Por días, su nombre fue repetido con esperanza en cada rincón del sur neuquino. Ezequiel Matías Vergara, 28 años, joven de mirada cálida y espíritu de montaña, según describía su entorno más cercano, desapareció sin dejar más que un rastro de incertidumbre. El jueves 21 de marzo fue la última vez que se lo vio con vida. El domingo, en un barranco del Falso Belvedere, la esperanza se transformó en duelo. La noticia cayó como un mazazo. El cuerpo hallado por un rescatista en la zona agreste y escarpada fue identificado por su familia: era Ezequiel. La autopsia preliminar indicó que falleció a causa de politraumatismos graves.
Pero la pregunta que se clavó como un puñal fue otra: ¿fue un accidente o una despedida? La duda atormenta a sus seres queridos. En la pared de su casa, Ezequiel había dejado un mensaje: "Estoy cansado de lastimar gente. No es lo que quiero. No se justifica. Siento que estoy enfermo. Mando luz y amor para quienes amo". Su madre, Patricia, entre lágrimas, habló de un estado de depresión que quizás pasó desapercibido para todos: "Decía que no iba a molestar o hacer daño a las personas que amaba".
Mientras la Justicia avanza para determinar si hubo una caída accidental o una decisión tomada desde un profundo dolor, lo cierto es que Ezequiel ya no está. Y el vacío que dejó se siente en su familia, en sus amigos y en ese pueblo que lo vio crecer entre árboles y cumbres. Pero hay una historia que atraviesa esta tragedia con una humanidad tan honda como conmovedora. La historia de Ismael Ayala, el bombero que lo encontró. "No soy un héroe. Soy amigo. Y soy bombero", escribió.
En una sentida carta publicada en redes, Ayala relató: "Cuando desapareció, no lo dudé. Sabía que tenía que salir a buscarlo". Fue él quien recorrió cada rincón de la montaña, guiado por fotos, recuerdos y la intuición que solo nace del amor. Con su hermano Daniel y Pablo, el tío de Ezequiel, Ismael trazó una búsqueda minuciosa. Subieron, bajaron, treparon. Cuando el tío no pudo continuar, Ismael siguió solo. "A Ezequiel lo conocí por la vida, por esas vueltas que da el pueblo", explicó.
Y fue entonces cuando el monte comenzó a hablarle: una mochila, unas huellas, una campera. "Cada paso era una mezcla de tensión y esperanza", escribió. Hasta que lo encontró. Sin palabras. Solo con el deber cumplido y el alma rota. "No buscaba reconocimiento, solo quería ayudar a su familia. Darles la posibilidad de despedirse, de cerrar una etapa", dijo después. Y la comunidad lo abrazó: fue distinguido por los Bomberos Voluntarios por su valentía, pero más aún por su humanidad. "Arriba decidí bajar por la otra ladera. Ya me había tocado hacer rescates en situaciones similares. Usé la campera como referencia y empecé el descenso, agarrándome de las piedras, sin poder mirar abajo. Y ahí estaba. A menos de un metro. El cuerpo de Ezequiel. Me quedé en silencio. No hay palabras para describir lo que se siente en ese momento", destacó.
Y concluyó: "Esa fue mi manera de honrar la amistad y de cumplir con mi vocación. Hoy me queda la tranquilidad de haber hecho lo que sentía correcto. Y el dolor inevitable de haber perdido a un amigo". Hoy, Villa La Angostura llora a uno de los suyos. Llora a Ezequiel, al chico de la montaña que tal vez no pudo con su pena, o quizás cayó en un accidente cruel e inoportuno.