04 Febrero de 2020 10:54
El sábado 18 de enero, Silvino Báez se despertó como todos los días a las seis de la mañana. Tenía que trabajar. Después de unos meses desempleado, había conseguido el puesto de portero en el edificio de Recoleta, el mismo en el que vive junto a su mujer, Graciela Sosa. Ambos habían despedido una semana atrás a su único hijo, Fernando, quien se iba por primera vez de vacaciones con amigos. El destino: Villa Gesell.
Aunque se movió con extremo cuidado para no despertar a su mujer, el teléfono de Gracila sonó a las seis de la mañana. No lo sabían, pero Fernando acababa de ser declarado muerto, después de que diez rugbiers lo golpearan a la salida del boliche Le Brique. "¿Quién habla? ¿Quién habla?", preguntó entre sorprendida y asustada. No tenía agendado el número desde el que estaba recibiendo el inusual llamado.
Una voz anónima le dijo que habían llevado de urgencia a su hijo al hospital. Le dieron un número de teléfono y cortaron la comunicación. Sentada al pie de la cama, Graciela miró a su marido. No tomaba dimensión de lo que acababa de escuchar. El teléfono volvió a sonar. Esta vez era un compañero del secundario de Fernando, que también se había sumado al viaje. "No sé nada de Fer, estoy demorado en una comisaría", alcanzó a decirle.
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En ese momento, Graciela decidió llamar a Julieta Rossi, la novia de su hijo. Lo que no sabía es que en ese momento, la joven de 18 años se encontraba con la campera roja de la víctima en la puerta del hospital. Le acababan de confirmar que Fernando había muerto. La joven estudiante de derecho atendió a su suegra, pero no podía hablar. Graciela se aferró a la esperanza de que su hijo siguiera con vida.
El teléfono volvió a sonar. Esta vez, su marido decidió atender. Cuando colgó, se quedó mudo. Miró a su mujer y le confirmó sin rodeos. "Fernando está muerto". "Empecé a golpear a mi marido con toda mi fuerza. Le decía: '¡Mentira! ¡No es verdad!'. Me acuerdo que pensaba en mi bebé", reconoció la mujer, que se encontraba a casi 400 kilómetros de la morgue en la que se encontraba el cuerpo de su hijo.
"Enseguida salimos para Villa Gesell. El viaje se me hizo interminable. Aún así tenía esperanzas. Pensaba que capaz se habían confundido. Hasta que fuimos a la comisaría y me dieron su cédula de identidad. Fue, es y será el día más triste de mi vida".
Los padres tuvieron que reconocer el cuerpo y fueron una de las primeras personas en ver la marca de la zapatilla que tenía estampada en el costado izquierdo de su rostro. "Tenía ganas de abrazarlo, pero no podía: estaba muy deteriorado por todos los golpes que le dieron. Me arruinaron la vida. Todavía no puedo creerlo, pero es verdad".
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El velorio fue a cajón cerrado. Nadie quería ver a Fernando así. Prefirieron quedarse con la sonrisa con la que se despidió cuando dejó el departamento que compartía con sus padres para disfrutar junto a sus amigos y su novia de unas vacaciones. Horas después, Fernando Burlando asumió su defensa y puso a su equipo a trabajar de inmediato. Graciela prefirió mantenerse ajena a la investigación: "Eso lo dejo para los abogados".
Graciela todavía no pudo volver a trabajar. Sale muy poco de su casa y empezó a tomar una pastilla para poder conciliar el sueño. No mira televisión: le hace mal; en especial después de haber visto el video en el que se ve cómo los diez imputados por el homicidio golpeaban y asesinaban a su hijo. "Aproveché en un momento que en casa estaban todos durmiendo y busqué en YouTube. Quería saber cómo le hicieron eso. No sé por qué lo hicieron. No tienen sentimientos, ni siquiera le dieron la oportunidad de defenderse. No pude volver a dormir".