Julio Héctor Simón, conocido como "el Turco Julián", falleció a los 84 años en el penal de Ezeiza, donde cumplía condena por crímenes de lesa humanidad. Su muerte confirmada cierra un capítulo lúgubre de la historia argentina, pero deja abiertas las heridas de miles de víctimas y familiares que aún buscan mantener vivas la justicia y la verdad. Con él, se llevó a la tumba secretos que probablemente nunca serán revelados, incluido el destino de muchas personas desaparecidas y el paradero de niños apropiados.
"El Turco" fue un engranaje clave del aparato represivo de la última dictadura cívico-militar del '76 como suboficial de la Policía Federal, donde operó en centros clandestinos de detención como "El Olimpo", "El Banco" y "Club Atlético", donde se dedicó al secuestro, tortura y desaparición forzada de personas.
Sobrevivientes en particular y los argentinos en general, lo recuerdan por su antisemitismo visceral y su abierta fascinación por el nazismo, que exhibía sin pudor a través de simbología nazi como llaveros con esvásticas y brazaletes con la cruz gamada.
Una de sus víctimas, Ana María Careaga, secuestrada a los 16 años mientras estaba embarazada, lo describió como uno de los principales torturadores en "El Atlético". Según su relato, el represor lideraba las sesiones de tortura con un sadismo que aún hoy resulta difícil de asimilar. Por su parte, Rebeca Sacolasky, también sobreviviente, recordó cómo el represor la torturaba con picana eléctrica mientras le decía: "Esta noche vamos a hacer jabón".
Jorge Augusto Taglioni, cineasta detenido junto a su esposa embarazada en 1978, aportó otro testimonio estremecedor. Según Taglioni, Simón reservaba un trato especialmente cruel para los prisioneros judíos: "Se colocaba una banderita nazi como brazalete y disfrutaba de humillarlos aún más", contó.
El antisemitismo no era solo una cuestión ideológica para este represor: lo utilizaba como herramienta para infligir mayor sufrimiento. En sus propias palabras, registradas en una entrevista televisiva en 1995, admitió que el objetivo era "matar a todo el mundo", dejando en claro la sistematicidad del genocidio perpetrado por el régimen militar.
En mayo de 1995, Simón ofreció una entrevista al programa Telenoche Investiga, donde confesó su participación en crímenes aberrantes. Sin titubear, afirmó: "Yo no estoy arrepentido; luché por mi patria, por mi fe, por la nación". Su falta de remordimiento no solo indignó a la sociedad argentina, sino que también sirvió como prueba clave en los juicios por delitos de lesa humanidad reabiertos tras la anulación de las leyes de impunidad en 2003.
Durante ese mismo programa, Simón detalló cómo operaban los grupos represivos bajo el mando del general Carlos Guillermo Suárez Mason. Aunque negó haber participado directamente en los "vuelos de la muerte", reconoció que las órdenes de exterminio eran claras y sistemáticas. Estas declaraciones públicas fueron proyectadas en 2006 durante uno de los juicios que lo condenaron a prisión perpetua.
La muerte de Simón marca el fin biológico de uno de los represores más brutales de la dictadura, pero deja un vacío insalvable en términos de verdad histórica. A pesar de las tres condenas en su contra, nunca reveló información crucial sobre el destino de los desaparecidos ni sobre el robo sistemático de bebés nacidos en cautiverio. Su silencio perpetúa el dolor y la incertidumbre para cientos de familias que aún buscan respuestas.
El fallecimiento del Turco Julián ocurre en un contexto político preocupante. Las recientes declaraciones y acciones del gobierno encabezado por La Libertad Avanza y Javier Milei reavivan todos los días el negacionismo sobre las desapariciones forzadas durante la dictadura. Desde minimizar el número de víctimas hasta cuestionar los testimonios de sobrevivientes, estas posturas son un verdadero retroceso en materia de derechos humanos. El capítulo final de este represor está escrito; sin embargo, su legado de horror y muerte sigue siendo una advertencia importantísima: olvidar nunca puede ser una opción.