por Lucas Morando
16 Octubre de 2015 16:59Existe un costado poco explorado sobre las próximas elecciones. Algo que inquieta y que late como un profundo dolor en las entrañas de la psicología de cada uno de los candidatos. De los que pueden ser Presidente y de la que ya no lo será. Es la “costumbre del poder”, una adictiva sensación que en pocas semanas será para ellos un amargo pesar.
Es cierto que contado así suena pomposo, pero muchos -realmente muchos- de los políticos más importantes del país hoy pasan la noche pensando en eso. El vacío de poder es agrio para el que empieza a quedar al margen del sistema de decisiones de la Argentina. De los amenities que regala el ejercicio de un cargo ejecutivo o parlamentario.
Un ejemplo claro: hace 12 años que Cristina Kirchner vive en la residencia de Olivos con un batallón de funcionarios y sirvientes que, a tiro de WhatsApp, ejecutan cualquier tipo de directiva, desde preparar un té a la noche, un pollo grillé con legumbres (algo que particularmente le gusta) hasta negociar con los fondos buitre en un juzgado en New York. Su perspectiva no es la mejor.
El próximo 9 de diciembre, antes de que caiga la noche, la Presidenta va a tener que abandonar su casa de los últimos 12 años. Deberá dejar su cama del primer piso de la residencia en la que vive en Olivos, la que compartió siete años con Néstor y la que ocupó sola cinco años más. Deberá por primera vez en varias décadas volver a ser un ciudadano más. Y para para muchos políticos es realmente dramático.
Cristina en el avión, con una de sus mascotas.
Cristina no viajará más en helicóptero de un lugar al otro, no tendrá mucamas, tampoco chofer, se reducirá considerablemente su custodia personal -todos los ex presidentes la mantienen- y ya no podrá caminar entre los jardines de la residencia de Olivos. No tendrá un equipo de médicos que sigan su salud ni podrá gastar, formalmente, un peso más del Estado.
Hace meses que se prepara para eso, pero el golpe de la última noche, la del 9 de diciembre, seguro va a ser muy difícil. Sobre todo porque deberá entregarle todo ese capital simbólico y material a un heredero que nunca quiso, ganen Scioli o Macri. Nunca resulta gratificante entregar el poder, menos a alguien que nunca estuvo en los planes.
La misma angustia acecha a Daniel Scioli y Mauricio Macri. A partir del 10 de diciembre, sólo uno de los dos será Presidente. El otro se vuelve en taxi a su casa. Uno descansará en Tigre, en Villa La Ñata y el otro, posiblemente, conjugue su departamento en Recoleta con Los Abrojos, el refugio de Macri en Malvinas Argentinas.
Scioli en el helicóptero.
El caso de Sergio Massa es distinto: tiene menos chances de alcanzar la Presidencia pero, esencialmente, hace dos años que dejó la Intendencia de Tigre para ser diputado nacional. Su vida, si no es ungido Presidente, no cambiará mucho. Al menos, no tiene tanto para perder.
Macri asumió como Jefe de Gobierno el 10 de diciembre de 2007. Hace ocho años que el ADN de su vida se confunde con el de su gestión. También, como Cristina, tiene custodia personal, varios choferes, diversas mucamas, una camioneta todos los días a su disposición, gastos pagos en viáticos, comidas en los mejores restos del país, millas pagas en avión para visitar a otros alcaldes. Es posible que ya no recuerde lo que es perder la llave del auto. De su propio auto.
Macri, en su auto con chofer.
Lo mismo le sucede a Scioli. Fue vicepresidente de Néstor Kirchner en 2003 por cuatro años, luego pasó ocho años gobernando Buenos Aires. Se mueve de reunión en reunión en alguno de los helicópteros de la Provincia, viaja por el país en avión privado, tiene una extensa comitiva de autos que lo custodian donde vaya, con asesores y seguridad oficial. Posiblemente ya haya olvidado lo que es sacar la billetera para pagar la cuenta en un resto.
Es cierto que todos esos amenities que da el poder están dentro de la Ley. Aunque algunos se abusen un poco: un Jefe de Gabinete pide que todos los mediodías le preparen un plato de frutas cortadas en fetas en forma de abanico -ama la mandarina- en un plato que siembre debe ser blanco. Es una costumbre de casi una década que deberá olvidar de golpe a partir del 10 de diciembre.
No es lo más grande que perderá, pero si es parte de lo que no lo deja dormir bien todas las noches. El abrasivo temor de volver a ser uno más.