Aquel jueves 16 de abril de 1987 habían pasado tan sólo 1.212 días desde la jura de Raúl Alfonsín y se respiraba todavía en el país la brisa de la "primavera democrática". Pese a que el Gobierno ya había impulsado y aprobado en el Congreso la ley de Punto Final, que le ponía un límite de 30 días a las presentaciones judiciales contra los represores, muchos comenzaban a sentir la fuerte presión de los militares, mientras los organismos de derechos humanos, la sociedad y gran parte del arco político comenzaba a levantar aún más su bandera de memoria, verdad y justicia.
Ya en campaña, el por entonces candidato radical había anticipado su proyecto de establecer los distintos "niveles de responsabilidad" de la brutal represión que llevaron adelante las Fuerzas Armadas durante el denominado "proceso de reorganización nacional". El tratamiento de la denominada ley de Punto Final fue álgido: gran parte de la sociedad, los organismos humanos y algunos partidos políticos se oponían a la idea de establecer grados de responsabilidad. Lo consideraban como una suerte de indulto, que llegaría sólo dos años más tarde de la mano de Carlos Menem. El cinco de diciembre de 1986, veinticuatro meses después de que el propio Ernesto Sabato le entregara en mano al presidente el resultado final de la investigación que llevó adelante la Conadep, Alfonsín anunció el proyecto de ley que le ponía un plazo de 30 días a las presentaciones judiciales contra los genocidas.
La gente se volcó a la calle en la que se consideró la movilización más multitudinaria desde el regreso de la democracia. Se estima que al menos 50 mil personas se manifestaron en el centro porteño y acompañaron la convocatoria realizada por Madres y Abuelas de Plaza de Mayo. Al repudio masivo se sumaron algunos sectores peronistas, sindicalistas, organizaciones de derechos humanos y activistas de izquierda. Un dato a veces olvidado es que el candidato peronista, Ítalo Argentino Lúder, quien cosechó dos millones de votos menos que su rival radical en los comicios, sostuvo durante toda la campaña que respetaría la escandalosa ley de Autoamnistía promulgada en septiembre de 1983 por los propios militares y que planteaba la imposibilidad de ser enjuiciados por el Gobierno que asumiera.
Con el respaldo de los siete millones y medio de votos que lo consagraron presidente, Alfonsín avanzó y la promulgación de la ley de Punto Final llegó el el 24 de diciembre de 1986. Mientras la derecha se oponía y defendía la autoamnistía, en Tribunales se producía un aluvión de nuevas denuncias por delitos de lesa humanidad. Por entonces, el general Héctor Luis Ríos Ereñú, jefe del Estado Mayor General del Ejército durante el gobierno de Alfonsín, ya reconocía que había un "clima pesado" entre las Fuerzas. Y así, mientras ex detenidos y familiares de desaparecidos aceleraban sus denuncias, el país sintonizaba la visita papal de Juan Pablo II, quien culminó su agenda en el país el 12 de abril, Domingo de Ramos.
Con la atención puesta en el Sumo Pontífice, los tenientes coroneles Aldo Rico -de por entonces 44 años- y Enrique Venturino cincelaban un plan para presionar y condicionar al presidente. ¿Sus objetivos? La remoción de la nueva cúpula de generales y una solución política al avance de las causas que comenzaban a tocar a quienes ocuparon rangos medios durante el Proceso. La fecha acordada fue el miércoles 15 de abril, día en el que Ernesto Barreiro, quien cumplía servicio como oficial de inteligencia en el primer cuerpo del ejército, se amotinó en el Regimiento de Infantería 14 de Córdoba.
Barreiro estaba acusado por violaciones a los derechos humanos y por haber liderado al grupo de torturadores del centro clandestino de detención La Perla. Ese día debía presentarse ante la Justicia por la causa en su contra, pero se refugió en el Regimiento luciendo ropa de combate. Los oficiales lo apoyaban. La tensión se extendió a nivel nacional: esa noche estalló una bomba en la sede de la Liga por los derechos del hombre y fue baleado el frente de un restaurante en el que comían dirigentes radicales. En horas de la mañana del jueves, Alfonsín -quien se encontraba en Chascomús junto a su familia- recibió el llamado de su ministro de Defensa, Horacio Jaunarena.
Hasta ese momento, el conflicto parecía estar focalizado sólo en Córdoba. Cerca de las nueve de la mañana, el helicóptero presidencial aterrizó en la Casa Rosada y el presidente se encontró con un cuadro de situación mucho más complejo: los oficiales ya no le respondían al jefe del Estado Mayor General del Ejército. Años después, el propio Alfonsín recordó: "Había mucha intranquilidad en las Fuerzas Armadas. Evidentemente, en cualquier momento podía producirse un episodio de esa naturaleza. El cuarto cuerpo que estaba en La Pampa empezó a marchar sobre Córdoba. Se podría haber producido un episodio mucho más serio y más grave".
Alfonsín comprendió la magnitud del problema político y convocó de urgencia a los principales líderes de la oposición. "Cuando tuvimos noticias de la sublevación de Barreiro, nuestra actitud fue inmediata y nos fuimos a la casa de Gobierno. Allí participamos de una reunión en la que estaban todos los líderes políticos para transmitirle al presidente nuestra solidaridad frente al hecho de agresión institucional que se estaba desarrollando", relató años después Antonio Cafiero.
Tras un fallido intento de mediación por parte del cardenal cordobés Raúl Primatesta, Rico puso en marcha la segunda parte del plan: tomó Campo de Mayo. Con sus rostros pintados, vestidos de uniforme y fuertemente armados, los "Carapintada" hacían su debut por radio -ese día no hubo diarios por ser Viernes Santo- y la televisión transmitía casi en cadena nacional lo que sucedía en las inmediaciones del predio. Tras la reunión con los líderes de la oposición, el presidente se dirigió sobre el mediodía al Congreso y presentó las bases del proyecto de ley conocido hoy como Obediencia Debida.
"Este no es un grupo golpista. Fue la única solución que teníamos para llamar la atención del pueblo argentino, del presidente y de los dirigentes de los principales partidos políticos", aseguró Rico en su improvisada primera conferencia de prensa desde Campo de mayo. "Lo que se reclamaba era la amnistía y no estaba de ninguna manera dispuesto a concederla", relató años después Alfonsín. El presidente dio batalla y ese viernes se reunió con los comandantes de las Fuerzas Armadas para que intervinieran y le pusieran fin a los motines, pero Rico redobló la apuesta y se presentaba ante los medios como un veterano de Malvinas, ajeno al genocidio: "Este es el ejército disciplinado que quiere apoyar el proyecto de país que impulse la sociedad argentina".
Las instancias de negociación se agotaban, tras el fallido intento del juez federal de San Isidro. Para ese entonces, una multitud llegaba a Campo de Mayo y se temía lo peor. Cualquier movimiento brusco podía dar inicio a un baño de sangre. Con la atención puesta en Rico, Barreiro logró escapar del regimiento, pero comenzaron a activarse otros resortes políticos. La CGT convocó a una concentración popular frente al Congreso de la Nación. Incluso, Saul Ubaldini y Lorenzo Miguel presenciaron el discurso que esa tarde Alfonsín dio ante la Asamblea Legislativa, antes de ordenar el traslado del segundo Cuerpo del Ejército, comandado por Ernesto Alais, para la recuperación de Campo de Mayo.
Se calcula que unas 300 mil personas se agolparon frente al Congreso en respaldo al presidente, mientras Joan Manuel Serrat, Piero, Nito Mestre, Alberto Cortés, Mercedes Sosa, Osvaldo Pugliese y Jairo hacían menos tediosa la espera con su música.
Con la noche llegaron los temores y el presidente protagonizó un simulacro en Casa Rosada por la amenaza latente de posibles ataques contra la sede de Gobierno. Mientras tanto, crecía la multitud apostada en Campo de Mayo que exigía el rendimiento de los amotinados al grito de: "Que los lleven". Sobre las seis de la mañana y ya con toda la atención del país, Rico se reunió con Ríos Ereñú en el edificio Libertador. No hubo punto de encuentro y primó la exigencia de Rico: sólo negociaría "cara a cara" con el presidente. "Esperamos no tener que hacer uso de las armas", advertía Alais, quien continuaba su marcha rumbo a Campo de Mayo.
Mientras Alfonsín recibía el respaldo social, el arco político se dividía. Ese día, Carlos Menem, por entonces gobernador de La Rioja, partió rumbo a su provincia. El peronismo volvía a fracturarse. Detrás de Menem se abroquelaron los "duros", aquellos que luego acompañaron los indultos firmados por el riojano. Del otro lado de la "grieta" se encontraban las principales figuras de la renovación partidaria como Cafiero, Oraldo Britos, Juan Manuel De La Sota y José Luis Manzano, por entonces jefe de la bancada peronista en la Cámara Baja. Mientras tanto, en tierras patagónicas, un Néstor Kirchner de 37 años se manifestaba en el acto encabezado por el entonces gobernador provincial, Arturo Puricelli -quien luego asumió el puesto de ministro de Defensa y Seguridad de Cristina Kirchner-. Faltaban todavía cinco meses para que se impusiera por primera vez como intendente de Río Gallegos.
El domingo de resurrección, la consigna social era una: "A las doce, todos a la plaza". Alfonsín le había dado instrucciones a Alais para que detuviera su rumbo a Campo de Mayo y recibía el histórico apoyo de los dirigentes opositores, quienes en el salón de los Bustos de La Rosada redactaron el acta de compromiso democrático, que llevó las firmas de Cafiero, Grosso, Manzano y De La Sota. En el mismo, se estableció un punto muy criticado por los organismos de derechos humanos: el tercero. ¿Qué afirmaba el acuerdo? El establecimiento de los distintos grados de responsabilidad en la represión. Mientras la multitud permanecía inamovible en Plaza de Mayo, Jaunarena le garantizaba a Rico la aprobación de la Ley de Obediencia Debida.
Pese a la contundencia de la postal política que salía del salón de los Bustos, el clima se tensaba en Campo de Mayo y se temía una pueblada. "Compatriotas, estamos por la democracia. No queremos dar ninguna excusa, ningún pretexto para que la cosa no sea como todos queremos que sea", intentó calmar el diputado de la UCR, Jesús Rodríguez. Atento a lo que sucedía en San Miguel, el presidente tomó la decisión de dirigirse en soledad a la guarnición militar para negociar con el líder de los amotinados; lo que pocos sabían es que Alais ya había recibido instrucciones para proseguir su curso. Se temía que la presencia del presidente pudiera causar un levantamiento popular o, peor aún, que el propio Alfonsín sufriera un ataque dentro de Campo de mayo.
Había alarma por la seguridad presidencial y se lo hicieron saber. Pero, envalentonado por la plaza colmada, Alfonsín salió al balcón y pronunció un ya histórico discurso. "Todos en la Argentina saben lo que estamos arriesgando. Es mucho más que un absurdo golpe de Estado, estamos arriesgando un futuro nuestro y de nuestros hijos. Estamos arriesgando sangre derramada entre hermanos. Es por eso que antes de proceder, he resuelto que dentro de unos minutos saldré personalmente a Campo de Mayo a intimar la rendición de los sediciosos. Les pido a todos que me esperen acá y, si Dios quiere y nos acompaña, dentro de un rato vendré con las soluciones. Dentro de un rato, vendré con la noticia de que cada uno de nosotros podremos volver a nuestros hogares para darles un beso a nuestros hijos y asegurarles que les estamos asegurando la libertad".
Nosotros tomamos por primera vez una actitud totalmente inversa: fuimos a Campo de Mayo a pedir la rendición de los militares sublevados"
Mientras Alfonsín partía en helicóptero junto al Brigadier General Ernesto Crespo, sus tres edecanes y el fotógrafo presidencial; los líderes opositores encabezaban la columna por tierra que caminó los 50 kilómetros hasta Campo de Mayo. "En otros amagues, la oposición iba a Campo de Mayo, pero para pedir que se derrocara al Gobierno constitucional. Nosotros tomamos por primera vez una actitud totalmente inversa: fuimos a Campo de Mayo a pedir la rendición de los militares sublevados", destacó Cafiero, quien junto a Armando Cavalieri se hizo presente en la guarnición.
La cumbre con Rico fue tensa. "Me acuerdo que me hablaron de la negociación y los paré de inmediato y les aclaré: 'Esto no se trata de ninguna negociación'", recordó Alfonsín. En el mismo edificio en el que se llevaba adelante la reunión entre los sediciosos y el presidente, Cavalieri y Cafiero lograron hacerle llegar al presidente una nota que decía: "Estamos aquí para apoyarlo, diga lo que necesita". La respuesta del presidente fue escueta: "No hace falta, muchas gracias".
Lo que se "negoció" ese domingo fue considerado por muchos como una abdicación a la lucha contra las violaciones a los derechos humanos durante la dictadura. El legado de Alfonsín se tiñó durante muchos años de negro y se lo acusó de sucumbir ante los reclamos de los amotinados. Con la garantía de la aprobación de la ley de Obediencia Debida y el compromiso de que Rico fuera juzgado por sus pares militares, el presidente abandonó Plaza de Mayo y regresó en helicóptero a Casa Rosada.
Acompañado por los referentes opositores, Alfonsín brindó su histórico discurso desde el balcón de Balcarce. Ya no hablaba de "sediciosos" o "amotinados", sino que se refería a los "Carapintada" como "héroes de Malvinas". Un giro que lejos estuvo de ser ingenuo. Y lo que siguió, se convirtió de inmediato en un capítulo complejo de la historia democrática argentina. "Un conjunto de hombres, algunos de ellos héroes de la Guerra de las Malvinas, que han tomado esta posición equivocada y que han reiterado que su intención no era la de provocar un golpe de Estado. Pero, de todas formas, han llevado al país a esta conmoción y han provocado estas circunstancias que todos hemos vivido; de la que ha sido protagonista fundamental el pueblo argentino en su conjunto. Para evitar derramamientos de sangre, di instrucciones a los mandos del Ejército para que no se procediera a la represión. Hoy podemos todos dar gracias a Dios. La casa está en orden y no hay sangre en la Argentina".