30 Abril de 2025 08:57

Cuando un gobierno le tiene miedo a una cámara, lo que está en juego no es la imagen: es la transparencia. El episodio que protagonizó Santiago Caputo, el asesor todopoderoso de Javier Milei, contra el fotógrafo de Tiempo Argentino no fue simplemente un exabrupto personal ni un exceso de celo. Fue una señal de época. La escena, digna de un manual de amedrentamiento, ocurrió justo antes del debate entre candidatos a legisladores porteños, transmitido desde el Canal de la Ciudad.
Caputo, molesto por ser retratado, se acercó al reportero gráfico Antonio Becerra, le sujetó la credencial, se la fotografió con el celular y lo tildó de "desubicado". Una postal que recuerda más a una novela de Orwell que a una democracia saludable. La situación fue tan tensa como reveladora: Caputo no ocupa ningún cargo formal, pero actúa como si lo tuviera. Su poder no está escrito en ningún organigrama, pero se impone en la práctica como el verdadero ministro sin cartera.

Su capacidad para decidir en áreas sensibles como inteligencia o recaudación aduanera fue admitida tanto por oficialistas como por opositores. Y eso es justamente lo alarmante: el poder informal es el más difícil de controlar. Mucho más si se traduce en gestos intimidantes o interrupciones intempestivas de entrevistas presidenciales, como ocurrió con Jonatan Viale, cuando se vio obligado a cortar una nota por la irrupción del mismo Caputo para evitar una frase comprometedora de Milei.
Pero lo del fotógrafo no fue un hecho aislado. Fue apenas la más reciente demostración de una conducta sistemática que exhibe una profunda incomodidad del oficialismo con la crítica, el periodismo y cualquier forma de escrutinio. Apenas unas horas después del incidente, el propio presidente Milei volvió a cargar desde su cuenta de X contra los medios, acusándolos de mentir, calumniar e incluso sugiriendo que "la gente no odia lo suficiente a los periodistas".
No es solo un simple discurso: es una lógica de construcción política que requiere enemigos constantes y necesita blindarse del control democrático. El modelo Milei, al que el vocero presidencial Manuel Adorni quiere "llevar a todos los rincones del país", parece incluir no solo recortes y motosierra, sino también opacidad y hostigamiento. Paradójicamente, mientras el gobierno se jacta de "decir la verdad" como un acto de rebeldía, castiga a quienes intentan contarla desde el otro lado del lente.

Santiago Caputo es, en este contexto, el símbolo perfecto de una gestión que desconfía de los periodistas, detesta las preguntas y recela de los micrófonos que no controla y busca controlar. Su presencia silenciosa pero dominante, su capacidad para alterar el rumbo de una entrevista presidencial o tomar el cuello de un acreditado como si se tratara de un acto de soberanía personal, no son detalles. Son alarmas. En el fondo, no se trata solo de un gesto prepotente, sino de una manera de ejercer el poder: por fuera de las instituciones, al margen del reglamento, desde las sombras y con el celular en mano para registrar y disciplinar.

Porque si intimidar a un fotógrafo se convierte en rutina, y si cerrar medios públicos se vuelve plataforma electoral, entonces lo que está en juego ya no es solo la relación entre el gobierno y el periodismo, sino el derecho mismo a saber. Y eso no se resuelve con una chicana en X ni con un "no me pongas la cámara en la cara, muchacho". Se resuelve con límites, con leyes, con instituciones que no tiemblen y con una ciudadanía que no se acostumbre.