamos a cuidar a su hijo. Es un muchacho enfermo. El doctor Raúl Matera ofreció hacerle un tratamiento.

Era un peligro que estuviese en la calle -le dijo Pettinato.

-No es un peligro. Y no está enfermo -interrumpió la madre de Robledo.

El doctor Gutiérrez criticó a la prensa:

-Hoy he escuchado que Carlos fue llamado un subhumano. Creo que se fugó para demostrar que podía estar en la calle y no matar, no ser un asesino sanguinario, como dicen ustedes. En tres días, apenas comió dos panes.

Estaba casi desnutrido.

Luego, Robledo se subió a un móvil penitenciario con Pettinato. “Toda mi vida recordaré las palabras que me dijo ese hombre, mientras estuvimos demorados en una rotonda  en la General Paz y el Puente Saavedra. Me dijo: 'Pibe, quedate tranquilo que vos te vas a ir por la puerta grande'. No sé qué quiso decir”.

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Juicio tardío, expediente quemado y abogado desaparecido

El caso suma otro enigma: ¿por qué Robledo fue juzgado ocho años después de los crímenes? Uno de los motivos habría sido el misterioso incendio en los Tribunales de San Isidro, donde se quemó parte de su expediente:

El relato de los hechos:

Robledo no quería ir a juicio oral. Le había dicho a su abogado, Rodolfo Gutiérrez, que prefería un juicio sumario por escrito, como se acostumbraba en esa época. Pero en 1979, cuando estaba detenido en la prisión de Olmos, recibió dos malas noticias. Su abogado se había convertido en una de las miles personas desaparecidas durante la dictadura militar que se inició el 24 de marzo de 1976 con el golpe de estado encabezado por Jorge Rafael Videla.

Víctor Robledo Puch le contó a su hijo lo que había pasado. Según su versión, Gutiérrez sacó de la cárcel a dos presos políticos con órdenes de liberación fraguadas. Los militares descubrieron esa maniobra y detuvieron al abogado penalista. Su esposa lo visitó en Campo de Mayo.

“La tercera vez que fue, los milicos le dijeron que su esposo había sido trasladado a otra parte, pero que no le podían informar porque ni ellos mismos lo sabían. Desde aquella vez, nunca más supieron de Rodolfo Gutiérrez”, contó Robledo Puch.

Robledo, durante el juicio.

La otra mala noticia la recibió en los Tribunales de San Isidro, donde lo llevaron una mañana. Allí, un oficial de Justicia le informó que iba a ir a juicio oral.

Hasta el día de hoy, Robledo cree que la Justicia aprovechó la desaparición de su abogado para llevarlo a juicio en ese momento.

Su suerte estaba echada.

El juicio comenzó el 4 de agosto de 1980. Los camaristas de la Sala I de la Cámara de Apelaciones en lo Penal de San Isidro, José Ignacio Garona, Bernardo Rodríguez Palma

y Roberto Borserini, lo dividieron en tres etapas. Durante casi cuatro meses declararon noventa y dos testigos. Robledo asistió a todas las audiencias. A veces vestía un traje azul con una corbata al tono y hubo días en que lució un blazer y una polera blanca. Casi siempre tenía el pelo con gomina. 

En un principio, el juicio transcurrió a puertas cerradas. “Darlo a la luz sería una publicidad malsana”, opinaron  los jueces. En la parte final hubo público, pero los medios no pudieron sacar fotos, grabar ni filmar.

Robledo, en otro traslado de la Policía.

La Sala I de la Cámara de Apelaciones de San Isidro lo condenó a la pena de reclusión perpetua con accesoria por tiempo indeterminado, por encontrárselo autor penalmente responsable

de los delitos de homicidios calificados reiterados (diez hechos), tentativa de homicidio calificado, homicidio simple, robo simple cometido en forma reiterada (dieciséis hechos), robo calificado, violación calificada, tentativa de violación calificada, raptos reiterados (dos hechos), abuso

deshonesto, hurtos simples reiterados (dos hechos) y daño, todos en concurso real.

Mientras el secretario judicial leía, Robledo gesticulaba y lo miraba con odio. Él ya había dicho sus últimas palabras, poco antes de escuchar la sentencia. El paso del tiempo convirtió esas palabras en un mito. Para algunos, nunca las pronunció. Para otros, las dijo a los gritos. Ese día,

el de la sentencia, se le atribuye una frase que aún es recordada en los Tribunales de San Isidro. Una frase que en el mundo judicial pasó de boca en boca, de generación en generación.

Una amenaza latente que resuena en la cabeza de los jueces que treinta y siete años después tomaron el caso y debieron decidir si le daban la libertad condicional.

Así, según se dice, aquel 27 de noviembre de 1980 Robledo Puch se paró ante los jueces y dio su veredicto:

-Esto es un circo romano. Algún día voy a salir y los voy a matar a todos.

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¿Estaba bajo las órdenes de un delincuente experto?

Otro de los enigmas del caso tiene que ver con el rol de Jorge Ibáñez, el primer cómplice del ángel negro. Su padre, también llamado Jorge Ibáñez, tenía antecedentes por estafa. Fue quien le enseñó a disparar un arma a Robledo Puch. Se sospecha que era el verdadero líder del dúo criminal, siempre en las sombras. 

Siempre resultó llamativo que dos jóvenes de 18 años pudieran cometer tantos robos sin el apoyo de un delincuente experto. Hasta se llegó a pensar que Ibáñez padre tenía contactos policiales que le liberaban la zona para que su hijo y Robledo pudieran robar y matar. Su hijo murió en un extraño accidente de autos (el que manejaba era Robledo) y él fue detenido en 1972, pero lo liberaron pocos meses después.

Robledo lleva 45 años preso.

Desde la cárcel de Sierra Chica, donde cumple prisión perpetua, Robledo siempre culpó a los Ibáñez de estar detrás de los asesinatos. "Yo no maté, sólo robé", dijo varias veces. 

Su historia, a 45 años de su caída, sigue envuelta en enigmas sin resolver.

 

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