por Rodolfo Palacios
14 Julio de 2017 11:07San Isidro, julio de 1982. Local de San Isidro con persianas bajas. Un grupo de hombres tiene un plan secreto. El más viejo usa bastón y está sordo. Visten camisas arrugadas, pantalones oscuros y mocasines. A excepción del más joven, un tipo corpulento y de pocas pulgas, son calvos. El único que no usa lentes es el jefe, que ahora se pone una boina gris y da comienzo al ritual.
Podrían ser el elenco amateur de la obra de teatro de un centro de jubilados. O ex futbolistas arruinados que se reencuentran para rememorar viejas (o tal inexistentes) proezas. O amigos de toda la vida que se junta a jugar a las bochas o a las cartas, esos que cuentan los puntos con porotos y acompañan el juego con aperitivos. Hombres que fuman Parliament y los domingos a la mañana salen a la calle a lavar el Falcon o el Torino.
Pero no son nada de eso. Estos tipos serían grotescos si no fuera por un detalle: su misión es planear secuestros. No sólo se secuestra a una persona, sino también a todo lo que toca o roza a esa persona: su cuerpo, sus afectos, sus recuerdos, sus sueños, sus pensamientos, sus familiares, sus amigos.
La semilla del mal
Ese fue el origen oscuro de la siniestra banda de Arquímedes Puccio, líder del clan que secuestraba y mataba empresarios. Se cumplen 35 años del primer secuestro: el de Ricardo Manoukian, asesinado a sangre fría.
Arquímedes con sus hijos Alejandro y Silvia.
-Compañeros, daremos inicio a la ceremonia -anuncia Arquímedes Rafael Puccio, el líder del clan. Se siente como esos padrinos de Sicilia, donde nació su abuelo, que reciben a un nuevo miembro de la mafia. Están en el despacho de su casa, en el primer piso. El controla todo desde su escritorio, donde tiene pegadas frases célebres. “El pueblo es aquella parte del Estado que no sabe lo que quiere”, de Hegel, es una de ellas.
Puccio, el siniestro. Murió en 2013, a los 82 años. Cometió cuatro secuestros.
El (siniestro) club del clan
El coronel Rodolfo Victoriano Franco, el de bastón, le convida un pucho a Guillermo Fernández Laborda. Gustavo Contepomi, encorvado, frágil y de mirada huidiza, toma un café con leche. El nuevo integrante del clan, el corpulento, es Roberto Díaz.
-A ver, compañero. Deme la palma de la mano -le pide Puccio. Díaz obedece. El líder le hace un pequeño corte con el cuchillo. También corta su mano. Enseguida levanta el brazo y une su palma con la de Díaz.
-Bajo ninguna circunstancia traiciones este pacto de sangre, esta hermandad que acaba de nacer -le dijo Puccio y le dio un abrazo.
-Nunca -respondió Díaz.
Los miembros del clan eran una especie de sociedad secreta. En esa reunión en la que sellan ese diabólico pacto, se definen los roles. Los une mucho más que un objetivo perverso. Esos hombres creen que el azar no existe. Todo plan tiene un componente secreto que se ignora. Todos se conocieron por algo, cree Arquímedes. Y si se han unido es porque estaba escrito.
-En la vida hay que tomar decisiones y elegir. Capaz que algunos de ustedes piensan que no tuvieron chances de elegir. ¡Minga! Eligieron estar acá, de este lado -dice Arquímedes.
La casa del mal. Foto: Revista Gente.
¿Quién era Puccio? En el expediente del caso figura que egresó del Colegio Comercial Hipólito Vieytes de Buenos Aires y tiempo después se recibió de contador en la Facultad de Ciencias Económicas. Entre 1947 y 1964 fue Vicecónsul en el Ministerio de Relaciones Exteriores. Perón le dio el diploma porque fue el diplomático más joven de la época. Tenía 19 años. Cumplió misiones de correo diplomático en Madrid. Años más tarde trabajó en una empresa que fabricaba repuestos de autos y en el supermercado Satélite, donde fue gerente de relaciones públicas. En 1973 concurrió a la Escuela Superior de Conducción Política que dependía del Movimiento Nacional Justicialista. Por ese entonces, aunque no sabía nada de deportes, fue nombrado subsecretario de Deportes de la Municipalidad de la Ciudad Buenos Aires.
Perón conoció a Puccio y lo distinguió como diplomático antes de que Arquímedes comenzar su carrera criminal.
Para sus vecinos, según una de las históricas notas de Gabriela Cociffi en revista Gente, tenía una extraña mañía. Salía cada media hora con la escoba y nos decía: 'Hay que ayudar a mantener lindo el barrio'", recuerda un vecino. Lo habían apodado "Cu-Cu" por su manía de asomarse varias veces al día desde la pequeña ventana de su escritorio para controlar lo que pasaba en la cuadra.
Fernández Laborda.
Rodolfo Victoriano Franco, de 76 años, es un coronel retirado. Era del arma de Caballería y fue pasado a retiro en 1955, tras el golpe que derrocó a Perón. En 1956, según sus dichos, participó en los intentos de la restauración peronista que encabezó el general Juan José Valle, fusilado por eso. Franco huyó a Uruguay luego a Brasil. Regresó en 1959. El coronel, como le dicen pese a que está retirado, está tullido. Camina con dificultad porque en hace cinco años cayó de un caballo y se lastimó una pierna. Meses después, un bidón le estalla cerca de las manos y se las deja con poca movilidad. Ya no usa armas porque no puede dispararlas, pero se las consigue a sus compañeros. Es como un miembro honorario del clan. Aconseja, aporta ideas, brinda su experiencia. La acción le está vedada, pero no por eso es menos peligroso. Su palabra, sus ideas y sus contactos militares lo hacen imprescindible y reviste de cierta impunidad al grupo criminal que le da un encuadre militar a los delirios de Puccio, a quien conoció en los años setenta. Los unía su militancia en la organización de derecha Tacuara y su paso por la Triple A.
Los secuestros, decía Puccio, es una industria sin chimenea.
Guillermo Fernández Laborda, de 42 años, es un efectivo lugarteniente de Puccio. Según el libro “Buenos Muchachos”, de Carlos Juvenal, con Puccio llegó a ser miembro del Servicio de Inteligencia de la Fuerza Aérea. Fue miembro de la Resistencia Peronista y estuvo en el Movimiento Nueva Argentina. En otras épocas fue comisionista de aduana, administrador del Hospital Municipal Ramos Mejía hasta 1976 y actuó en la denominada Escuela Superior de Conducción Política del Partido Justicialista. Tipo pesado pero con más corazón que Puccio.
El coronel Franco.
Roberto Oscar Díaz, de 44 años, empezó como mecánico en la concesionaria de autos de Alberto J. Armando, de quien -según versiones- fue chofer y guardaespaldas. Ascendió a jefe de mantenimiento. Como hombre de confianza de Armando, empezó a tener contacto con las bandas que quemaban autos para cobrar el seguro, una maniobra permitida por su patrón. En ese contexto conoció a Puccio en una agencia Mitsubishi de Llavallol.
Todos estos hombres coincidieron en un mismo lugar y en una misma fecha. El 20 de junio de 1973, el día del histórico regreso de Perón después de un exilio de 18 años, Puccio, Laborda, Díaz y Franco estaban en Ezeiza. Los enfrentamientos comenzaron cuando sectores de la derecha peronista, bajo el mando general retirado Jorge Manuel Osinde, atacaron a militantes de gupos de izquierda, FAR y Montoneros. Hubo 13 muertos y 365 heridos. Puccio dijo que ese día colaboró con Osinde. Laborda también estuvo en la parte organizativa desde las filas de Tacaura. Franco estaba agrupado con la derecha. La presencia de Díaz fue para asistir, como chofer y guardaespaldas, a Jorge Paladino, hombre de confianza de Perón. No está claro es si Puccio, Laborda, Díaz y Franco se conocieron durante esos días agitados. Pero los unía el hecho de ser peronistas.
Años después los unió el delito.
-Somos peronistas. Y para un peronista, nada mejor que otro peronista.
Eso dice Puccio en la reunión fundacional del clan. Las reglas, como toda regla maldita, no estaban escritas. Pero ese día, Puccio las deja en claro:
-La traición se paga con la muerte. Lo que se habla acá, queda acá. Todos deberemos aportar un candidato para secuestrar. Todos deberemos hacer todo. Todos debemos dar a la organización una prueba de fuego. Y saber que si mata uno, será como si todos apretáramos el gatillo.
En esa reunión no está su hijo Alejandro. Sus subordinados entienden que Arquímedes habla también en su nombre. Todos se sorprenden cuando Arquímedes revela:
-A los secuestrados los vamos a tener en mi casa.
Díaz cree que es una broma. Descubre que el líder del clan habla en serio cuando les muestra un croquis.
-Primero los vamos a tener en el baño de arriba o en un mueble de la sala de estar. Nadie de mi familia entra ahí. Para los próximos, va a estar listo el sótano. Vean el planito ese. Le voy a encargar a un albañil de confianza que lo refaccione. Pero todavía falta para eso.
Roberto Díaz, un lugarteniente de Puccio. Tiempo después rompería el pacto de silencio.
Laborda le dice que puede ser peligroso que los rehenes estén en la casa de San Isidro.
Puccio lo tranquiliza:
-No pasa nada, camarada. Mi gente vinculada con la mafia italiana me respalda. Están monitoreando toda la situación. Tenemos un sostén del carajo.
Puccio miente: nadie de la mafia italiana lo respalda. Pero es su manera de convencer o calmar a sus hombres. Dominar gracias a lo que no existe. A lo que inventa para instalar el miedo en el otro.
Arquímedes los ha ido captando de a uno. Aunque los hace partícipes, los consulta, abre el debate, en realidad tiene todo decidido. En su cabeza está el nombre del primer secuestrado. Se los dice en la próxima reunión, en una pizzería de San Isidro:
-Ya tengo al tipo. Es un empresario, lo tengo chequeado y todo. El y su familia son dueños de Tanti, la cadena de supermercados.
-¿Cómo se llama? -pregunta Laborda.
-Guillermo Manoukian.
Esos hombres comen mozzarella con fainá, toman cerveza y hablan sin parar. Desde afuera no se parecen a nada. No tienen pinta de matones. Ni de empresarios ni oficinistas. Ni de obreros ni universitarios. Ni de amigos ni enemigos.
No se parecen a nada.
No se parecen a eso que son: rufianes que han decidido ponerle fin la vida de un hombre que no conocen.
La maldición de los Manoukian
En julio de 1982, Ricardo Manoukian ignora que le queda un mes de vida. No lo sabe -es imposible saberlo- pero cerca suyo, un grupo de hombres ha decidido condenarlo a muerte. Ellos saben todo de él, pero él no sabe nada de ellos. Manoukian no logra rebelarse a su destino trágico, a algo que parece escrito y es imborrable: un maleficio que acecha a su familia. No puede interpretar las señales o los malos presagios que rodean a esos días de felicidad en los que planea casarse con la modelo Isabel Menditegui.
A los 24 años va camino a ser un hombre realizado. Boda, luna de miel, hijos, trabajo, reuniones familiares, proyectos. Todo está en el futuro que imagina Manoukian. Lo que por ahora no cabe en su vida breve. Lo que se escapa y se pierde aunque él no lo vea ni sepa que vive sus días finales.
Manoukian fue traicionado por su amigo Alejandro Puccio.
La amenaza invisible y silenciosa se cierne sobre los pasos de Manoukian. Va a trabajar a las oficinas de los supermercados Tanti, la empresa familiar. Se reúne con amigos en boliches de San Isidro, sale a pasear con su novia, va al cine. Sus movimientos son vigilados todo el tiempo, pero él no se da cuenta.
En los últimos tiempos crece la relación con Alejandro Puccio. Si las cosas siguen así podrían ser grandes amigos. Sus novias lo son. Van a navegar, a bailar, a comer. Manoukian admira el estilo de juego que Alejandro exhibe en el CASI. Va a verlo jugar y lo felicita después de cada triunfo.
Alejandro se muestra afectuoso y sincero. Nada, ni un gesto ni cum comentario ni una acción, develan la forma de una traición.
Maonukian ignora que le queda un mes de vida. Su muerte está escrita. Es una ley, un decreto que lo persigue. Acaso por haber estado en el lugar equivocado.
Alejandro Puccio brillaba en Los Pumas.
El último día de la primera víctima
El jueves 22 de julio de 1982, Manoukian trabaja en las oficinas de avenida Fleming y Cuyo, en San Isidro. Cerca del mediodía se sube a su BMW para ir a almorzar con su familia. Es imposible saber si sintió algún malestar, un ahogo o una mala sensación. Nunca se sabrá si sintió la cercanía del peligro. Ese viaje, y lo que ocurre después, es un misterio. Sólo se sabe que en la avenida del Libertador alguien le dice que pare el auto. Y él le hace caso. Tiempo después, los familiares de Manoukian dirán que hay un solo motivo por el que paró el auto: el que le hizo señas para que se detuviera era un conocido. De otro modo no hubiese frenado. El y su hermano Ricardo habían hecho un curso antisecuestros en los Estados Unidos y una de las recomendaciones era andar con el auto con las puertas trabadas y no parar ante ningún pedido.
Manoukian frena y ese es el último acto que decide por sí mismo. De ahora en más, su vida está en manos de esos tres tipos que se bajan de un Ford Falcon, lo sacan de su auto y lo suben a una combi, donde al volante espera otro cómplice. Le atan las manos, le ponen una capucha y lo meten en el baúl. Viajan hasta la casa de Martín Omar 544, en San Isidro.
Esos tipos son Arquímedes Puccio, Fernández Laborda y Franco. La participación de Alejandro en esa emboscada está en duda. Algunas versiones lo señalan como el hombre que le hizo señas a Manoukian para que parara. Como un señuelo que lleva a la muerte. Otras lo sitúan como el que abre el portón de la casa para que entren al rehén después de que su padre avisara con tres bocinazos.
Los Puccio parecían una familia normal. Foto: Gente.
Entre Laborda y Puccio entran desde el patio y suben por una escalera caracol al primer piso. Con eso evitan pasar por el resto de la casa. Lo acuestan en la bañera. Las paredes del baño están cubiertas por papel de diario. El techo está cubierto por bolsas de arpilleras.
Los roles están definidos. Puccio es el que negocia con los familiares de la víctima. Laborda es el que vigila a Manoukian. Se turna con Alejandro. Cuando entran en el baño lo hacen encapuchados. Franco es una especie de apoyo espiritual: su renguera y la vejez limitan sus movimientos. Ricardo es obligado a escribir una carta a su familia. Dice que está bien cuidado, que le dan de comer arroz con pollo, pide a sus padres que sigan las instrucciones y que no llamen a nadie. Que todo va a salir bien. Arquímedes deja la carta en un bar de San Isidro, dentro de un atado de cigarrillos. Luego va a un teléfono público de avenida Centenario y llama a los Manoukian. Les anunció el secuestro de Ricardo y que está en perfectas condiciones. Les ordena que no llaman a la Policía y da la dirección del bar para que vayan a buscar la carta.
-Esa es la primera prueba de vida. Volverán a recibir una llamada. Estén atentos.
Una bañera, primero, y un sótano, después, fueron los lugares de cautiverio elegido por Puccio. Foto: Nacho Sánchez.
Arquímedes vuelve a su casa, toma un mapa del Gran Buenos aires y marco tres puntos: calcula meticulosamente las distancias entre ellos y organiza el trayecto donde va a distribuir las tres postas. Laborda se va en el Falcon de Arquímedes a dejar las tres latas de cerveza negra.
Los familiares de Manoukian reciben otra llamada. La voz metálica les indica una dirección.
-Vayan rompiendo el chanchito. Queremos 500 mil dólares. Pongan el dinero en un maletín negro. En las postas encontrarán comunicados de nuestro operativo.
"Vayan rompiendo el chanchito. Queremos 500 mil dólares
Laborda es el encargado de juntar el dinero. Uno de sus tíos sigue las postas. El canje está en marcha. En primer lugar debe ir a avenida Márquez y Rolón. Adentro de cada lata había un papel firmado por “el Comando de Liberación Nacional” y una segunda dirección: Avenida del Libertador al 13.900, en la capilla del teatro De la Cova.
La tercera y última es cerca de las escalinatas de la Catedral de San Isidro, a dos cuadras de la casa de los Puccio. Allí el tío de Ricardo deja el maletín y se retira con la cabeza gacha, sin mirar a ninguna dirección, como exigía el mensaje. Guillermo espera un nuevo llamado.
-Vamos a soltarlo mañana a las seis de la mañana en un radio de 15 cuadras de la casa de ustedes -notifica Arquímedes.
"Vamos a soltarlo mañana a las seis de la mañana en un radio de 15 cuadras de la casa de ustedes
Pero es un engaño cruel. Ricardo ya fue asesinado. Sobrevivió once días en las peores condiciones, sentado y maniatado en una bañera. Es probable que para él haya sido un mismo día, monótono e interminable. En el despacho de al lado, Arquímedes reúne a sus cómplices: Franco, Laborda y Díaz. Ofrece whisky. Habla como si se tratara de un negocio. No tiene compasión. En su cabeza está la decisión tomada. Sólo necesita que el resto esté convencido para que la culpa no recaiga en él. Toman whisky. Díaz y Laborda proponen liberarlo. El coronel dice que hay que eliminarlo. Puccio lo reafirma: no hay alternativa. Si vive, opina, va a llegar a la banda a través de Alejandro. Hay que matarlo. Quizá Ricardo haya escuchado todo. Como un condenado a muerte que escucha la sentencia. La diferencia es que no ve a los ojos de sus verdugos. Ellos nunca dan la cara. Díaz está un poco mareado. Quizá por el whisky o por el miedo. El coronel aporta las armas. Uno de ellos pregunta quién lo va a matar:
-Todos lo haremos. No se olviden del pacto de sangre. Somos familia.
La orden se la secta
No hay marcha atrás. Es día sacan a Manoukian del baño, encapuchado, maniatado y dormido con somníferos. Lo esconden en el baúl del Falcon. Arquímedes es el piloto. El coronel Franco va en el asiento del acompañante. Díaz y Laborda, en los asientos de atrás. Salen por la Panamericana hacía Escobar, en dirección al Rio Paraná. Puccio va al volante. Nadie habla. En un momento, dobla por un camino de tierra, pasa un puente y avisa que en el próximo puente iba a parar para terminar el asunto.
Díaz está nervioso. Si fuera por él, saltaría del auto. Se pregunta por qué está ahí.
Arquímedes estaciona y se baja del auto. Le pide a Laborda y a Díaz que lo ayuden. Franco mira imperturbable. Abren el baúl. Arquímedes le pide el revólver calibre 38 a Franco, se lo da a Laborda y le ordena.
-Tenés que matarlo.
-¡Ni en pedo! ¿Por qué tengo que ser el primero?
-¿Te preocupa matar o ser el primero?
-Dijiste que todos íbamos a matar.
Puccio, en sus días finales en La Pampa. Foto: Nacho Sánchez, gentileza prensa Editorial Planeta.
-No es para discutirlo ahora. Resolvamos este temita cuanto antes, ¿estamos? Esto no es una reunión de consorcio, la reconchísima puta que te remil parió.
Laborda mira a Arquímedes con odio.
Arquímedes baja el tono.
-Guille, lo peor que podemos hacer es pelearnos nosotros. Nos comen los de afuera. Pensá en tu familia. Y en el pacto.
-¡No puedo hacerlo!
-Tenés que limpiarlo, pensá en tu familia, pedazo de pelotudo.
Laborda, como si se sacara un trámite de encima, abre el baúl y gatilla tres veces.
Después del último disparo, Arquímedes lo felicita:
-Bravo, camarada. Hiciste bien, cumpliste con tu deber.
Entre todos tiran el cadáver a un arroyo, junto con la máquina de escribir con la que escribieron las instrucciones para cobrar el rescate
Ese día, 2 de agosto, los padres de Manoukian esperan ver a su hijo con vida. Pasan las horas y no hay noticias. Llaman a la policía para dar aviso. Al otro día, un comisario les informa que apareció un cuerpo en un descampado, cerca de un arroyo en Benavídez.
Esos tres tiros no sólo acabaron con la vida de Ricardo.
"A mí también me mató ese día"
-Es como si a mí también me hubiesen matado ese día -confiesa Guillermo Manoukian hermano de Ricardo, 25 años después del crimen. En su mirada hay una mezcla de tristeza instalada, susto y rencor. Los cuatro años que siguieron a la muerte de su hermano los pasó encerrado, sin salir a la calle, desconfiando de casi todos. Como si la ausencia de su hermano fuera la suya. Se sintió secuestrado sin haberlo sido. Vivió con ese miedo definitivo. Un miedo que heredó su hijo, a quien casi no dejaba salir a jugar a la calle por temor a ser víctimas de un secuestro. El miedo, en los Manoukian, se traslada de generación en generación, como una tradición maldita.
Guillermo sigue en pie. Después de haber golpeado puertas, acusado a los asesinos, caminado las calles en busca de la verdad. Aprendiendo a no temerle a las cosas simples. A recuperar la paz. Saber que un llamado telefónico, un auto que anda despacio, una mala mirada, no son señales de un inminente secuestro sino situaciones que pueden ser cotidianas.
Los Manoukian comienzan a vivir un infierno. El dolor por el asesinato de Ricardo, el pánico de volver a sufrir otro hecho sangriento, la amenaza de la banda y la demora en hacerse justicia derrumban a al padre de Ricardo. Su hermano Guillermo es quien encabeza la lucha contra los Puccio.
Guillermo Manoukian, hermano de la víctima. Foto: Diario La Nación.
-Sí. Hasta tres años después, no se sabía absolutamente nada al respecto. Había momentos en los que a veces, frente a mi casa, había autos parados, como monitoreando o controlando lo que estábamos haciendo y... bueno, uno se encuentra en manos de ellos. ¡Ellos saben quién es uno, y uno no sabe quiénes son ellos! Cuando los detuvieron, y viendo la peligrosidad de la banda, estuvimos mucho tiempo temiendo algún tipo de represalia.
¿Qué probabilidades tiene uno en la vida de cruzarse con un asesino? Quizá eso no ocurra nunca .Los Manoukian no pueden decir lo mismo. Se cruzaron con tres asesinos. Ricardo fue el tercer eslabón de una cadena siniestra que comienza en 1972, cuando el supermercado Tanti, en la esquina de Maipú y San Lorenzo, Olivos, es asaltado por Carlos Eduardo Robledo Puch -el ángel negro, leyenda oscura del crimen- y su cómplice Jorge Ibáñez. Allí mataron al sereno Juan Scattone.
Robledo Puch también se cruzó en la vida de los Manoukian.
En 1973, los Manoukian vuelven a ser noticia en las páginas policiales: entre el 27 y el 31 de diciembre es secuestrado Gregorio, el tío de Ricardo. Cae en manos de una banda de policías. Lo liberan sano y salvo, después del cobro de un rescate. Pero Gregorio, quizás víctima del Síndrome de Estocolmo, toma contacto con uno de los secuestradores. Las cosas salen mal: la banda intenta volver a secuestrarlo en su casa de Don Torcuato. Manoukian se resiste, forcejea y lo matan de un tiro delante de su esposa embarazada y de sus cuatro hijos. Los delincuentes escapan. Tienen uniforme de policía.
Si se siguieran de cerca las vidas de un asesino y de un familiar de la víctima, es probable que en algo se parezcan: los dos asisten a un derrumbe inevitable. El asesino porque comprueba que al matar se ha matado a sí mismo: nada alegre o lumínico puede crecer a su alrededor. Y el familiar de la víctima porque una parte suya a muerto. Para siempre.
-Todo este tiempo luché para que los asesinos siguieran en la cárcel -dice Guillermo-. Mi hermano vivió once días arrodillado en un baño, con la certeza de que iba a ser asesinado porque la banda hablaba cerca del baño. Debatieron para ver si lo mataban y él escuchó todo. Nos mandaron un par de mensajes donde mi hermano decía que lo trataban bien y que nos quedáramos tranquilos porque le daban de comer arroz con pollo. Pedía que por favor pagáramos y que no llamáramos a la policía. Seguro se lo dictaban.
"Mi hermano vivió once días arrodillado en un baño, con la certeza de que iba a ser asesinado
La versión oficial es que a Ricardo lo mata Laborda, pero Guillermo cree que en la ejecución hubo un ritual perverso:
-Lo mataron entre Alejandro, Laborda y Puccio. Un tiro cada uno. Era parte de ese pacto asesino que tenían. Eso lo declara Laborda cuando confiesa. Sino no se explica porque le dieron tres tiros en vez de uno. Al que más le convenía matar a mi hermano era a Alejandro, porque estamos seguros que él fue el que le hizo señas para que parara el auto. De otro modo no hubiese frenado.
"Al que más le convenía matar a mi hermano era a Alejandro
Y eso también lo dice Laborda. El canalla de Alejandro dijo que no conocía a mi hermano. No eran amigos pero tenían una muy buena relación. Se cruzaban en los boliches, sus novias eran amigas y hasta habían ido a navegar en el velero de mi hermano. Cuando me lo crucé de casualidad en los tribunales de San Isidro. Lo encaré y le pregunté por qué dijo que no lo conocía. Me respondió: “Es que mi abogado me dice lo que tengo que decir”. Terrible, me reconocía que su declaración era todo mentira. Casi nos vamos a las manos. Los psicólogos dicen que es terrible el poder que tenía este hombre sobre el clan familiar como para poder convencerlos a todos de integrar el clan. Cómo será de fuerte su autoridad que aun detenido en Villa Devoto se hacía llamar “don” Arquímedes, como alguien con autoridad. Manejaba los hilos de la cárcel.
Daniel Arquímedes "Maguil" Puccio no participó del primer secuestro. Foto: Clarín.
Manoukian es inofensivo, incapaz de matar a una mosca. Pero cuando habla de los Puccio mira con odio. Desea lo peor para cada miembro de la familia. Que sufran como sufrió su hermano.
Los próximos
La lista de Arquímedes Puccio tiene quince nombres. El primero ha sido tachado. Ricardo Manoukian, para el líder del clan, el maligno Arquímedes, no es ni siquiera un nombre, sino algo parte del pasado que ha olvidado. Tacha su nombre como si tachara dos botellas de leche en la lista del supermercado. Ahora hay que ir por el próximo. Hay que alimentar a la bestia salvaje. Mantener el estatus. Calmar el hambre y las necesidades de vivir como una familia de clase media alta en la mejor zona de San Isidro. La pantalla perfecta para seguir secuestrando y matando.