29 Abril de 2025 10:48

La frase es tan desgarradora como dolorosa. Con apenas nueve años, una nena enfrentaba a su abuela para decirle algo que cambió su vida para siempre: "Papá mató a mamá". Con esas palabras, dichas entre lágrimas y mucho miedo, la menor anunció lo inenarrable. La tragedia ya estaba consumada: Camila Ailén Espíndola, de 27 años, había sido asesinada de tres disparos por su ex pareja, delante de sus tres hijos, en el barrio Nuevo Alberdi Oeste, en Rosario. Pero el espanto no terminó allí. Apenas horas después, mientras la familia velaba a Camila, delincuentes irrumpieron en la casa donde ocurrió el crimen y saquearon lo poco que quedaba.
No hubo tiempo para el duelo. Tampoco para el alivio de una mínima justicia simbólica. Solo hubo horror, seguido por más horror. "Me mataron a mi hija y esta gente viene y roba. Mis nietas se quedaron sin nada", lamentó Cristina, madre de Camila, con la voz quebrada por la rabia y la desesperanza. En el mismo lugar donde Espíndola fue asesinada, forzaron una ventana y se llevaron pertenencias esenciales. No hubo respeto, no hubo pausa. Solo una muestra brutal de la descomposición social. Camila fue asesinada el viernes por la noche, en su propia casa, en la intersección de Bouchard y calle 1338.

Su ex pareja, identificado como Federico A., indocumentado, fue hasta allí a las 22 horas. Se presume que discutieron. Luego, el femicida desenfundó un arma calibre .22 y le disparó a sangre fría: una bala en la cabeza, otra en la espalda, otra en el pecho. Las niñas vieron todo. El cuerpo quedó tendido en el patio. El asesino huyó, pero fue capturado pocas horas después en el barrio Cabin 9 de Pérez. Al ser detenido, dijo que "el arma se disparó sola". No le creyeron. El arma aún no aparece. "¿Qué padre puede mostrarle a sus hijos cómo mata a su madre?", se preguntó Ludmila, hermana de Camila, aún en shock.
Nadie en la familia recuerda si ella había llegado a denunciar formalmente la violencia que sufría, pero todos sabían que estaba allí. El patrón de control, de celos, de hostigamiento. Camila había conseguido trabajo en la vecina ciudad de Funes. A él no le gustó. Como tantas veces, el deseo de independencia se pagó con la vida. La mayor de las hijas, testigo directa del asesinato, fue quien corrió hasta la casa de su abuela para contar lo sucedido. "Esas dos cuadras venía gritando: 'Abuela, mi papá mató a mi mamá'", relató Ludmila. Ahora, la familia debe encargarse del cuidado de los tres niños, de apenas 3, 6 y 9 años.
Lo harán como puedan, en una casa que deberán ampliar y en un contexto de absoluta precariedad. Piden colaboración, desde ropa hasta materiales de construcción, y asistencia psicológica urgente para los pequeños que presenciaron el horror. Mientras todo esto ocurre, las cifras siguen engrosando las estadísticas. Según el observatorio de la organización Mumalá, en lo que va del año ya se registraron 14 femicidios en la provincia de Santa Fe, incluyendo casos como el de Camila. "Las cifras nos siguen mostrando que la situación es alarmante", advirtió Gabriela Sosa, referente del colectivo.

La violencia de género, en Argentina, no solo mata. Deja a su paso vidas quebradas, infancias devastadas, familias rotas, y comunidades que miran con impotencia cómo el Estado retrocede mientras la barbarie avanza. Con la Línea 144 prácticamente desmantelada, sin recursos para asistencia económica, sin dispositivos de protección, sin aplicación efectiva de la Ley Micaela, sin el Programa Acompañar ni acompañamiento real a hijos e hijas de víctimas, la violencia crece al amparo del abandono. Camila fue asesinada por querer vivir su vida. Por buscar un trabajo. Por intentar salir. Su crimen fue presenciado por sus hijos. Luego, su casa fue saqueada.