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Sandro de América: la conmovedora aventura de un superhéroe edípico e irresistible

Algunas ideas sobre la serie de Telefe acerca de Roberto Sánchez.

por Daniel Riera

03 Abril de 2018 09:47
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En sólo dos días vi los 13 capítulos de Sandro de América, la serie dirigida por Israel Adrián Caetano que terminó el pasado 27 de marzo. Tenía un poco de miedo, como sucede siempre que se meten con algo o alguien que uno quiere mucho. Escribo entonces en caliente, con las imágenes de la serie bien frescas en la memoria y, sobre todo, con la emoción intacta. Roberto Sánchez es uno de mis superhéroes y esta serie, entiendo, está a la altura del acontecimiento. Deben de haber sido muchos los que, como yo, la vimos con el mismo temor: no es poca presión para el equipo de artistas que se puso la serie al hombro. 

Agustín Sullivan, Marco Antonio Caponi y Antonio Grimau: Sandro, Sandro y Sandro. 

En uno de los capítulos, aparece brevemente Edgardo Nieva, protagonista de Gatica “El Mono”, la inmortal película de Leonardo Favio. Durante la serie se alude a Favio algunas veces: un productor le propone a Sandro que si hay una segunda parte de Tú me enloqueces la dirija Favio. Roberto se ofende. Sandro y Favio estaban fichados por la misma compañía discográfica y vendían, ambos, millones de discos. En aquellos tiempos se respetaban, admiraban y recelaban. Favio es probablemente el más grande cineasta que haya dado América Latina: el cine tuvo prioridad en su obra. Ni se le cruzó por la cabeza dirigir sus películas musicales. Sandro quería aprender el oficio de cineasta, pero se desanimó un poco ante las críticas adversas y el relativo éxito de Tú me enloqueces. Cada uno eligió una prioridad diferente.

Sandro y Susana, la China y Sullivan: ¿quién es quién? 

Sandro de América, como Gatica “El mono” es una ficción peronista. La parábola que describen los ídolos populares en la serie y en la película es diferente. El lugar de donde provienen es el mismo. El amor de su pueblo, también. Alguien se levanta de entre nosotros, se hace de abajo y llega lejos. Puede distraerse alguna vez, pero nunca se olvida de dónde vino. No hay ningún “American Dream”dando vueltas, en absoluto. Roberto es un privilegiado, uno en un millón, uno que nació en Valentín Alsina y contó con el apoyo de sus padres, un amigo que le enseñó a tocar la guitarra, otro que lo ayudó a abrirse paso en la industria y hasta un grupo de chicas que lo sigue a todos lados desde el primer día. No es un “self made man”: es alguien con un talento único que recibió la ayuda de los suyos y devuelve lo recibido, arriba y abajo del escenario. Es alguien que está ahí en representación de todos. Una estrella, un laburante, las dos cosas. La llegada a Valentín Alsina después de su presentación en Sábados circulares, el abrazo con el viejo, es una de las escenas más conmovedoras que este escriba sensible ha visto en muchos años en la televisión argentina.

La tensión Roberto Sánchez/Sandro, la persona y el personaje, es uno de los ejes de la serie. Cuando Roberto se cree Sandro, la caga: deja de escuchar al otro, la arrogancia se lo lleva puesto. Cuando Roberto es adulto y achacoso, ya no hay confusión posible: convertirse en Sandro requiere a la vez un esfuerzo extraordinario y una dosis de humor cercana a la autoparodia.

Antonio Grimau Sandro

Sandro Grimau: magia veterana, lucha contra  el enfisema pulmonar.

Sandro sabía desde el principio quién era, aún cuando no era famoso. Sus cuadernos, donde dibujaba desde la postura de la banda sobre el escenario hasta los vestuarios que soñaba lucir, así lo demuestran. Esa certeza lo constituye como persona y como artista.

Sandro de América trabaja sobre tres prototipos de Sandro: el invencible, que se hace de abajo y conquista el mundo (el joven y hermoso de Agustín Sullivan, el preferido de las chicas); el de transición, que pierde un poco el rumbo de su carrera y pelea por reinventarse (el de Marco Antonio Caponi), y el del final arriba de todo, el Gran Rey del Gran Rex (el de Antonio Grimau). Los tres actores están sobradamente a la altura del momento que les toca interpretar. El guión es fiel a los grandes trazos de la historia, pero se toma algunas licencias en función de la trama. Tal vez la que más apena a este espectador sea la ausencia de escenas con Sandro en La Cueva, la interacción con Javier Martínez, Moris en ese tugurio que cambiaría la historia.

Sandro y Daniela/Julia: él la vuelve loca, en el sentido literal del término.

Roberto tiene muchos problemas para relacionarse con las mujeres. El edipo generado por una madre artrítica y cariñosamente jodida y las obligaciones de marketing autoimpuestas en función del personaje Sandro lo llevan a relaciones disfuncionales hasta el delirio. Su primera esposa, Daniela (alter ego de Julia Visciani, fantástica Isabel Macedo en la piel de una mujer que descubre que la vida con que sueñan miles de mujeres es en realidad una pesadilla), vive escondida en la mansión de Banfield.

El artista es fiel al libreto diseñado para él y no puede entender, siquiera, porqué sufre tanto su compañera. Nina odia a Daniela, celebra su partida, engancha a su hijo con Mónica, su propia enfermera y muere diciendo “Echala”. Reina Russ (alter ego de Tita Russ, interpretada por Lali Espósito) no se deja deslumbrar por la supérestrella: una tarde, no tolera un plantón de tres horas, le hace entender que su tiempo y su vida valen lo mismo que el de él y lo abandona para siempre. Roberto aprende la lección. Sandro crece más rápido que Roberto.

Sandro/Caponi: transición, oscuridad, 80's.

Mientras se emitía la serie, hubo una especie de ciberbullying para la "China" Suárez, que interpretó a Susana Giménez, y otro para Marco Antonio Caponi. De la "China" cuestionaban su composición del personaje: que la Susana de hace 40 años no tenía los latiguillos de la actual, ese tipo de boludeces. Vale la licencia poética: la China llena la pantalla, fue convocada para brillar y lo hace.

El Sandro de Caponi fue cuestionado, qué se yo, porque no era tan lindo como Sullivan o porque según algún cadorna se parecía menos o porque... Es un Sandro con claroscuros el de Caponi, tal vez el más complejo de interpretar de los tres: el Sandro de los 80, que graba discos olvidables, que protagoniza una novela pedorra en Puerto Rico, el que se pelea con su ladero Oscar Anderle, el que despide a su viejo amigo, el que engorda, el que se deja el pelo largo y le queda horroroso, el que descubre que el cigarrillo está haciendo estragos en su vida, el que afloja con el personaje, el que aprende que no es ni infalible ni invencible. El Sandro de la generación intermedia. Supe que Caponi se enojó y respondió amargamente a través de Twitter las críticas recibidas. Parece increíble que un actor capaz de una composición tan descomunal se ofenda ante lo que dice cualquier cuatro de copas en una cloaca virtual, pero así estamos.

La formación de la última banda, con tres veteranos de mil batallas y un pibe que promete, los ensayos en Banfield, el cálido humor de esa especie de armada Brancaleone que tiene la responsabilidad de sostener al ídolo en su último esfuerzo, el médico chino con su invento genial del micrófono adosado al tubito de oxígeno, es un gran paso de comedia, pero a la vez es una síntesis lúcida de la esencia del personaje. Ese hombre frágil, con la ayuda de ese puñado de aparentes impresentables, intentará una última proeza, que para él subirse al escenario es eso. Sandro no puede respirar, pero no concibe mejor bocanada de aire que el contacto con su público. Antonio Grimau se encarga del último Sandro, el hombre consciente que debe manejar los tiempos, regular los esfuerzos, el hombre al que todo le cuesta: la contrafigura exacta del torbellino Agustín Sullivan. Y sin embargo es la misma persona, como esos grandes jugadores que pierden el pique corto pero mantienen la visión de toda la cancha y la lucidez mental como para detectar al compañero mejor ubicado antes que los demás. 

De la emoción al glamour, de Valentín Alsina al Madison Square Garden, de la arrogancia al enfisema, Sandro de América se le animó a los dos lados de la vida de un tipo que generó magia. Uno puede ponerse fastidioso y reclamar una cucharada más de esto o de aquello, pero la verdad es que la tensión dramática no decae nunca. El Sandro de Sandro de América no es un bronce que camina: es un gran artista y por momentos es una máquina de hacer cagadas, un preso de su edipo, un egocéntrico que necesita un cachetazo de los verdaderos amigos (en especial, los del gran Oscar Anderle/Luis Machín) para bajar a tierra a tiempo. El pequeño y perfecto personaje de María Fiorentino, en el último capítulo, completa el arco: es la voz de las personas a quienes les cantó este superhéroe de Valentín Alsina que derrapó a veces, quién no, pero voló más alto que nadie y nos llevó a volar con él. Sandro de América es una gran aventura, una Memoria del vuelo.

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