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Picana y estacas: así confesó Robledo Puch, el asesino que cumple 48 años tras las rejas

Cómo fue la caída del asesino serial más sangriento de la historia policial argentina, cuya película se estrena en dos semanas.

02 Febrero de 2020 07:30
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Era viernes. Hacía 16 días acababa de cumplir 20 años, pero sobre su espalda pesaban once asesinatos a sangre fría. Carlos Robledo Puch no lo sabía, pero estaba a punto de caer luego de gozar de 326 días de impunidad desde aquel lunes 15 de marzo de 1971 en el que debutó en el mundo del hampa junto a su primer secuaz, el rosarino dos años menor, Jorge Ibáñez.

Según el libro El ángel negro, del periodista Rodolfo Palacios, horas antes de su caída, al igual que lo hizo con Ibáñez, se había “sacado de encima” a su segundo cómplice: Héctor Somoza. Estaban intentando abrir la caja fuerte de la ferretería Masseiro de Carupá. Llevaban cinco horas con un soplete, luego de que Robledo rematara de dos disparos al sereno de 58 años, Manuel Acevedo.

Somoza hizo un chiste antes de que saltara la caja. Puch le disparó con precisión: murió en el acto. Con maquiavélica frialdad, el por entonces adolescente agarró el soplete y le quemó la cara y las manos para que nadie pudiera identificarlo. Pero su plan no fue perfecto: olvidó que su secuaz tenía su cédula de identidad en uno de sus bolsillos.

Y, así, el “ángel negro” fue el primer testigo para los investigadores. Lo fueron a buscar a la casa de sus padres, ubicada sobre la calle Acacias. No estaba. Pero su madre, Josefa Aída, les dijo a los oficiales que estaba en lo de su abuela, a cuatro cuadras. Tampoco lo encontraron.

Mientras más de 50 efectivos lo buscaban por la zona, Robledo paseaba impune en moto y tomaba una cerveza con un amigo. No se había bañado. Su ropa y cara estaban cubiertas con el tizne del incendio de la ferretería. No armó una coartada. No la necesitaba: ya había matado en nueve oportunidades y nunca nadie lo había descubierto. Era, aunque no lo sabía, su último día en libertad.

Regresó a su casa y lo recibió el subcomisario Roberto Alfano, quien le preguntó por su ex socio. Puch aseguró que no lo conocía. "Lo encontramos muerto. Su madre nos dijo que anoche estuvo con vos", resistió Alfano. "¿De qué son las manchas?", insistió el oficial. "Es mugre. Estuve todo el día paseando en moto", desestimó el asesino.

Alfano no le creyó. Le puso las esposas, lo subió al patrullero Ford Falcon y lo llevó a la comisaría. Aún no había pruebas de peso en su contra, pero había sido el último en ver con vida a Somoza y las manchas lo incriminaban. El interrogatorio era clave para su imputación.

El relato de la época: "Borrego de mierda, si no confesás te vamos a meter un tiro"

El subcomisario ha perdido la paciencia. Si no es por las buenas, será por las malas. Necesita que el detenido confiese. De lo contrario, deberá liberarlo.-Borrego de mierda, si no confesás, te vamos a meter un tiro en la cabeza. Y no contás la historia -amenaza a Robledo.Pese a la advertencia, el chico sigue en silencio.-¿Seguís calladito?, ¿vamos a tener que matar a tus padres para que digas alguna palabra? Los vamos a tirar al río Reconquista -amenaza Alfano.En ese momento, Robledo siente pánico. Pero niega los crímenes. La información sobre su detención no ha llegado a los diarios. La Policía la oculta: no hay demasiadas pruebas en contra del chico. No darán a conocer el caso hasta que lo tengan resuelto. Pero si Robledo confiesa, podrán convocar a la prensa y dar la noticia con bombos y platillos.Alfano ordena a dos policías que lleven a Robledo a otra sala.-Ahí no te va a quedar otra que cantar -le dice.

El subcomisario entra en el cuarto, que está en penumbras.La puerta está cerrada con llave y candado. A medida que lo desnudan, Robledo tiembla de miedo. Uno de los policías trae de un rincón una escalera de dos metros.Cuando lo apoyan contra los peldaños, Robledo siente escalofríos.Lo atan con sogas mojadas y pedazos de cámaras de neumáticos húmedos alrededor de las muñecas y los tobillos.La escalera es sostenida por un policía de cada lado: Robledo queda estaqueado, con el pelo rojizo largo y suelto, la cara pálida, los ojos claros abiertos y los brazos en cruz, como un Cristo crucificado. El subcomisario abre una pequeña valija y saca un aparato. Es una picana eléctrica.

-¡Por favor, no!-suplica Robledo cuando uno de los policías acerca la picana a un centímetro de su cara. Luego le aplican electricidad en la lengua, en los brazos, en los testículos, en las manos y en los pies. -¡Dale, confesá, hijo de mil putas!- gritan los policías.En ese momento de dolor, escalofríos y temblores, Robledo tiene ganas de gritar con todas sus fuerzas. Siente que un fuego le recorre todo el cuerpo, de punta a punta.Quiere gritar y llorar; no puede. Las descargas lo paralizan.Sólo atina a decir, con un hilo de voz.-Paren, por favor.Los policías apagan la picana. Robledo decide hablar.

Durante toda la noche, en ese cuarto oscuro y secreto, va a confesar cada uno de sus crímenes. Días después, con la conciencia serena, el subcomisario Alfano anunciará la noticia al país: "Ha caído el peor asesino de la historia. Se llama Carlos Eduardo Robledo Puch".